¿Si en el estado de naturaleza no se pueden hacer contratos, cómo es que pueden hacer el contrato original?

Con los alumnos de la materia Public Choice vemos de Antony de Jasay, “La antinomia del contractualismo”, publicado en Libertas 23 (Octubre de 1995): ¿si en el estado de naturaleza las personas no podrían realizar contratos entre sí, cómo es que podrían realizar el contrato originario?

“Este juego, sumamente simplificado, se ajusta más o menos al esquema siguiente. Hay n jugadores: n-1 ciudadanos que son las partes contratantes y un estado creado por ellos en la etapa previa al juego para que haga cumplir sus contratos. Para abreviar, llamaremos a los primeros, Mandantes, y al segundo, Agente. En forma amplia digamos que los jugadores hacen elecciones estratégicas en cada uno de los nudos del “árbol del juego” y de acuerdo con ellas pasan al nudo siguiente. En el primer nudo, los Mandantes optan entre “transferir el poder” al Agente (entregándole sus armas y brindándole el acceso a sus otros recursos) o “retener el poder”. Las utilidades esperadas dependen del número de Mandantes que eligen hacer la “transferencia”. Si este número es suficiente y se le otorga fuerza al Agente, la opción de “retener” es ligeramente mejor, porque si bien los Mandantes que retienen poder recogen las mismas utilidades del cumplimiento forzoso en los nudos futuros del juego que los que han hecho transferencias, pueden resistir mejor la coacción ejercida contra ellos. Por otro lado, si no hay un número suficiente de mandantes que opten por transferir y el Agente carece de poder, la opción de “transferir” es ligeramente mejor, porque con esta estrategia en el mejor de los casos se confiere poder al Agente y, en consecuencia, se le otorga la capacidad de ejercer coacción en el futuro. Si no fuera así, porque el poder transferido es escaso, en el peor de los casos los Mandantes pueden recuperar, gracias a la debilidad del Agente, esa pequeña cuota de poder. Sobre la base de estos supuestos, resultará del primer nudo del árbol del juego una estrategia mixta mediante la cual algunos Mandantes transferirán poder y otros lo retendrán (o bien todos transferirán únicamente una pequeña proporción de su poder), otorgando al Agente fuerza suficiente pero dejando que todos los Mandantes, o algunos de ellos, conserven algunos medios de resistencia.(4) (No es necesario especificar cómo se logra retener el poder, pero parece haber un espectro de prácticas posibles, desde la posesión encubierta de armas hasta la evasión impositiva o, al menos, la “planificación de las contribuciones”.)

Tal como podría esperarse, en cada uno de los dilemas sociales derivados del principal, a saber, el del Agravio, el de los Bienes Públicos, el del Trabajo de Equipo, el de Defensa o el del Buen Samaritano se repite la misma paradoja. Leslie Green (1990, pp. 147-9) ilustra esto con un perspicaz enunciado del problema en relación con los bienes públicos. En lugar de ocuparse del cumplimiento de los contratos como precondición de la cooperación, y viceversa, trata de la autoridad como precondición de la capacidad de producir bienes públicos, y viceversa. La autoridad, que impone la obediencia que está por encima de los intereses personales, es un bien público (de orden superior). Debe surgir en primer lugar a partir de la anarquía, que es el estado de la sociedad en el cual la autoridad no existe. La anarquía puede generar bienes públicos o no. Si lo hace, la autoridad no es necesaria, y si no, nunca podría surgir en primer lugar. Green, cuyo razonamiento me parece plausible, continúa diciendo que es más probable, por ser menos dificultoso, que en la anarquía se produzcan lo que llama bienes públicos de primer orden en lugar de la autoridad que, supuestamente, es condición necesaria para superar el Dilema de los Bienes Públicos y para asegurar la producción de éstos. En consecuencia, no existe una salida contractual del estado de naturaleza: si el estado debe ser creado por un contrato, no puede serlo porque él constituye en sí mismo la condición necesaria para su creación.”

Si en estado de naturaleza no se pudieran hacer y cumplir contratos, ¿cómo podría haber contrato original?

De Antony de Jasay, “La antinomia del contractualismo”, publicado en Libertas 23 (Octubre de 1995): ¿si en el estado de naturaleza las personas no podrían realizar contratos entre sí, cómo es que podrían realizar el contrato originario?

“Este juego, sumamente simplificado, se ajusta más o menos al esquema siguiente. Hay n jugadores: n-1 ciudadanos que son las partes contratantes y un estado creado por ellos en la etapa previa al juego para que haga cumplir sus contratos. Para abreviar, llamaremos a los primeros, Mandantes, y al segundo, Agente. En forma amplia digamos que los jugadores hacen elecciones estratégicas en cada uno de los nudos del “árbol del juego” y de acuerdo con ellas pasan al nudo siguiente. En el primer nudo, los Mandantes optan entre “transferir el poder” al Agente (entregándole sus armas y brindándole el acceso a sus otros recursos) o “retener el poder”. Las utilidades esperadas dependen del número de Mandantes que eligen hacer la “transferencia”. Si este número es suficiente y se le otorga fuerza al Agente, la opción de “retener” es ligeramente mejor, porque si bien los Mandantes que retienen poder recogen las mismas utilidades del cumplimiento forzoso en los nudos futuros del juego que los que han hecho transferencias, pueden resistir mejor la coacción ejercida contra ellos. Por otro lado, si no hay un número suficiente de mandantes que opten por transferir y el Agente carece de poder, la opción de “transferir” es ligeramente mejor, porque con esta estrategia en el mejor de los casos se confiere poder al Agente y, en consecuencia, se le otorga la capacidad de ejercer coacción en el futuro. Si no fuera así, porque el poder transferido es escaso, en el peor de los casos los Mandantes pueden recuperar, gracias a la debilidad del Agente, esa pequeña cuota de poder. Sobre la base de estos supuestos, resultará del primer nudo del árbol del juego una estrategia mixta mediante la cual algunos Mandantes transferirán poder y otros lo retendrán (o bien todos transferirán únicamente una pequeña proporción de su poder), otorgando al Agente fuerza suficiente pero dejando que todos los Mandantes, o algunos de ellos, conserven algunos medios de resistencia.(4) (No es necesario especificar cómo se logra retener el poder, pero parece haber un espectro de prácticas posibles, desde la posesión encubierta de armas hasta la evasión impositiva o, al menos, la “planificación de las contribuciones”.)

Tal como podría esperarse, en cada uno de los dilemas sociales derivados del principal, a saber, el del Agravio, el de los Bienes Públicos, el del Trabajo de Equipo, el de Defensa o el del Buen Samaritano se repite la misma paradoja. Leslie Green (1990, pp. 147-9) ilustra esto con un perspicaz enunciado del problema en relación con los bienes públicos. En lugar de ocuparse del cumplimiento de los contratos como precondición de la cooperación, y viceversa, trata de la autoridad como precondición de la capacidad de producir bienes públicos, y viceversa. La autoridad, que impone la obediencia que está por encima de los intereses personales, es un bien público (de orden superior). Debe surgir en primer lugar a partir de la anarquía, que es el estado de la sociedad en el cual la autoridad no existe. La anarquía puede generar bienes públicos o no. Si lo hace, la autoridad no es necesaria, y si no, nunca podría surgir en primer lugar. Green, cuyo razonamiento me parece plausible, continúa diciendo que es más probable, por ser menos dificultoso, que en la anarquía se produzcan lo que llama bienes públicos de primer orden en lugar de la autoridad que, supuestamente, es condición necesaria para superar el Dilema de los Bienes Públicos y para asegurar la producción de éstos. En consecuencia, no existe una salida contractual del estado de naturaleza: si el estado debe ser creado por un contrato, no puede serlo porque él constituye en sí mismo la condición necesaria para su creación.”

¿Por qué hace falta un tercero (Estado) para que se cumplan los contratos, pero no para el contrato social?

De Antony de Jasay, “La antinomia del contractualismo”, publicado en Libertas 23 (Octubre de 1995): si los individuos son capaces de firmar y cumplir un contrato social, ¿Por qué no podrían cumplir los demás contratos sin necesidad de un tercero que vigile ese cumplimiento?

“El arquetipo, así como la fuente común, de cualquier dilema que parezca oponer la racionalidad individual a la colectiva es un dilema principal: el Dilema del Contrato, cuya única solución de equilibrio es el incumplimiento del contrato o “la ausencia de contrato”. Esto, bastante obvio en sí mismo, es a la vez un dilema del prisionero y una explicación de por qué todos los dilemas del prisionero auténticos y adecuadamente definidos que a cada uno de los actores les conviene transformar en juegos cooperativos están destinados a permanecer como lo que son, juegos no cooperativos.

Lo que ocurre en el Dilema del Contrato es que si después de un intercambio de promesas onerosas una de las partes cumple lo prometido, la actitud racional para la otra parte es quebrantar su promesa, puesto que ha obtenido los beneficios resultantes del cumplimiento de la primera y ya no puede derivarse ningún beneficio adicional de su propio cumplimiento. En realidad, puesto que su promesa ha sido onerosa, saldrá perdiendo si no la quebranta. Más aún, como esto es de público conocimiento y la primera de las partes sabe que su cumplimiento no será retribuido, no cumplirá su compromiso en primera instancia. Como esto también es de público conocimiento, sería inútil celebrar un contrato que ambas partes saben que no van a cumplir.

Las implicancias de todo esto son inquietantes. Si se considera el contrato desde el punto de vista del sentido común, una de las partes se compromete porque la otra lo ha hecho ya, cada una de ellas con la expectativa de que la otra cumpla su promesa. En realidad, la “teoría voluntaria” de los contratos dice que lo que crea un contrato obligatorio es la intención declarada de cada una de las partes de cumplir su compromiso, declaración en la cual confía la otra parte. En ausencia de cumplimiento, o si éste está en discusión, una de las partes puede tratar de buscar una solución recurriendo a una tercera parte; ésta puede ser un árbitro que deja en manos del demandante la ejecución de la sentencia, como en el antiguo derecho romano, o un árbitro-ejecutor, alguien que repara mecánicamente todo lo que está dañado. Pero no es él quien crea el contrato, sino las partes.

Sin embargo, la teoría del juego no cooperativo muestra que las partes racionales no tienen intención de cumplir y no lo harían incluso si hubieran intentado hacerlo en un contexto previo al del juego, y cualquier declaración que hagan en sentido contrario carece de pertinencia. Obviamente, ninguna de las partes confía en la promesa de la otra. No obstante, si existe un agente “programado” para hacer cumplir los compromisos, las intenciones dejan de ser pertinentes y lo que adquiere pertinencia son las declaraciones, porque si han sido formuladas de la manera adecuada el agente exigirá su cumplimiento o la reparación de las consecuencias de su incumplimiento. Es como si la existencia del agente, o más bien la expectativa de que éste actuará como si estuviera “programado”, hubiese transformado los gestos superfluos y los vanos intercambios de palabras en contratos efectivos.

Para comprender la resolución putativa del Dilema del Contrato es fundamental el hecho de que, mientras que en ciertas condiciones un agente ejecutor puede hacer que las partes pasen de un juego no cooperativo entre n personas a un juego (conflictivamente) cooperativo mediante la institución de compromisos obligatorios, la interacción entre el agente y cada una de las partes sigue siendo un juego no cooperativo entre dos personas. No hay nada que pruebe la posibilidad de un contrato obligatorio entre las partes y el agente ejecutor; no existe un meta-agente que pueda obligar a cumplir este contrato, y lo haga. Si lo hubiera, las partes tendrían que suscribir un meta-contrato forzoso con este meta-agente, a cuyo acatamiento las obligaría un super-meta-agente, y así sucesivamente. Un agente ejecutor como instrumento de las partes mandantes presupondría la existencia de una sucesión infinita de agentes ejecutores, cada uno de ellos superior al anterior.”

Diferencias entre Hobbes y Hume sobre el origen del estado y la necesidad de un contrato originario

De Antony de Jasay, “La antinomia del contractualismo”, publicado en Libertas 23 (Octubre de 1995): si los individuos son capaces de firmar y cumplir un contrato social, ¿Por qué no podrían cumplir los demás contratos sin necesidad de un tercero que vigile ese cumplimiento?

“Así, por doquiera se han construido puentes, se han abierto puertos, se han erigido terraplenes, se han formado canales, se han equipado flotas y se han disciplinado ejércitos; todo por obra del gobierno que, aunque constituido por hombres sujetos a todas las flaquezas propias de la condición humana, deviene, por una de las invenciones más admirables y sutiles que puedan imaginarse, una estructura exenta de todas esas flaquezas.” Por cierto, Hume, al concluir así el famoso pasaje del Treatise acerca de dos vecinos que se ponen de acuerdo para drenar una pradera (1740, 1978, p. 539), no trata de restar importancia a las bondades del gobierno ni descarta directamente la idea de que su invención podría haber estado inspirada (aunque la evidencia histórica demuestra que no fue así) por la expectativa de obtener beneficios y protección contra eventuales perjuicios mediante la sujeción a él. En su obra “Of the Original Contract” (1748, 1985) su interés no se centra realmente en aquello sobre lo cual pudo haber existido acuerdo o no, sino sobre lo que no fue objeto de acuerdo alguno (un ataque por el flanco al cual podría argumentarse que el contractualismo, con su razonamiento “como si”, no es vulnerable). Su consideración de qué es lo primero, si la posibilidad de concertar acuerdos o el estado como la entidad que los pone en vigor, constituye una embestida más central y más mortífera para la teoría del estado como el instrumento racional que los hombres deberían haber elegido.

Aquí es donde se separan los caminos de Hobbes y Hume. Este último afirma categóricamente que las grandes condiciones que hacen posible la civilización son anteriores al estado en lugar de ser interdependientes de él, y mucho menos creadas por él: “la estabilidad de la posesión, su transferencia mediante el consentimiento y el cumplimiento de las promesas […] anteceden, por lo tanto, al gobierno” (1740, 1948, p. 541). Hume no sugiere en modo alguno que la autoridad política, por más que sea una invención admirable y sutil, es lo que un hombre racional debería desear, so pena de dejar de ser racional si la rechazara. Por el contrario, no duda de que la obediencia al gobierno es el efecto, y no la causa, de la justicia, cuando la justicia se define como el debido cumplimiento de las promesas (p. 543). Pero, si la observancia de los acuerdos es anterior al estado, ¿cómo aparece la imperativa necesidad de la existencia de éste? Lo cual no es lo mismo que preguntarse cómo surgieron realmente los estados y por qué, cuando lo hicieron, se les prestó acatamiento.

Hume considera que, según lo demuestra la evidencia, el poder del estado es exógeno a la sociedad y surge “de las luchas entre los hombres que no pertenecen a la misma sociedad sino a sociedades diferentes” (op. cit., p. 540); se origina “en la usurpación o en la conquista” (Hume, 1748, 1985, p. 471), se lo acata por la fuerza del hábito y se lo refrena mediante la continuidad. No hay evidencia alguna de que sea endógeno ni de que constituya un elemento indispensable en cualquier sociedad viable. Si la hubiera o si fuera posible la prueba deductiva, la teoría del contrato social habría sido incontrovertible desde hace mucho tiempo, como un charco de agua estancada.

En realidad, no hay indicio alguno respecto de las ventajas para las cuales el estado es una condición necesaria. Si para los individuos racionales es más conveniente quebrantar las promesas onerosas que cumplirlas, podría deducirse que un orden social benigno requiere alguna forma de autoridad protoestatal. Pero la premisa del cumplimiento de las promesas no es una verdad conceptual inherente a la naturaleza de éstas ni está involucrada en la maximización de la utilidad que se anticipa o en otra forma de racionalidad tal vez menos exigente. Es contingente con los hechos concretos, y las inferencias que se derivan de esto pueden dejar de observarse, en términos generales, en los medios sociales de mayor predominio e importancia. Es un hecho empírico que el estado está dispuesto a hacer cumplir cierta clase de promesas onerosas (las “legales”). Por ende, no se plantea la cuestión del consentimiento “anárquico” y si, hipotéticamente, se planteara, no tendría respuesta. No es posible argumentar seriamente que el estado hace cumplir ciertas promesas porque si no lo hiciera serían quebrantadas, ya que sólo podemos especular acerca de lo que ocurriría si no existiera el estado (ni su recuerdo, como en algunas sociedades en las que ha fracasado recientemente, recuerdo que pervive en instituciones arruinadas, virtudes perdidas y hábitos sociales pervertidos). Si bien se observa una regularidad histórica -casi siempre a cada sociedad le corresponde un estado- sería caer en un abyecto funcionalismo creer que esto prueba algo acerca de la necesidad o de la eficiencia del vínculo que los une. Gran parte de los esfuerzos inductivos para reivindicar al estado como rasgo distintivo de la civilización se han basado en la fuerza de esta conjunción histórica. Son válidos en la medida en que lo es la inducción. A falta de un fundamento deductivo más preciso, se admite plenamente el paso dado por Hume en el sentido de otorgar legitimidad al estado sobre bases convencionales.

La teoría contractualista intenta encontrar una base de legitimidad que, si se la establece, será casi inexpugnable y no deberá hacer concesión alguna a la anuencia resignada, la convención irreflexiva y la fuerza del hábito; por ello, es muchísimo más ambiciosa. Se fundamenta en el hecho de que, puesto que se puede demostrar, utilizando criterios de racionalidad generalmente aceptados, que una sociedad posible dotada de un estado es preferible a otras sociedades posibles que carecen de él, es “como si” la sociedad-con-estado hubiese sido elegida por consenso racional unánime. Por supuesto que, si se sostiene este argumento, es indiferente que en realidad no haya sido elegida de este modo sino que los acontecimientos exógenos hayan hecho posible su aparición con el tiempo, sin necesidad de una elección previa.

Sostener esta argumentación tan audaz equivale a irse por una larga rama. En mi opinión, se ha intentado probar la resistencia de la rama de maneras inadecuadas, cargándola con diversos tipos de estados, a saber, un estado liberal, otro a la manera de Locke y aun uno reducido a su mínima expresión. Estas opciones presuponen la posibilidad de un acuerdo y, en consecuencia, hallan un conjunto plausible de términos sobre los cuales establecerlo. No obstante, presuponer la posibilidad equivale a dar por sentado que ya se ha superado la dura prueba de la lógica. Nuestro ensayo tiene como objetivo principal el de probar una vez más la resistencia de la rama sin ese presupuesto tácito.”

El dilema del contrato social, y de la teoría que busca explicar o justificar el origen del estado

Con los alumnos de la materia Public Choice, vemos un texto sobre la teoría del contrato social.

Al considerar la Teoría de los Juegos para analizar el Contrato Social, Anthony de Jasay (La Antinomia del Contractualismo, Libertas 23, Octubre de 1995) considera lo que llama el “dilema del contrato”. En síntesis, este se pregunta por qué alguien va a cumplir su parte del contrato si la otra parte ya lo ha hecho. Incluso si fueran contratos regulares, repetidos, aunque pudiera tener incentivos para cumplirlos para poder realizar los contratos siguientes, ¿por qué tendría incentivos para cumplir el último? ¿Y si alguien no va a cumplir el último, por qué la otra parte va a cumplir el ante-último, y así sucesivamente? Así analiza el tema en base a juegos repetidos:

De Jasay

“Supongamos que un viajero llega a un puerto exótico y lo engañan, le venden objetos falsificados y un mozo insolente le cobra un precio excesivo por la comida que le sirve. El viajero, a falta de otra manera de recuperar lo que es suyo, se va sin dejar propina. Cabe el interrogante de si lo habría hecho en el caso de que lo hubieran tratado mejor. De cualquier modo, él no prestará dinero a los nativos ni éstos le venderán mercaderías a crédito. Para todos, el contrato con él es un “último contrato”; no volverá nunca, y si lo hiciera algún día, no podría decir con quién ha tratado la primera vez; él sabe que es así, todos saben que lo sabe y si no lo supiera debería saberlo. Sin embargo, si actúa como si no lo supiera y participa en “últimos contratos” en los cuales a la otra parte no le interesa demasiado actuar correctamente, esto se debe a que al viajero no le importa tanto que el contrato sea correcto o a que no cuenta con información alguna ni puede obtenerla fácilmente, y la otra parte tiene poco que perder si la obtiene. De esto se deriva el Teorema del Viajero de Paso: uno de los que suscriben un “último contrato” es un viajero de paso y ninguna de las partes tiene mucho que arriesgar. A menos que se den ambas condiciones, es improbable que un contrato sea el “último” en el sentido que esta palabra tiene dentro de la teoría de los juegos.

Cuando las partes tienen la expectativa de un nuevo convenio o esperan tratar con alguien que a su vez haya tratado, o pueda hacerlo aún, con la otra parte, o esté vinculado a ella por lazos de parentesco, amistad, solidaridad o posible reciprocidad, o que tenga acceso a las mismas fuentes de información y se entere de las mismas murmuraciones locales y de las mismas noticias respecto de los negocios, cuando, en resumen, las partes viven en una sociedad real, es muy improbable que un contrato entre ellas funcione de acuerdo con la pura lógica de esa abstracción que es el “último contrato”. Ésta puede desempeñar un papel importante en la “gran sociedad” de Hayek, con su “orden extendido”, y en el “gran grupo” cuyos miembros, anónimos, actúan en forma aislada, sin que los demás sepan nada de ellos (aunque no resulta claro cómo podrían encontrar, en ese caso, alguien que quisiera tratar con ellos sin conocerlos). Rara vez puede darse entre personas que tienen nombres, viven en lugares determinados, se ganan la vida con ocupaciones particulares, tienen un pasado y aspiran a tener cierta clase de futuro.

Alguien que tiene un nombre, vive en un lugar, trabaja en algo y forma parte de la sociedad lo pensará dos veces antes de considerar las promesas recíprocas tal como el dilema del prisionero de una única jugada dice que debe hacerlo. Tendrá que reflexionar muy cuidadosamente sobre sus asuntos y atar todos los cabos sueltos antes de dejar de cumplir un contrato como si fuera el último en que va a intervenir. Al sentirse tentado, pensará en la famosa respuesta dada por Hobbes, e impropia de él, al “Tonto” bastante hobbesiano que piensa que la razón puede dictar el incumplimiento de una promesa y la contumacia: “Por lo tanto, el que quebrantare su Convenio, y consecuentemente declarare que a su juicio le asiste razón para hacerlo, no podrá ser recibido en sociedad alguna, cuyos miembros se unen en procura de la Paz y la Defensa, como no sea por error de quienes le recibieron; y cuando fuera recibido, no podrá ser retenido por ellos, sin que vean el peligro del error que han cometido” (Hobbes, 1651, 1985, p. 205).

 

Nunca hubo un ‘estado de naturaleza’, las normas de conducta existieron ya antes que el ser humano

Con los alumnos de Economía e Instituciones de OMMA Madrid, vemos el primer capítulo de El Foro y el Bazar. Aquí, sobre el origen de las nornas:

La convivencia pacífica en sociedad es posible porque seguimos ciertas normas, formales e informales, que nos permiten determinar cuál va a ser la conducta de los demás. En ausencia de ellas, la vida en sociedad sería difícil. El filósofo inglés Thomas Hobbes pensaba que se asemejaría al “estado de naturaleza” donde rigen la “ley de la selva” y el “sálvese quien pueda”.

No obstante, parece que nunca ha existido tal cosa como un “estado de naturaleza” donde el ser humano viviera sin normas pues éstas serían anteriores al hombre mismo. Y éste nunca vivió en un paraíso de independencia individual sino que siempre, desde su origen, formó parte de grupos. Los estudios antropológicos muestran que los derechos de propiedad existieron mucho antes que el desarrollo de la agricultura hace unos diez mil años, lapso que es tan sólo un breve momento en la historia del ser humano quien ha cazado y producido herramientas en pequeños grupos de familias o tribus por unos dos millones y medio de años. El origen del comercio se remonta a unos cien mil años atrás.

Nuestros esquemas de normas éticas habrían surgido, no como el fruto del uso de la razón, sino al compás con su desarrollo.[1] Ciertas visiones enfatizan la necesidad de un acto formal que de origen a la norma. Por ejemplo, Buchanan (2009, p. 26) plantea este ejemplo: Robin Hood y el Pequeño Juan se encuentran frente a frente en un puente donde solamente pasa uno de ellos. No habría ninguna regla “natural” que se pudiera invocar para quien sigue y quien se retira[2]. Sin embargo, esto es muy dudoso, a esa altura de la evolución es más que probable que existiera ya una norma que es generalmente reconocida como tal: la establecida por el propietario del puente, o por quien lo construyera, la del que llega primero al comienzo del puente, la del que viene del Norte, o de Sur, la del que va a la ciudad, o el que regresa, etc.

Las normas fueron desplazando a nuestras respuestas instintivas porque los individuos comenzaron a ver los resultados positivos que obtenían respetándolas. De la misma forma en que los animales comenzaron a desarrollar sus propios instintos de “posesión” o “territorio”, los seres humanos desarrollaron tempranas normas de propiedad, muy probablemente en relación a sus propios “territorios” o a sus herramientas y utensilios. Las bandas de cazadores no tenían desarrollado un concepto de propiedad sobre la tierra, pero sin duda respetaban distintos territorios y sabían muy bien de quién era cada herramienta y el derecho que tenía para usarla.[3]

[1] Dice Hayek (1990, p. 55):“La capacidad de aprender es más el fundamento que el logro de nuestra razón o de nuestro entendimiento. El hombre no viene al mundo dotado de sabiduría, racionalidad y bondad: es preciso enseñárselas, debe aprenderlas. No es la moral fruto de la razón, sino que fueron más bien esos procesos de interacción humana propiciadores del correspondiente ordenamiento moral los que facilitaron al hombre la paulatina aparición no sólo de la razón sino también de ese conjunto de facultades con las que solemos asociarla. El hombre devino inteligente porque dispuso previamente de ciertas tradiciones –que ciertamente hay que emplazar entre el instinto y la razón- a las que pudo ajustar su conducta. A su vez, ese conjunto de tradiciones no derivan de la capacidad humana de racionalizar la realidad, sino de hábitos de respuesta. Más que ayudarle a prever, se limitan a orientarle en cuanto a lo que en determinadas situaciones reales debe o no debe hacer.”

[2] Una vez que salimos de las actividades que son en gran medida (si no completamente) internas de las personas, estrictamente privadas en el sentido real de éste término, hay pocos límites ‘naturales’ que puedan lograr de manera convincente un acuerdo general”. “En ausencia de fronteras ‘naturales’ entre individuos en las actividades que puedan emprender, surge la necesidad de una estructura definitoria, una imputación entre personas, en sí misma, sea arbitraria”. (Buchanan 2009, p. 27).

[3] Comenta Vernon Smith (2004, p. 124): “La clave para entender nuestra vieja “propensión al trueque e intercambio” se encuentra, creo, en nuestra capacidad para la re­ciprocidad, que fue seleccionada evolucionariamente y que cons­tituye la base del intercambio social, mucho antes que hubiera co­mercio en el sentido económico convencional. Todos los humanos, en todas las culturas, intercambian favores. Aunque la forma en que se expresa culturalmente la reciprocidad es infinita­mente variable, desde un punto de vista funcional, la reciprocacidad es universal. Hacemos cosas beneficiosas para nuestros amigos e implícitamente esperamos que nuestros amigos hagan cosas bene­ficiosas para nosotros. Es más, esta condición define esencialmen­te la diferencia entre amigos y enemigos. Evitamos relacionarnos con aquellos que no reciprocan. Tú me invitas a comer y dos me­ses después yo te invito a comer. Te presto mi auto cuando el tu­yo está en el garage y luego tú me ofreces tus entradas para el fút­bol cuando estás de viaje. Las amistades no necesariamente están conscientes de “llevar cuentas” de sus reciprocidades mutuas y el hecho que estemos en una relación de intercambio es tan natural como inconsciente, por lo que, en la práctica, la damos por senta­da. Sin embargo, una vez que dos amigos toman conciencia de una asimetría en la reciprocidad, la amistad se ve amenazada. Más aún, a las personas que persistentemente tienen problemas en es­tablecer o mantener amistades se les califica de sociópatas subclí­nicos (personalidad antisocial), que no poseen la capacidad in­consciente y la intuición para la reciprocidad”.

 

El Contrato Social y los juegos repetidos: ¿por qué cumplir con las promesas y contratos?

Al considerar la Teoría de los Juegos para analizar el Contrato Social, Anthony de Jasay (La Antinomia del Contractualismo, Libertas 23, Octubre de 1995) considera lo que llama el “dilema del contrato”. En síntesis, este se pregunta por qué alguien va a cumplir su parte del contrato si la otra parte ya lo ha hecho. Incluso si fueran contratos regulares, repetidos, aunque pudiera tener incentivos para cumplirlos para poder realizar los contratos siguientes, ¿por qué tendría incentivos para cumplir el último? ¿Y si alguien no va a cumplir el último, por qué la otra parte va a cumplir el ante-último, y así sucesivamente? Así analiza el tema en base a juegos repetidos:

De Jasay

“Supongamos que un viajero llega a un puerto exótico y lo engañan, le venden objetos falsificados y un mozo insolente le cobra un precio excesivo por la comida que le sirve. El viajero, a falta de otra manera de recuperar lo que es suyo, se va sin dejar propina. Cabe el interrogante de si lo habría hecho en el caso de que lo hubieran tratado mejor. De cualquier modo, él no prestará dinero a los nativos ni éstos le venderán mercaderías a crédito. Para todos, el contrato con él es un “último contrato”; no volverá nunca, y si lo hiciera algún día, no podría decir con quién ha tratado la primera vez; él sabe que es así, todos saben que lo sabe y si no lo supiera debería saberlo. Sin embargo, si actúa como si no lo supiera y participa en “últimos contratos” en los cuales a la otra parte no le interesa demasiado actuar correctamente, esto se debe a que al viajero no le importa tanto que el contrato sea correcto o a que no cuenta con información alguna ni puede obtenerla fácilmente, y la otra parte tiene poco que perder si la obtiene. De esto se deriva el Teorema del Viajero de Paso: uno de los que suscriben un “último contrato” es un viajero de paso y ninguna de las partes tiene mucho que arriesgar. A menos que se den ambas condiciones, es improbable que un contrato sea el “último” en el sentido que esta palabra tiene dentro de la teoría de los juegos.

Cuando las partes tienen la expectativa de un nuevo convenio o esperan tratar con alguien que a su vez haya tratado, o pueda hacerlo aún, con la otra parte, o esté vinculado a ella por lazos de parentesco, amistad, solidaridad o posible reciprocidad, o que tenga acceso a las mismas fuentes de información y se entere de las mismas murmuraciones locales y de las mismas noticias respecto de los negocios, cuando, en resumen, las partes viven en una sociedad real, es muy improbable que un contrato entre ellas funcione de acuerdo con la pura lógica de esa abstracción que es el “último contrato”. Ésta puede desempeñar un papel importante en la “gran sociedad” de Hayek, con su “orden extendido”, y en el “gran grupo” cuyos miembros, anónimos, actúan en forma aislada, sin que los demás sepan nada de ellos (aunque no resulta claro cómo podrían encontrar, en ese caso, alguien que quisiera tratar con ellos sin conocerlos). Rara vez puede darse entre personas que tienen nombres, viven en lugares determinados, se ganan la vida con ocupaciones particulares, tienen un pasado y aspiran a tener cierta clase de futuro.

Alguien que tiene un nombre, vive en un lugar, trabaja en algo y forma parte de la sociedad lo pensará dos veces antes de considerar las promesas recíprocas tal como el dilema del prisionero de una única jugada dice que debe hacerlo. Tendrá que reflexionar muy cuidadosamente sobre sus asuntos y atar todos los cabos sueltos antes de dejar de cumplir un contrato como si fuera el último en que va a intervenir. Al sentirse tentado, pensará en la famosa respuesta dada por Hobbes, e impropia de él, al “Tonto” bastante hobbesiano que piensa que la razón puede dictar el incumplimiento de una promesa y la contumacia: “Por lo tanto, el que quebrantare su Convenio, y consecuentemente declarare que a su juicio le asiste razón para hacerlo, no podrá ser recibido en sociedad alguna, cuyos miembros se unen en procura de la Paz y la Defensa, como no sea por error de quienes le recibieron; y cuando fuera recibido, no podrá ser retenido por ellos, sin que vean el peligro del error que han cometido” (Hobbes, 1651, 1985, p. 205).