Con los alumnos de Historia del Pensamiento Económico II, Escuela Austriaca, de la UBA, terminamos las lecturas del curso con unos textos de Hayek donde vincula y relaciona las principales contribuciones de la economía a las teorías evolutivas:
“Incluso hoy la gran mayoría de la gente, y me temo que muchos presuntos economistas, no comprenden aún que esta amplia división social del trabajo, basada en una información muy dispersa, ha sido enteramente posible por el uso de aquellas señales impersonales que emergen del proceso de mercado y que dicen a la gente qué tiene que hacer para adaptar sus propias actividades a unos acontecimientos de los que no tiene ningún conocimiento directo. Que en un orden económico basado en una amplia división del trabajo no puede ya subsistir la persecución de fines comunes, sino que es preciso actuar sólo sobre la base de normas abstractas de comportamiento, y que existe una relación entre tales normas de conducta individual y la formación de un orden espontáneo (relación que he tratado de explicar en los dos volúmenes anteriores), es una idea que muchos se niegan aún a aceptar. Que lo que con frecuencia es mejor para el funcionamiento de la sociedad no es lo que instintivamente se reconoce como justo, ni lo que racionalmente se reconoce como útil para fines específicos conocidos, sino las normas tradicionalmente heredadas, es una verdad que la visión constructivista hoy dominante se niega a aceptar. Aun cuando el hombre moderno, con harta frecuencia, constata que sus instintos innatos no siempre le llevan en la dirección acertada, se complace sin embargo en afirmar que es su razón la que le permite reconocer que un tipo distinto de comportamiento puede servir mejor a sus valores innatos. Ahora bien, la idea de que el hombre ha construido conscientemente un orden de la sociedad al servicio de sus deseos innatos es totalmente errónea, ya que sin la evolución cultural que se encuentra entre instinto y capacidad de diseño racional, no habría poseído aquella razón que ahora le permite intentar obrar así.
El hombre no adoptó nuevas reglas de conducta porque fuera inteligente, sino que se hizo inteligente porque adoptó nuevas reglas de conducta. Aún es preciso subrayar la idea más importante, que muchos racionalistas todavía no aceptan y que incluso tienden a tachar de superstición, a saber: que el hombre no sólo jamás inventó sus instituciones más útiles, como el lenguaje, la moral o el derecho, sino que aún hoy sigue sin comprender por qué tiene que mantenerlas inalteradas aunque no satisfagan sus instintos ni su razón. Los instrumentos básicos de la civilización —lenguaje, moral, derecho y dinero— son fruto de un desarrollo espontáneo y no de un proyecto intencional; el poder organizado se ha apoderado de los dos últimos y los ha corrompido totalmente.
Aunque la Izquierda siga aún inclinada a tachar estos esfuerzos de apologéticos, todavía puede ser una de las tareas más importantes de nuestra inteligencia descubrir el significado de unas reglas que jamás fueron (535) deliberadamente producidas, y cuya observancia permite construir órdenes mucho más complejos que los que podemos comprender. Ya he subrayado que el placer por el que el hombre se afana no es, desde luego, el fin de la evolución, sino simplemente la señal que en condiciones primitivas orientó al individuo a hacer lo que solía requerirse para la conservación del grupo, y que ya no es válido en las condiciones actuales. De ahí que las teorías constructivistas del utilitarismo, que derivan las reglas actualmente válidas del hecho de servir al placer individual, sean totalmente erróneas. Las reglas que el hombre contemporáneo ha aprendido a obedecer han hecho posible una inmensa proliferación de la raza humana. No estoy tan seguro de que ello haya aumentado también el placer de los distintos individuos.
La disciplina de la libertad
El hombre no se ha desarrollado en libertad. Como miembro de aquella pequeña tribu a la que tenía que pertenecer para sobrevivir, el hombre era todo menos libre. La libertad es una construcción de la civilización, que ha liberado al hombre de los obstáculos del pequeño grupo y de sus humores momentáneos, a los que incluso el jefe tenía que obedecer. Lo que hizo posible la libertad fue la gradual evolución de la disciplina de la civilización que es al mismo tiempo la disciplina de la libertad. Esta disciplina protege al hombre, mediante normas abstractas impersonales, de la violencia arbitraria de los demás, y permite a todo individuo tratar de construirse un dominio protegido en el que a ningún otro se le permite interferir y en el que puede emplear sus conocimientos para perseguir sus propios fines. Debemos nuestra libertad a las restricciones de la libertad. Locke escribía: «¿Quién puede ser libre cuando el capricho de otro hombre puede dominarle?» (Second Treatise, sec. 57).
El gran cambio que produjo un orden social cada vez más incomprensible para el hombre, y para cuyo mantenimiento era preciso someterse a normas aprendidas que a menudo eran contrarias a sus instintos innatos, fue la transición desde la sociedad «cara a cara», o al menos compuesta por grupos formados por miembros conocidos y reconocibles, a una sociedad abierta y abstracta, no ya unida por concretos fines comunes, sino únicamente por la obediencia a las mismas normas abstractas de comportamiento. Lo que el hombre consideró probablemente más difícil de comprender fue que los únicos valores comunes de una sociedad libre y abierta no eran objetos concretos que había que conseguir, sino tan sólo aquellas comunes normas de (536) comportamiento abstractas que aseguraban el mantenimiento constante de un orden igualmente abstracto que garantizaba a los individuos mejores perspectivas de alcanzar sus fines individuales, pero que no les daba derechos sobre cosas particulares.
El comportamiento necesario para la conservación de una pequeña banda de cazadores o recolectores de comida y el que presupone una sociedad abierta basada en el intercambio son muy distintos. Pero mientras la humanidad tuvo cientos de miles de años para adquirir e incorporar genéticamente las respuestas que necesitaba la primera, para que surgiera la segunda se precisaba que no sólo aprendiera a adquirir nuevas reglas, sino que algunas de estas nuevas normas sirvieran precisamente para reprimir reacciones instintivas incompatibles con la Gran Sociedad. Estas nuevas reglas no se aceptaban por la consciencia de que fueran más eficaces. Nosotros jamás proyectamos nuestro sistema económico. No éramos suficientemente inteligentes para hacerlo. Caímos en él, y nos condujo a alturas imprevisibles, dando origen a ambiciones que podrían llevarnos a destruirlo.