Milton Friedman: teoría y política monetaria, crítica al keynesianismo, más una fuerte defensa de la libertad de elección

Con los alumnos de Historia del Pensamiento Económico I, Ciencias Económicas, UBA, vemos un artículo de Antonio Argandoña sobre el pensamiento económico de Milton Friedman.

Es difícil seleccionar un texto de Friedman para la lectura ya que ha hecho aportes en muy distintas áreas, y tanto en áreas de desarrollo teórico, estadístico como también trabajos de divulgación (es muy conocido su libro “Libre para Elegir”, sobre el cual se hizo también una serie de TV que tuvo alto impacto.

A su llegada a la Universidad de Chicago se encuentra con los orígenes de lo que luego se llamaría una Escuela con ese nombre, en base a los aportes de Frank Knight, Henry Simons y Jacob Viner, sumándose en ese momento a los aportes de W. Allen Wallis, Aaron Director, Henry Schultz y luego George Stigler. Dictaba allí un curso sobre Teoría de los Precios y uno de sus aportes iniciales, y también de los más conocidos se refiere a su teoría del consumo y la renta permanente, donde contrapone la teoría keynesiana del consumo y su efecto multiplicador señalando que el consumo no es una función de la renta corriente de las familias sino de su renta permanente, es decir, tomando en cuenta las rentas futuras esperadas.

Los datos luego mostrarían que la propensión al consumo es menor a la esperada por la visión keynesiana, por lo que el efecto multiplicador también lo es.

Luego, sus principales aportes se relacionan con la teoría monetaria y con una revaluación de la teoría cuantitativa del dinero. La crítica keynesiana parecía haber noqueado a esta tradicional teoría, ya presente en forma primitiva en los escolásticos como Juan de Mariana, y luego en John Locke o David Hume. Según la versión keynesiana como la demanda de dinero no es estable, no se podría decir nada sobre los efectos de cambios en la cantidad de dinero y de allí que descartaran esta teoría.

Friedman realizó extensos estudios sobre la demanda de dinero mostrando su estabilidad, por lo que si ésta es una función estable, excesos de oferta de dinero impactan en las restantes variables y el dinero, entonces es una variable relevante con efectos sobre la renta real y los precios. Para Friedman, la inflación es únicamente un fenómeno monetario, con lo cual vuelve a una visión clásica sobre el tema. Y los efectos del aumento de la cantidad de dinero pueden afectar la producción en el corto plazo, pero no en el largo, por lo que el dinero es “neutro” en relación a la actividad económica.

De allí se deriva que los ciclos económicos tienen un origen monetario y la actividad económica fluctúa, con rezago. De allí se deriva su propuesta de política monetaria, planteando fijar el crecimiento de los agregados monetarios en un nivel que sea compatible con el crecimiento de la economía a largo plazo y abandonando la discrecionalidad de las autoridades monetarias. A la larga no hay una relación entre inflación y desempleo y la curva de Phillips termina siendo vertical, incrementos en la oferta de dinero impactan en los precios y no en la producción.

Si la política fiscal es poco eficaz para reducir el desempleo a largo plazo y la política monetaria tiene impacto en el corto plazo, pero no el largo, la recomendación para reducir el desempleo es la realizar reformas estructurales o institucionales, en particular, aquellas que afectan la inversión y el correcto funcionamiento del mercado de trabajo.

Milton Friedman fue también un crítico de los tipos de cambio fijos establecidos en Bretton Woods y partidario de la libre flotación. Sus propuestas de reforma llegaron hasta la educación, donde se convirtió en uno de los principales propulsores de las políticas de «vouchers».

Finalmente, Friedman fue un activo defensor del libre mercado. Respondió a la invitación de F. A. Hayek de participar en una reunión de pensadores liberales que dio como resultado la creación de la Mont Pelerin Society, en la cual estuvo muy involucrado hasta su muerte. Participaron de esta asociación, y participan aún,  buena parte de los principales pensadores de la llamada “Escuela de Chicago”.

Ahora que se aproxima otro vencimiento del Impuesto a las Ganancias, Alberdi sobre su carácter «extraordinario»

Con los alumnos de la UBA Derecho vemos a Alberdi en Sistema Económico y Rentístico, al considerar los ingresos del estado, y en particular, los impuestos. Para el autor, está claro que la Constitución establece que los impuestos directos son jurisdicción provincial, y que solamente podría haberlos a nivel nacional con carácter extraordinario. Pero como sucede con tantas cosas, lo extraordinario, en este país, se hizo ordinario y regular.

“La Constitución sólo las admite en el carácter de contribuciones extraordinarias. Tal es lo que resulta de los siguientes términos en que se expresa el inciso 2 del art. 64: «Corresponde al Congreso, dice él… imponer contribuciones directas por tiempo determinado y proporcionalmente iguales en todo el territorio de la Confederación, siempre que la defensa, seguridad común y bien general del Estado lo exijan». Estas palabras no dejan duda sobre el carácter extraordinario y excepcional de las contribuciones directas como recurso del gobierno de la Confederación.

Según eso, el uso ordinario de esa fuente de renta queda reservado a los tesoros de provincia para el sostén de sus gobiernos locales, siempre que el Congreso no eche mano de ella en casos extraordinarios.

La Constitución ha sido sensata en dar a un gobierno naciente, como el de la Confederación, el uso ordinario de la contribución más adecuada al estado de cosas de un país que principia la reorganización de su integridad nacional, interrumpida por largos años de aislamiento y de indisciplina.

La contribución indirecta es la más abundante en producto fiscal, como lo demuestra el de las aduanas, comparativamente superior al de todas las demás contribuciones juntas.

Es la más fácil, porque es imperceptible al contribuyente su pago, que casi siempre hace en el precio que da por los objetos que consume. Paga la contribución en el precio con que compra un placer y naturalmente la paga sin el disgusto que acompaña a toda erogación aislada. Esta calidad de la contribución indirecta es de mucho peso en países y en tiempos en que la autoridad empieza a establecerse, y necesita economizar todos los pretextos de descontento y de inobediencia.

Es la contribución más libre y voluntaria, porque cada uno es dueño de pagarla o no, según que quiera o no consumir el producto en cuyo precio la paga. Los Estados Unidos la admitieron sin reparo, al mismo tiempo que negaban al Parlamento británico el derecho de imponerles contribuciones sin su consentimiento. Es la contribución que prevalece en el sistema de rentas de Inglaterra, el país que mejor ha sabido conciliar los intereses de la libertad con los de la industria.

Es impersonal y, por lo tanto, más justa y menos vejatoria; gravita sobre el producto, sin atender a la persona de quien es.

Es la más cómoda, porque no exige las molestias de la repartición por provincias o estados de la publicidad, examen y pesquisas de libros y papeles, que requiere la contribución directa para calcular el valor de la renta sobre que debe imponerse, por la valoración del fondo que la produce. Es también la más cómoda, porque se paga poco a poco, a medida que se compran los objetos de consumo.

Es la más progresista, porque el legislador puede gravar a su elección los consumos más estériles, favoreciendo a los más útiles para el progreso y bienestar del país.

Bajo este aspecto la contribución indirecta en manos de un legislador que sabe pensar, es un instrumento de civilización y de grande influjo en la moral pública del país. Gravar fuertemente los consumos viciosos, es el medio de legislar en las costumbres sin comprometer la libertad. Desagravar los consumos elegantes, es embellecer la población. ¿Queréis que los Entrerrianos y Cordobeses vistan con más elegancia que los de Buenos Aires? Eximid de todo impuesto de aduana la introducción de ropa hecha en París y en Londres.

La contribución indirecta es la más igual en proporción, porque la paga cada uno en la medida de sus goces y consumos; la paga el extranjero lo mismo que el nacional.

Es la más segura, pues que descansa en el consumo, necesario a la existencia.

Síguese de lo que precede que las contribuciones de patentes, para el ejercicio de ciertas ventas, o el desempeño de ciertas industrias, la contribución territorial o catastro, la contribución sobre los capitales, el diezmo, contribución agrícola de la tierra, etc., etc., como pertenecientes a la clase de las contribuciones directas, son del resorte ordinario de las legislaturas provinciales, y sólo en casos urgentes puede el Congreso Nacional imponerlas.

La Constitución nacional argentina ha sido sabia en dejar a cada provincia el uso de la contribución directa, porque se necesita la estabilidad de los gobiernos locales ya reconocidos, para arrostrar el disgusto que suscita en el contribuyente, y el conocimiento personal de la fortuna de los que la pagan, que sólo puede tener el gobierno que está inmediato a ellos y a sus bienes, es decir, el gobierno de provincia. .- Se puede decir que la contribución directa, por todas sus condiciones normales, es esencialmente provincial.”

Samuelson y Coase sobre los faros, pero en realidad sobre un tema fundamental: la provisión de bienes públicos

Con los alumnos de la UBA Económicas, vemos a Samuelson y a Coase en un debate central. Es sobre los faros, pero en verdad sobre los bienes públicos y el papel del Estado.

En cuanto a la provisión de bienes públicos, la respuesta casi inmediata es que deben ser provistos por el Estado, ya que el mercado sería incapaz de hacerlo. El caso típico, presentado por distintos economistas, es el de un faro, en relación con el cual la imposibilidad de excluir a quien no pague, una vez que la luz es emitida, daría como resultado una conducta de free rider, que trataría  de evitar el pago, dado que es imposible evitar que vea la señal de todas formas. El ejemplo aparece en John Stuart Mill, Henry Sidgwick y Alfred C. Pigou, con ese mismo argumento de la “no exclusión”, y reaparece en Paul Samuelson con otro adicional, según el cual no tendría sentido excluir a los que no pagan, ya que no hay congestionamiento en el servicio; es decir, no hay ningún costo extra, si un barco más observa la señal del faro para guiarse. En este caso no solamente sería improbable que el sector privado proveyera los faros, sino que, de poder hacerlo, no sería conveniente, ya que cada barco desincentivado para navegar por dichas aguas debido al pago del peaje por los servicios del faro, representaría una pérdida económica social

Conocida es la respuesta de Coase (1974) a este ejemplo, después de estudiar la historia de los faros en Inglaterra y demostrando que durante varios siglos fueron financiados y administrados por los dueños de barcos y emprendedores privados. Durante varios siglos, en Gran Bretaña, los faros fueron construidos y mantenidos por Trinity House (Inglaterra y Gales), los Comisionados de Faros del Norte (Escocia) y los Comisionados de Faros en Irlanda, cuyo presupuesto provenía del Fondo General de Faros, formado a su vez por los cargos que pagaban los armadores de buques. Esto en cuanto se refiere a los faros que ayudaban a la navegación general, ya que los faros de tipo “local” eran financiados por los puertos, que recuperaban los gastos en que incurrían mediante los cargos que hacían a quienes los utilizaban.

Había pocos faros antes del siglo XVII. Trinity House era una institución que evolucionó desde un gremio de navegantes en la Edad Media, que en 1566 obtuvo el derecho a proveer y regular las ayudas a la navegación, que incluyen, además de los faros, boyas, balizas y otras marcas.

Coase (p. 360) sostiene que “a comienzos del siglo diecisiete, Trinity House estableció faros en Caister y Lowestoft. Pero no fue sino hasta fines de ese siglo que construyó otro. Entretanto la construcción de faros había sido realizada por individuos particulares. De 1610 a 1675 Trinity House no construyó ningún faro nuevo. Por lo menos diez fueron construidos por individuos particulares”. Trinity House se oponía a estas iniciativas privadas, pero los particulares evitaban el incumplimiento del control de tal organización obteniendo una patente de la Corona, que les permitía construir el faro y cobrar el peaje a los barcos que supuestamente se beneficiaban del mismo.

La intervención de la “Corona” y el cobro de un “peaje” parece indicar la participación estatal, por más que el faro fuera construido por algún particular. Es decir: se necesitaría el poder estatal para tener la posibilidad de cobrar peajes, en forma coercitiva, a los barcos que transitaran por tal ruta marítima. Pero no era este el caso. Coase subraya que el particular presentaba una petición de los armadores y operadores de buques sobre la necesidad del faro, el beneficio que obtendrían con él y su voluntad para pagar el peaje, por lo que se trataba de una operación voluntaria y el Estado participaba simplemente porque se había adueñado de la autoridad para erigirlos, ya que el acuerdo entre armadores y operadores y el particular se podría haber realizado de todas formas, sin seguir obligatoriamente ese camino, pues los primeros aceptaban voluntariamente el pago y no actuaban como free riders.

He aquí un tema importante, ya que, según la teoría de los bienes públicos de Mill/Sigdwick/Pigou/Samuelson, todos buscarían su beneficio inmediato, consistente en no tener que pagar dicho peaje, sabiendo que, una vez que el faro estuviera allí, no podrían excluirlos de su uso, y que, actuando todos de esa forma, el cobro del peaje y la provisión privada serían imposibles. Sin embargo, esto no ocurría; evidentemente había otros elementos que llevaban a una conducta diferente, entre los cuales podemos destacar dos: un sentido de cooperación entre los armadores, aunque fueran competidores entre sí, o que no se le diera importancia al hecho de que algunos pasarían por allí y recibirían el servicio gratuitamente.

Buscando algún ejemplo más cercano en el tiempo y el espacio, ya vimos que los residentes de Buenos Aires no tienen que ir más lejos del río junto al que se asienta su ciudad. Allí, en el canal por el que el río Luján desemboca en el Río de la Plata, hay una serie de boyas con la inscripción “UNEN” y una numeración. Esta sigla significa “Unión Nacional de Entidades Náuticas”, que reúne a los distintos clubes náuticos privados. La provisión de esta señalización proviene de aportes voluntarios privados, que realizan estos clubes, y en definitiva de las cuotas sociales que pagan sus socios. No parece que estos actúen como free riders e incluso, si algún barco pasa por allí y no pertenece a ninguno de esos clubes, ello no constituye impedimento para que los demás se organicen, y provean y mantengan este sistema de señales. Y no solo eso: los mismos clubes tienen en sus entradas sobre la costa balizas rojas y verdes, con el obvio fin de ayudar a sus socios en la maniobra de entrada y salida, pero brindando también un servicio gratuito a quienes pasan por allí. Nuevamente, la existencia de estos free riders no frena o limita la provisión de tales servicios.

¿Habría más señales de ese tipo, si pudiera cobrar a esos free riders? Depende de con qué se lo compare: si es con una supuesta condición ideal, parecería que sí, y en tal caso esa comparación daría como resultado una “falla” del mercado, pero Coase y Demsetz (en Cowen, pp. 107-120) denominan a esto “el enfoque Nirvana”: es decir, algo así como comparar las imperfecciones de este mundo con el ideal del Paraíso, dado que lo que corresponde es comparar arreglos institucionales alternativos; en este caso, esta provisión voluntaria privada, con una posible provisión estatal. En el caso de las boyas UNEN mencionadas, su misma existencia es una demostración del “fracaso de la provisión estatal”, ya que los clubes lo han hecho ante la inacción pública al respecto.

Comenta Coase una historia de notable espíritu emprendedor, relacionada con el famoso faro de Eddystone, erigido en un peñasco, a veinte kilómetros de Plymouth. El Almirantazgo británico recibió un pedido para construir un faro y Trinity House consideró que era imposible; pero en 1692 el emprendedor Walter Whitfield hizo un acuerdo con Trinity House, por el que se comprometía a construirlo y a compartir las ganancias. Nunca llegó a construirlo, pero sus derechos fueron transferidos a Henry Winstanley, que negoció un acuerdo mejor: recibiría todas las ganancias durante los primeros cinco años y luego los repartiría en partes iguales con Trinity House, durante otros cincuenta años. Construyó primero una torre y luego la reemplazó por otra, cuya conclusión tuvo lugar en 1699, pero una gran tormenta lo destruyó en 1703, cobrándose la vida de Winstanley y de algunos de sus trabajadores. Dice Coase (p. 364): “Si la construcción de faros hubiera quedado solamente en manos de hombres motivados por el interés público, Eddystone hubiera permanecido sin faro por largo tiempo. Pero la perspectiva de ganancias privadas asomó nuevamente su horrible cara”.

Otros dos emprendedores, Lovett y Rudyerd, decidieron construirlo de nuevo, y el acuerdo se pactó en mejores términos: una concesión por noventa y nueve años, con una renta anual de cien libras y el cien por cien de las ganancias para los constructores. El nuevo faro se completó en 1709 y operó hasta 1755, cuando fue destruido por un incendio. La concesión, que tenía todavía unos cincuenta años por delante, había pasado a otras manos y los nuevos propietarios decidieron construirlo nuevamente, para lo que contrataron al mejor ingeniero de esos tiempos, John Smeaton, que completó una nueva estructura de piedra en 1759, que se mantuvo operando hasta 1882, cuando fue reemplazado por una estructura nueva, elaborada por Trinity House.

Según Coase, un informe del Comité de faros de 1834 reporta la existencia de cuarenta y dos faros en manos de Trinity House, tres concesionados por ella a individuos, siete concesionados por la Corona a individuos particulares, cuatro en manos de propietarios según distintos permisos, un total de cincuenta y seis, de los cuales catorce estaban en manos privadas, amparados por distintos acuerdos de propiedad. Trinity House, recelosa de la competencia, y argumentando que bajo su égida los peajes serían más bajos, terminó consiguiendo el monopolio de los faros y todos quedaron bajo su órbita.

En una respuesta directa a Mill, Sidgwick, Pigou y Samuelson, Coase concluye: “… los economistas no deberían utilizar los faros como un ejemplo de servicio que puede ser provisto solamente por el Estado. Pero en este trabajo no se intenta resolver la cuestión de cómo debería organizarse y financiarse el servicio de faros. Eso deberá esperar estudios más detallados. Entretanto, los economistas que deseen señalar un servicio como mejor provisto por el Estado, deberían utilizar un ejemplo que tenga más fundamento” .