Hayek y las teorías evolutivas: el origen de las normas, entre el instinto y la razón

Con los alumnos de la materia Escuela Austriaca, en UCEMA, no acercamos a terminar el curso a toda orquesta, con el extraordinario primer capítulo del último libro de Hayek “La Fatal Arrogancia”. Ese capítulo, titulado “Entre el instinto y la razón”, consolida el vínculo entre los escoceses (Hume, Smith, Ferguson), las teorías evolutivas (Darwin) y la escuela austríaca (Menger, Böhm-Bawerk, Mises, Hayek y otros). Así comienza:

Hayek

“Como queda dicho, nuestra capacidad de aprender por imitación es uno de los logros más fundamentales del largo proceso de evolución de nuestros instintos. Tal vez la cualidad más importante del legado genético de cada individuo, aparte las respuestas innatas, sea la posibilidad de acceder a ciertas habilidades a través de la imitación y el aprendizaje. De ahí la importancia de precaverse, desde el primer momento, contra cualquier planteamiento proclive a lo que he denominado «la fatal arrogancia»: esa idea según la cual sólo por vía de la razón pueden alcanzarse esas nuevas habilidades. La realidad no puede ser más opuesta, pues también la razón es fruto de la evolución, al igual que nuestros esquemas morales, aunque con un distinto desarrollo evolutivo. No podemos, por tanto, instituir a la razón en árbitro supremo ni sostener que deben ser consideradas válidas tan sólo aquellas normas que logren superar la prueba de la razón.

Abordaremos luego más detalladamente todas estas cuestiones, por lo que en el presente contexto me limitaré a anticipar algunas conclusiones. Entiendo que el título «Entre el instinto y la razón» de este capítulo debe ser interpretado casi literalmente. En efecto, quisiera llamar la atención del lector sobre el hecho de que las cuestiones que ocupan nuestra atención deben quedar ciertamente situadas entre el instinto y la razón.

Por desgracia, la trascendencia de estos problemas suele ser minimizada por entenderse que sólo hay un espacio vacío entre uno y otro de los indicados dominios. La conclusión fundamental a la que, en mi opinión, deberá concederse especial atención es que esa evolución cultural que, según hemos señalado, desborda por completo al instinto –al que frecuentemente contradice– tampoco es, como más adelante veremos, fruto del ejercicio de la razón.

Mis opiniones al respecto, expuestas en anteriores trabajos (1952/79, 1973 1979), pueden resumirse como sigue. La capacidad de aprender es más el fundamento que el logro de nuestra razón de nuestro entendimiento. El hombre no viene al mundo dotado de sabiduría, racionalidad y bondad: es preciso enseñárselas, debe aprenderlas. No es la moral fruto de la razón, sino que fueron más bien esos procesos de interacción humana propiciadores del correspondiente ordenamiento moral los que facilitaron al hombre la paulatina aparición no sólo de la razón sino también de ese conjunto de facultades con las que solemos asociarla. El hombre devino inteligente porque dispuso previamente de ciertas tradiciones –que ciertamente hay que emplazar entre el instinto y la razón– a las que pudo ajustar su conducta. A su vez, ese conjunto de tradiciones no derivan de la capacidad humana de racionalizar la realidad, sino de los hábitos de respuesta. Más que ayudarle a prever, se limitan a orientarle en cuanto a lo que en determinadas situaciones reales debe o no debe hacer.

Todo ello hace que no podamos por menos de tener que sonreír al constatar cómo ciertos trabajos científicos sobre la evolución –algunos realizados por expertos de la mayor solvencia–, tras admitir que el orden existente es fruto de algún pretérito proceso ordenador de carácter espontáneo, conminan, sin embargo, a la humanidad a que, sobre la base de la razón –precisamente en momentos en los que las cosas se han vuelto tan complejas– asuma el control pleno del proceso en cuestión. Contribuye a nutrir tan ingenua pretensión ese equivocado enfoque que en anteriores ocasiones he denominado «racionalismo constructivista» (1973), enfoque que, pese a carecer de todo fundamento, tan decisiva influencia ha ejercido sobre el pensamiento científico contemporáneo, hasta el punto de quedar explícitamente recogido en el título de una obra ampliamente difundida de cierto famoso antropólogo de inclinación socialista. Man Makes Himself (v. Gordon Childe, 1936) –tal es el título de la obra de referencia–, se ha convertido de hecho en lema que ha inspirado a una amplia familia de socialistas (Heilbroner, 1970:106). Semejantes planteamientos se basan en la noción científicamente infundada –y hasta animística– según la cual en algún momento de la estructuración evolutiva de nuestra especie se instaló en nuestro organismo un ente llamado intelecto o alma, que, a partir de entonces se convirtió en rector de todo ulterior desarrollo cultural (cuando lo que en realidad sucedió fue que el ser humano fue adquiriendo poco a poco la capacidad de aprehender el funcionamiento de esquemas de elevada complejidad que le permitían reaccionar más eficazmente a los retos de su entorno). Ese supuesto, que postula que la evolución cultural es cronológicamente posterior a la biológica o genética, hace caso omiso de los aspectos más fundamentales de una evolución, a  lo largo de la cual nuestra capacidad racional fue adquiriendo su actual estructura. La idea de que la razón, fruto de ese proceso, pueda hoy determinar el curso de su propia evolución (por no aludir a las muchas otras capacidades que infundadamente le suelen ser también atribuidas) es inherentemente contradictoria y fácilmente refutable (véase, al respecto, los capítulos V y VI).

Es más inexacto suponer que el hombre racional crea y controla su evolución cultural que la suposición contraria de que la cultura y la evolución crean la razón. En cualquier caso, la idea de que, en determinado momento, surgió en la humanidad la posibilidad de establecer racionalmente el curso de su propio destino, desplazando así la incidencia de los procesos evolutivos, intenta simplemente sustituir una explicación científica por otra de carácter casi sobrenatural. La ciencia evidencia que no fue esa realidad psíquica que denominamos mente lo que originó la aparición del orden civilizado, y menos aún que, llegada a cierto grado de desarrollo, asumiera el control de su evolución futura. Lo que realmente sucedió fue que tanto la mente como la civilización alcanzaron simultáneamente su potencial actual. Eso que llamamos mente no es algo con lo que el individuo nace –como nace con un cerebro– ni algo que el cerebro produce, sino una dotación genética (p. ej. un cerebro con una estructura y un volumen determinados) que nos permite aprender de nuestra familia, y más tarde, en el entorno de los adultos, los resultados de una tradición que no se transmiten por vía genética. En este sentido, nuestra capacidad racional no consiste tanto en conocer el mundo y en interpretar las conquistas humanas, cuanto en ser capaces de controlar nuestros instintivos impulsos, logro que escapa a las posibilidades de la razón individual, puesto que sus efectos abarcan a todo el colectivo. Estructurada por el entorno en el que para cada sujeto transcurre la infancia y la pubertad, la mente va a su vez condicionando la preservación, desarrollo, riqueza y variedad de las tradiciones que otras mentes más tarde asimilarán. Al ser transmitidos en el contexto del entorno familiar, ese conjunto de hábitos queda sometido a la influencia de una pluralidad de condicionamientos morales a los que pueden ajustar su comportamiento quienes, ajenos a la colectividad en cuestión, se incorporan a ella más tarde. De ahí que pueda plantearse seriamente la cuestión de si alguien que no hubiese tenido la oportunidad de estar en contacto con algún modelo cultural habría podido acceder verdaderamente a la racionalidad.

Así como el instinto precedió a la costumbre y a  la tradición, así también estas últimas son anteriores a la  propia razón. Tanto desde el punto de vista lógico como desde el psicológico e histórico, la costumbre y la  tradición deben, pues, quedar ubicadas entre el instinto y la razón. No derivan de lo que solemos denominar «inconsciente»; no son fruto de la intuición, ni tampoco de la  aprehensión racional. Aunque en cierto modo se  basan en la experiencia –puesto que tomaron forma a lo largo de nuestra evolución cultural–, nada tienen que ver con algún comportamiento de tipo racional ni surgen porque se haya advertido conscientemente que los hechos evolucionaban de determinada manera. Aun cuando ajustemos nuestro comportamiento a los esquemas aprendidos, en innumerables ocasiones no sabemos por qué hacemos lo que hacemos. Las normas y usos aprendidos fueron progresivamente desplazando a nuestras instintivas predisposiciones, no porque los individuos llegaran a constatar racionalmente el carácter favorable de sus decisiones, sino porque fueron capaces de crear un orden de eficacia superior –hasta entonces por nadie imaginado– a cuyo amparo un mejor ensamblaje de los diversos comportamientos permitió finalmente –aun cuando ninguno de los actores lo advirtiera– potenciar la expansión demográfica del grupo en cuestión, en detrimento de los restantes.”

2 pensamientos en “Hayek y las teorías evolutivas: el origen de las normas, entre el instinto y la razón

  1. Resumen:
    El planteo de Hayek es, en esencia, que los esquemas de convivencia basados en los instintos gregarios, de solidaridad y altruismo esencialmente (genéticamente adquiridos, a lo largo de millones de años, de estadios primitivos de la humanidad), si bien sí son, aún hoy, (y fueron) apropiados para la coordinación de las actividades en los pequeños grupos, dado que en tales casos cabe establecer trato directo y hay confianza mutua, sumado a que suele prevalecer también cierta unanimidad respecto a los fines a alcanzar y los medios a emplearse, no son, sin embargo, apropiados para, ni de hecho capaces de lograr, la coordinación de las actividades en los grandes grupos. Cuando tratamos con grandes grupos de individuos, los cuales presentan diversidad de fines y medios deseados (por lo que, consecuentemente, surge la necesidad de adaptarse a lo desconocido), los esquemas normativos que se precisan para que pueda darse la coordinación de sus actividades, esto es, el establecimiento de un orden social extenso (como el orden moderno actual, la civilización), son aquellos basados en la tradición, el aprendizaje y la imitación, más que en el instinto o la razón, que se han ido plasmando por vía evolutiva (y siguen haciéndolo); tales normas no fueron apareciendo porque se fuese advirtiendo (racional, conscientemente) su conveniencia, sino porque prosperaron en mayor medida aquellos colectivos que, sometiéndose a ellas, lograron disponer de más eficaces esquemas de comportamiento. Tales normas reguladoras de la conducta humana (a las cuales Hayek identifica con la moral) consisten fundamentalmente en un conjunto de prohibiciones (del tipo “no se debe hacer tal cosa”) en virtud de las cuales quedan especificados los dominios privados de los distintos individuos (en definitiva, son las normas que hacen a una sociedad libre, o, lo que es lo mismo, el orden de mercado), lo cual posibilita el multiplicarse (demográficamente), el fructificar (toda la sociedad en su conjunto, por la “mano invisible”) y el integrarse con gentes “ajenas al grupo”; así, como se puede apreciar, las mismas (la moral) prohíben al hombre ceder ante los instintos innatos (la, mal llamada, “moral natural”) que mencionamos (lo cual explica porqué son en general tan resistidas, sumado al hecho de que no son un diseño consciente de la razón), y ello es justamente debido a que estos imposibilitan la constitución de un orden extenso (en tanto mantienen unidos a los pequeños grupos). Así, el haber podido sobreponer (aunque no sin resistencia), en lo que respecta a los grandes grupos, este orden (mental) basado en normas a aquel basado en instintos, es lo que le ha permitido al hombre ordenar (físicamente) su entorno de manera más favorable; no obstante, este “macrocosmos” (el orden extenso) está integrado, además de por individuos, por “microcosmos” (los ya mencionados órdenes de los pequeños grupos), por lo que las pautas de conducta que deben aplicar en estos últimos sí son las basadas en los instintos gregarios. De este modo, el hombre permanece inevitablemente en esa realidad dicotómica.
    Su última conclusión, para cerrar lo que hasta el momento venía exponiendo, es que el instinto precede a estas normas aprendidas, la moral (estas habrían ido desplazando a aquel, en tanto posibilitaba crear órdenes más eficaces), mientras que esta última, a su vez, precede a la razón (este conjunto de tradiciones aprendidas habría ido facilitando, de hecho, la paulatina aparición de la razón, la inteligencia, el entendimiento); así, la costumbre y la tradición deben, pues, quedar ubicadas “entre el instinto y la razón”.

    Novedoso/interesante:
    Lo expuesto en este artículo me fue totalmente novedoso (y positivamente), puesto que nunca había escuchado asociado a él ideas similares a las aquí expuestas. Justamente, una de las cuestiones sobre las que me resulta interesante pensar y sobre las que tengo interés en ahondar, que él aquí aborda, es el hecho de cómo surgen, y cómo “deberían” surgir (o cuáles serían, si es que se puede decir así, las “correctas” o “justas”), las normas que rigen una sociedad.
    Me pareció interesante el claro paralelismo que lo aquí expuesto tiene con, Hayek mismo señala, la idea de los órdenes espontáneos y, en particular, con la noción de “mano invisible” de Smith, así como también con su idea de “conocimiento disperso”: al poder enfocar nuestro esfuerzo, persiguiendo nuestro propio interés, en aquellas actividades que relativamente mejor se nos den y que el resto demande, estaremos haciendo un bien “no-intencionado” a los demás (y lo mismo aplica para todo el resto individualmente). De este modo, se hace posible alcanzar una pluralidad de fines, aprovechando cada uno lo mejor posible sus habilidades y su conocimiento circunstancial, cosa que no habría sido posible de haber estado uno sometido a criterios particulares, de grupo (y no individuales) sobre la importancia relativa de determinadas necesidades. Esto deja de relieve, en mi opinión, aquello que a lo largo de todo el escrito Hayek va resaltando, a saber, que el contenido de este conjunto de normas tradicionales que resultan imprescindibles para la constitución de un orden extenso supera siempre nuestra capacidad de percepción, comprensión y diseño; ergo, no son deducibles ni diseñables racionalmente (de aquí surge su crítica al racionalismo constructivista), sino que son el producto de aprendizaje evolutivo (no lineal o “determinístico”, sino con idas y venidas, prueba y error, y demás fricciones), “un ininterrumpido proceso de descubrimiento”.
    Resulta también interesante notar la interconexión que hay entre lo expuesto por él en “The use of knowledge in society”, “The meaning of competition” y aquí. Resalta que en una sociedad en que se respeten las normas tradicionales a que él alude, la competencia en el mercado posibilita el aprovechamiento del conocimiento disperso en la sociedad a través del sistema de precios, permitiendo así la formación de ese orden extenso al que alude.

    3 preguntas al autor:
    1) ¿Podría intentar derivarse praxeológicamente cuál debería de ser el contenido de tales normas, o ello sería caer en el racionalismo constructivista?
    2) ¿Qué críticas haría a aquellos autores que plantean un sistema ético universal (y no evolutivo), lo cual usted declara como inalcanzable (imposible)? (creo, aunque no estoy seguro, que Rothbard entraría en esta categoría, pero de todos modos la pregunta va dirigida a cualquier otro autor que lo haga)
    3) Si bien sí es cierto que uno no puede elaborar un sistema perfecto y universal de normas sociales a priori, ¿No podría uno, como usted mismo en cierta medida creo que hace, hacer cierto juicio retrospectivo de las normas que hoy están vigentes, resultantes del proceso evolutivo, e intentar discernir cuáles de ellas contribuyen y cuáles no al objetivo de permitir la coordinación de los grandes grupos? (entiendo que en cierta forma usted lo hace al aclarar repetidas veces a lo largo del artículo que tales normas son, esencialmente, las que defienden la libertad individual, aunque puede que esté malinterpretando su visión)

  2. En esta oportunidad, Hayek aborda un análisis sociológico sobre la evolución del ser humano en el capítulo titulado “Entre el instinto y la razón”. Para el autor, el orden en las diversas comunidades no surge de una actitud deliberada, sino que es fruto de esquemas normativos que han ido cambiando a lo largo de la historia por método de prueba y error. La humanidad accedió a la civilización porque fue capaz de elaborar y de transmitir esos imprescindibles esquemas normativos. El ser humano ha logrado desarrollar la capacidad de ordenar su entorno de manera más favorable porque previamente aprendió a ordenar los estímulos sensoriales que se activan con el mundo exterior. Por esto, la cooperación social sólo es posible gracias a que nuestro comportamiento se adapta al marco de instituciones y tradiciones que hemos recibido, facilitadas por la gran capacidad de aprendizaje que nos brinda la imitación, sin ser necesario saber todas las implicancias de por qué las cosas funcionan de determinada manera. Hayek opina que: “Aprender a comportarse es más la raíz que el resultado de nuestra intuición, razón o entendimiento. El hombre no viene al mundo dotado de sabiduría, racionalidad y bondad: es preciso enseñárselas, debe aprenderlas”.
    En contraposición al “racionalismo constructivista” que sostiene que las sociedades se pueden crear y modificar en función de programas racionales diseñados por algunas personas gracias al intelecto; Hayek sostiene que el progreso fue por el hecho de que el ser humano fue adquiriendo poco a poco la capacidad de aprender el funcionamiento de esquemas de elevada complejidad que le permitían reaccionar más eficazmente a los retos de su entorno. La mente no es algo con lo que el individuo nace ni algo que el cerebro produce, sino que es una dotación genética que permite la posibilidad de aprender.
    La moraleja es que la cultura y las tradiciones no derivan exclusivamente ni del instinto ni de la razón. Estas quedarían entremedio de ambas.

    INTERESANTE:
    En el texto Hayek menciona que la civilización es fruto de inesperados y graduales cambios en los esquemas morales, por ende el hombre no puede estableces ningún sistema ético que pueda gozar de validez universal. A raíz de esto se me ocurre pensar en el poder judicial o legislativo que imparten leyes y tratan de hacerlas cumplir cuando puede ser que mañana esas mismas leyes dejen de ser “correctas”. Por esta razón me genera dudas como una persona puede juzgar determinadas actitudes o acciones que tal vez en otro momento hayan sido correctas (o mañana incorrectas), basándose en esquemas morales que están en constante cambio. Sin mencionar que las leyes que se consideran beneficiosas tranquilamente el día de mañana podrían no serlo.
    Otro punto que me pareció interesante y un gran argumento en contra del racionalismo es la cuestión de si alguien que no hubiese tenido la oportunidad de estar en contacto con algún modelo cultural habría podido acceder verdaderamente a la racionalidad. Este vendría a ser el caso del hombre de la selva que es criado por monos. Este hombre no actúa acorde a su razón o intelecto ni se desenvuelve igual que al resto de los hombres; se parecerá más a un primate que a otra cosa. El porqué de esto viene dado de lo que dice Hayek de la capacidad de aprender y adoptar los esquemas normativos del entorno, sean los que fueren.

    PREGUNTAS:
    1) ¿Qué opina del término mano invisible? ¿Piensa que ha sido positivo o puede que la simpleza del mensaje haya dado a confusiones?
    2) ¿Cree posible que sociedades con esquemas normativos muy diferentes puedan convivir en paz?
    3) Algo que se menciona en el texto pero que no entendí del todo: ¿Marx está influenciado por el darwinismo social para desarrollar su teoría sobre el fin del capitalismo y la dictadura del proletariado?

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