Comenté ya el libro de Santiago Castro Videla y Santiago Maqueda Fourcade, “Tratado de la regulación para el abastecimiento: estudio constitucional sobre los controles de precios y la producción”, publicado por la Editorial Ábaco de Rodolfo Depalma. No es solamente un libro sobre la Ley de Abastecimiento sino mucho más, es un libro sobre las regulaciones y, en particular, los controles de precios, desde una perspectiva filosófica, económica y jurídica. Ahora se plantean si es necesaria la regulación del abastecimiento, los precios y la producción. Su respuesta es que no:
«Desde una perspectiva económico-política, estos autores entienden que la regulación para el abastecimiento, al menos en su enorme mayoría, no es necesaria. La descentralización de toma de decisiones que implica el libre proceso de mercado –en la medida en que sea verdaderamente libre– es lo que garantiza la mejor economización de los recursos escasos y, por ende, la mayor satisfacción de las necesidades de los consumidores. Parafraseando a Frédéric Bastiat, cada día en la República Argentina hay más de 40 millones de personas que morirían de hambre e inanición si no se alimentasen con las provisiones de todo tipo que se ofrecen en el país; que perderían sus trabajos si no tuviesen los vehículos, transportes y combustibles necesarios para movilizarse; que no se informarían de nada de lo que ocurre en su ciudad y en el mundo si no pudiesen acceder diariamente a los distintos medios físicos y virtuales de información y comunicación que hoy existen; que no podrían vivir si no hubiera una infinidad de personas produciendo libremente y en su propio interés los bienes necesarios para ello . . ., y todo sin que deba existir un planificador central que fije los precios y dirija la producción de todas las actividades productivas del país. No es necesario que ningún funcionario estatal se encargue de planificar y ordenar cómo, dónde, cuándo y por quién sembrar y cosechar el trigo, moler la harina, llenar las heladeras y las góndolas de los supermercados, y que todo sea rentable para reincentivar su realización y beneficiar a los consumidores. Es la infinidad de las personas actuando individualmente en su propio interés, y al mismo tiempo espontáneamente organizadas, lo que logra eso que parece un milagro. Y cuando se quieren modificar dichas conductas coactivamente para hacerlas “más eficientes” o “más justas”, recurriendo para ello a la “regulación para el abastecimiento”, solo se logra distorsionar y obstaculizar ese proceso, provocando así aquello que se quería evitar.
Por eso, entendemos que no es necesaria una regulación para el abastecimiento, sino una desregulación o, mejor dicho, una liberación para el abastecimiento, fundamentalmente en aquellas actividades privadas libres que no fueron convertidas en servicio público mediante la publicatio. Y es que, sin perjuicio de admitir un rol necesario de los gobiernos locales para garantizar el acceso a ciertos bienes y servicios básicos en donde el mercado no llegue o para quienes no puedan participar de él, hay que liberar los precios, que cuando son libremente concertados constituyen el principal y más delicado indicador económico; liberar la energía productiva de la sociedad y la creatividad de los emprendedores; liberar la toma de decisiones de los consumidores sobre qué es lo que prefieren que se produzca en el país.
La regulación para el abastecimiento, cuando involucra actividades privadas libres no sujetas a publicatio, más que asegurar el abastecimiento, en el corto y largo plazo no hace más que desabastecer. Más aún, generalmente ha buscado, en realidad, atenuar o retrasar los efectos de las políticas inflacionarias o del establecimiento de monopolios legales sobre actividades comerciales. Ante la suba de precios ocasionadas por dichas políticas –en la primera, por la reducción del poder adquisitivo de la moneda; en la segunda, por el surgimiento de precios de monopolio ante las protecciones legales–, se fijan inicialmente controles de precios, que desincentivan la producción y aumentan el desabastecimiento. Ante ello, se avanza controlando los precios de otros productos y bienes de producción, y luego se controlan sus distintas etapas de producción. Ello conduce, tarde o temprano, pero inevitablemente, a una mayor desinversión, con la consecuente disminución en la producción de las actividades intervenidas y el subsiguiente encarecimiento de esos bienes. Y si tales políticas continúan pese a todo, llega el momento en que al gobierno no le queda más remedio que expropiar los bienes necesarios para satisfacer la producción y la demanda a los precios que estima “razonables”. La alternativa frente a la decisión de acentuar las restricciones es, en cambio, dejar sin efecto dichos controles; pero ello, al poner en evidencia las distorsiones generadas por las restricciones previas, tiene un costo político que cada vez es más alto y cuyo pago siempre se intenta postergar.
Lo peor de todo es que esa creciente limitación de las libertades económicas y los derechos de propiedad lleva también a la limitación de otras libertades civiles y políticas, por ser ello funcional para postergar el colapso económico. Como se ha destacado con acierto, el conjunto de derechos y libertades que garantiza la Constitución constituye un haz indivisible, por lo que la afectación de los derechos de propiedad y la libertad económica acarrea la de otros derechos civiles y políticos[1]. Aparecen así los regímenes cada vez más amplios de información y registro sobre datos privados; los controles de capitales; las restricciones cambiarias que en un contexto inflacionario impiden el ahorro, la inversión y la entrada y salida del país; las restricciones a la publicación de los precios y de los índices de precios al consumidor; las restricciones a la libertad de expresión; las restricciones a las garantías procesales para defenderse contra tales regulaciones; las restricciones a las libertades de asociación; e incluso las restricciones a la libertad física con penas de arresto o prisión ante los inevitables incumplimientos de tales regulaciones.
En suma, la intervención estatal en los precios y la producción se realiza siempre sobre una pendiente resbaladiza. Siempre se necesita una nueva restricción para paliar las distorsiones ocasionadas por la anterior, lo que supone una mayor intervención e intensifica los efectos negativos de las distorsiones previas. Por eso es que no es necesaria esta clase de regulación. Cuando existe una verdadera protección de los derechos de propiedad y las libertades económicas, en ausencia de privilegios y monopolios legales, no es necesaria la regulación para el abastecimiento, y su establecimiento genera los efectos contrarios a los buscados, socavando poco a poco, pero cada vez más intensamente, los derechos y libertades que garantiza la Constitución nacional.»
[1] Cfr. Sanz, Pablo, Regulación económica y sistema político positivo, Fundación Concordia, Buenos Aires, 1990, p. 72.