La apertura al comercio internacional mejora la calidad institucional porque expone a los países a la competencia

El comercio impacta en las instituciones porque la movilidad de los bienes y servicios, al igual que la de las personas, somete a las jurisdicciones nacionales a una cierta competencia y limita las posibilidades de abusar del poder en beneficio de algunos y en perjuicio de otros.

La ciencia política define al Estado como el “monopolio de la coerción”, quien monopoliza ese recurso para que podamos dejar atrás el “estado de naturaleza” y convivir pacíficamente. La palabra monopolio implica ausencia de competencia y esto así ocurre en un determinado territorio. De hecho, cuando ese monopolio es cuestionado, hay problemas, y puede serlo tanto interna como externamente.

No obstante, la creciente movilidad de los factores de producción, trabajo, capital, tecnologías, ideas, somete a esos monopolios a una mayor competencia. Eso es resultado de lo que ahora denominamos “globalización”. En cierto sentido, entonces, los estados “compiten” entre sí atrayendo o expulsando recursos.

La apertura económica y comercial mejora la opción de “salida”, reduce las posibilidades de que los ciudadanos, como consumidores, vean restringidas sus posibilidades de elección y queden atrapados en la protección y el privilegio de ciertos grupos económicos locales que aprovechan el favor gubernamental para obtener ventajas a costa de los consumidores. El consumidor puede “salir” de bienes o servicios que no satisfacen correctamente sus necesidades y “entrar” en otros que sí lo hacen, o lo hacen igual pero a menor costo.

Como productores, la apertura comercial y económica le permite optimizar las cadenas de producción, proveyéndose de insumos y servicios en la forma más eficiente. La globalización es, precisamente, la internacionalización de estas cadenas. Tanto los productos o servicios que producimos como aquellos que consumimos recorren un camino internacional, reciben insumos o los proveen como parte de un proceso que se origina en ciertos países, que reúne elementos elaborados en distintas jurisdicciones para luego distribuirlos en todo el mundo. Incluso en servicios hasta ahora tan locales como la educación este proceso está vigente: utilizamos conocimiento desarrollado todo el mundo, recibido a través de textos o distintas tecnologías impresos o generados en diversidad de localidades, ofrecemos capacitación tanto a alumnos locales o extranjeros que se trasladan o que reciben las clases en forma virtual.

Estas posibilidades de “salida” y “entrada” que permite la globalización limitan la capacidad de los gobiernos de abusar su poder. Tomemos el ejemplo de la educación. Supongamos que un gobierno autoritario impone a sus ciudadanos un cierto contenido (una cierta ideología, una cierta religión) o impide algún tipo de contenido. En tanto y en cuanto los ciudadanos tuvieran la libertad de comerciar, este control sería imposible. Por eso todo intento totalitario viene acompañado con comercio restringido. Por otro lado, si un gobierno intervencionista quisiera privilegiar a un cierto sector a costa de todos los consumidores, tampoco podría hacerlo si éstos tuvieran la posibilidad de “salir” de los productos privilegiados y elegir los que estiman más convenientes. Las restricciones al comercio son los instrumentos por los que gobiernos buscan redistribuir ingresos en favor de unos y a costa de otros.

La ausencia de libre comercio, entonces, deteriora la calidad institucional porque viola un derecho básico que las instituciones están llamadas a proteger: el derecho de propiedad y su libre disposición. También convierte al estado en una herramienta para obtener privilegios, alienta a los políticos a aprovechar estas posibilidades y desvía la atención de grupos productivos hacia obtenerlos en lugar de enfocar sus esfuerzos hacia los consumidores. Las posibilidades de corrupción se multiplican cuando restricciones comerciales pueden determinar el margen de ganancias, o de pérdidas, de un negocio.

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