De Antony de Jasay, “La antinomia del contractualismo”, publicado en Libertas 23 (Octubre de 1995): si los individuos son capaces de firmar y cumplir un contrato social, ¿Por qué no podrían cumplir los demás contratos sin necesidad de un tercero que vigile ese cumplimiento?
“Así, por doquiera se han construido puentes, se han abierto puertos, se han erigido terraplenes, se han formado canales, se han equipado flotas y se han disciplinado ejércitos; todo por obra del gobierno que, aunque constituido por hombres sujetos a todas las flaquezas propias de la condición humana, deviene, por una de las invenciones más admirables y sutiles que puedan imaginarse, una estructura exenta de todas esas flaquezas.” Por cierto, Hume, al concluir así el famoso pasaje del Treatise acerca de dos vecinos que se ponen de acuerdo para drenar una pradera (1740, 1978, p. 539), no trata de restar importancia a las bondades del gobierno ni descarta directamente la idea de que su invención podría haber estado inspirada (aunque la evidencia histórica demuestra que no fue así) por la expectativa de obtener beneficios y protección contra eventuales perjuicios mediante la sujeción a él. En su obra “Of the Original Contract” (1748, 1985) su interés no se centra realmente en aquello sobre lo cual pudo haber existido acuerdo o no, sino sobre lo que no fue objeto de acuerdo alguno (un ataque por el flanco al cual podría argumentarse que el contractualismo, con su razonamiento “como si”, no es vulnerable). Su consideración de qué es lo primero, si la posibilidad de concertar acuerdos o el estado como la entidad que los pone en vigor, constituye una embestida más central y más mortífera para la teoría del estado como el instrumento racional que los hombres deberían haber elegido.
Aquí es donde se separan los caminos de Hobbes y Hume. Este último afirma categóricamente que las grandes condiciones que hacen posible la civilización son anteriores al estado en lugar de ser interdependientes de él, y mucho menos creadas por él: “la estabilidad de la posesión, su transferencia mediante el consentimiento y el cumplimiento de las promesas […] anteceden, por lo tanto, al gobierno” (1740, 1948, p. 541). Hume no sugiere en modo alguno que la autoridad política, por más que sea una invención admirable y sutil, es lo que un hombre racional debería desear, so pena de dejar de ser racional si la rechazara. Por el contrario, no duda de que la obediencia al gobierno es el efecto, y no la causa, de la justicia, cuando la justicia se define como el debido cumplimiento de las promesas (p. 543). Pero, si la observancia de los acuerdos es anterior al estado, ¿cómo aparece la imperativa necesidad de la existencia de éste? Lo cual no es lo mismo que preguntarse cómo surgieron realmente los estados y por qué, cuando lo hicieron, se les prestó acatamiento.
Hume considera que, según lo demuestra la evidencia, el poder del estado es exógeno a la sociedad y surge “de las luchas entre los hombres que no pertenecen a la misma sociedad sino a sociedades diferentes” (op. cit., p. 540); se origina “en la usurpación o en la conquista” (Hume, 1748, 1985, p. 471), se lo acata por la fuerza del hábito y se lo refrena mediante la continuidad. No hay evidencia alguna de que sea endógeno ni de que constituya un elemento indispensable en cualquier sociedad viable. Si la hubiera o si fuera posible la prueba deductiva, la teoría del contrato social habría sido incontrovertible desde hace mucho tiempo, como un charco de agua estancada.
En realidad, no hay indicio alguno respecto de las ventajas para las cuales el estado es una condición necesaria. Si para los individuos racionales es más conveniente quebrantar las promesas onerosas que cumplirlas, podría deducirse que un orden social benigno requiere alguna forma de autoridad protoestatal. Pero la premisa del cumplimiento de las promesas no es una verdad conceptual inherente a la naturaleza de éstas ni está involucrada en la maximización de la utilidad que se anticipa o en otra forma de racionalidad tal vez menos exigente. Es contingente con los hechos concretos, y las inferencias que se derivan de esto pueden dejar de observarse, en términos generales, en los medios sociales de mayor predominio e importancia. Es un hecho empírico que el estado está dispuesto a hacer cumplir cierta clase de promesas onerosas (las “legales”). Por ende, no se plantea la cuestión del consentimiento “anárquico” y si, hipotéticamente, se planteara, no tendría respuesta. No es posible argumentar seriamente que el estado hace cumplir ciertas promesas porque si no lo hiciera serían quebrantadas, ya que sólo podemos especular acerca de lo que ocurriría si no existiera el estado (ni su recuerdo, como en algunas sociedades en las que ha fracasado recientemente, recuerdo que pervive en instituciones arruinadas, virtudes perdidas y hábitos sociales pervertidos). Si bien se observa una regularidad histórica -casi siempre a cada sociedad le corresponde un estado- sería caer en un abyecto funcionalismo creer que esto prueba algo acerca de la necesidad o de la eficiencia del vínculo que los une. Gran parte de los esfuerzos inductivos para reivindicar al estado como rasgo distintivo de la civilización se han basado en la fuerza de esta conjunción histórica. Son válidos en la medida en que lo es la inducción. A falta de un fundamento deductivo más preciso, se admite plenamente el paso dado por Hume en el sentido de otorgar legitimidad al estado sobre bases convencionales.
La teoría contractualista intenta encontrar una base de legitimidad que, si se la establece, será casi inexpugnable y no deberá hacer concesión alguna a la anuencia resignada, la convención irreflexiva y la fuerza del hábito; por ello, es muchísimo más ambiciosa. Se fundamenta en el hecho de que, puesto que se puede demostrar, utilizando criterios de racionalidad generalmente aceptados, que una sociedad posible dotada de un estado es preferible a otras sociedades posibles que carecen de él, es “como si” la sociedad-con-estado hubiese sido elegida por consenso racional unánime. Por supuesto que, si se sostiene este argumento, es indiferente que en realidad no haya sido elegida de este modo sino que los acontecimientos exógenos hayan hecho posible su aparición con el tiempo, sin necesidad de una elección previa.
Sostener esta argumentación tan audaz equivale a irse por una larga rama. En mi opinión, se ha intentado probar la resistencia de la rama de maneras inadecuadas, cargándola con diversos tipos de estados, a saber, un estado liberal, otro a la manera de Locke y aun uno reducido a su mínima expresión. Estas opciones presuponen la posibilidad de un acuerdo y, en consecuencia, hallan un conjunto plausible de términos sobre los cuales establecerlo. No obstante, presuponer la posibilidad equivale a dar por sentado que ya se ha superado la dura prueba de la lógica. Nuestro ensayo tiene como objetivo principal el de probar una vez más la resistencia de la rama sin ese presupuesto tácito.”