Con los alumnos de Economía e Instituciones de OMMA Madrid, vemos el primer capítulo de El Foro y el Bazar. Aquí, sobre el origen de las nornas:
La convivencia pacífica en sociedad es posible porque seguimos ciertas normas, formales e informales, que nos permiten determinar cuál va a ser la conducta de los demás. En ausencia de ellas, la vida en sociedad sería difícil. El filósofo inglés Thomas Hobbes pensaba que se asemejaría al “estado de naturaleza” donde rigen la “ley de la selva” y el “sálvese quien pueda”.
No obstante, parece que nunca ha existido tal cosa como un “estado de naturaleza” donde el ser humano viviera sin normas pues éstas serían anteriores al hombre mismo. Y éste nunca vivió en un paraíso de independencia individual sino que siempre, desde su origen, formó parte de grupos. Los estudios antropológicos muestran que los derechos de propiedad existieron mucho antes que el desarrollo de la agricultura hace unos diez mil años, lapso que es tan sólo un breve momento en la historia del ser humano quien ha cazado y producido herramientas en pequeños grupos de familias o tribus por unos dos millones y medio de años. El origen del comercio se remonta a unos cien mil años atrás.
Nuestros esquemas de normas éticas habrían surgido, no como el fruto del uso de la razón, sino al compás con su desarrollo.[1] Ciertas visiones enfatizan la necesidad de un acto formal que de origen a la norma. Por ejemplo, Buchanan (2009, p. 26) plantea este ejemplo: Robin Hood y el Pequeño Juan se encuentran frente a frente en un puente donde solamente pasa uno de ellos. No habría ninguna regla “natural” que se pudiera invocar para quien sigue y quien se retira[2]. Sin embargo, esto es muy dudoso, a esa altura de la evolución es más que probable que existiera ya una norma que es generalmente reconocida como tal: la establecida por el propietario del puente, o por quien lo construyera, la del que llega primero al comienzo del puente, la del que viene del Norte, o de Sur, la del que va a la ciudad, o el que regresa, etc.
Las normas fueron desplazando a nuestras respuestas instintivas porque los individuos comenzaron a ver los resultados positivos que obtenían respetándolas. De la misma forma en que los animales comenzaron a desarrollar sus propios instintos de “posesión” o “territorio”, los seres humanos desarrollaron tempranas normas de propiedad, muy probablemente en relación a sus propios “territorios” o a sus herramientas y utensilios. Las bandas de cazadores no tenían desarrollado un concepto de propiedad sobre la tierra, pero sin duda respetaban distintos territorios y sabían muy bien de quién era cada herramienta y el derecho que tenía para usarla.[3]
[1] Dice Hayek (1990, p. 55):“La capacidad de aprender es más el fundamento que el logro de nuestra razón o de nuestro entendimiento. El hombre no viene al mundo dotado de sabiduría, racionalidad y bondad: es preciso enseñárselas, debe aprenderlas. No es la moral fruto de la razón, sino que fueron más bien esos procesos de interacción humana propiciadores del correspondiente ordenamiento moral los que facilitaron al hombre la paulatina aparición no sólo de la razón sino también de ese conjunto de facultades con las que solemos asociarla. El hombre devino inteligente porque dispuso previamente de ciertas tradiciones –que ciertamente hay que emplazar entre el instinto y la razón- a las que pudo ajustar su conducta. A su vez, ese conjunto de tradiciones no derivan de la capacidad humana de racionalizar la realidad, sino de hábitos de respuesta. Más que ayudarle a prever, se limitan a orientarle en cuanto a lo que en determinadas situaciones reales debe o no debe hacer.”
[2] Una vez que salimos de las actividades que son en gran medida (si no completamente) internas de las personas, estrictamente privadas en el sentido real de éste término, hay pocos límites ‘naturales’ que puedan lograr de manera convincente un acuerdo general”. “En ausencia de fronteras ‘naturales’ entre individuos en las actividades que puedan emprender, surge la necesidad de una estructura definitoria, una imputación entre personas, en sí misma, sea arbitraria”. (Buchanan 2009, p. 27).
[3] Comenta Vernon Smith (2004, p. 124): “La clave para entender nuestra vieja “propensión al trueque e intercambio” se encuentra, creo, en nuestra capacidad para la reciprocidad, que fue seleccionada evolucionariamente y que constituye la base del intercambio social, mucho antes que hubiera comercio en el sentido económico convencional. Todos los humanos, en todas las culturas, intercambian favores. Aunque la forma en que se expresa culturalmente la reciprocidad es infinitamente variable, desde un punto de vista funcional, la reciprocacidad es universal. Hacemos cosas beneficiosas para nuestros amigos e implícitamente esperamos que nuestros amigos hagan cosas beneficiosas para nosotros. Es más, esta condición define esencialmente la diferencia entre amigos y enemigos. Evitamos relacionarnos con aquellos que no reciprocan. Tú me invitas a comer y dos meses después yo te invito a comer. Te presto mi auto cuando el tuyo está en el garage y luego tú me ofreces tus entradas para el fútbol cuando estás de viaje. Las amistades no necesariamente están conscientes de “llevar cuentas” de sus reciprocidades mutuas y el hecho que estemos en una relación de intercambio es tan natural como inconsciente, por lo que, en la práctica, la damos por sentada. Sin embargo, una vez que dos amigos toman conciencia de una asimetría en la reciprocidad, la amistad se ve amenazada. Más aún, a las personas que persistentemente tienen problemas en establecer o mantener amistades se les califica de sociópatas subclínicos (personalidad antisocial), que no poseen la capacidad inconsciente y la intuición para la reciprocidad”.