Las dos páginas más memorables de la economía: Adam Smith sobre el interés propio, la mano invisible y el conocimiento disperso

Con los alumnos de UCEMA vemos a Adam Smith y su famoso texto “La Riqueza de las Naciones”: Smith, Adam (1776), An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations, Book IV, Chapter 1 y 2, “On the Principle of the Commercial or Mercantile System” y “Of Restraints upon the Importation from Foreign Countries of such Goods as can be Produced at Home”. Disponible en: http://www.econlib.org/library/Smith/smWN12.html#B.IV;  http://www.econlib.org/library/Smith/smWN13.html#firstpage-bar

AdamSmith

Si tuviera que elegir las dos páginas más memorables y relevantes que se hayan escrito en toda la historia del pensamiento económico creo que elegiría las del Libro IV, Capítulo II.

Hay tantas cosas en esas páginas que tal vez ningún otro texto haya podido aportar tantos temas como los que allí aparecen en algunos pocos párrafos. Para empezar, la famosa frase sobre la “mano invisible”, explicando que existe allí un “orden espontáneo” que lleva a que las acciones individuales motivadas aunque sea por el interés personal, terminan contribuyendo a un fin que no era parte de su intención. Persiguiendo su propio interés (que puede incluir la preocupación por el bienestar de otros), promueve más el bien de la sociedad que si se lo hubiera propuesto. Ya con eso sólo, por supuesto, ha pasado a la historia.

El tema va más allá que una mera metáfora sobre una “mano invisible”. Carlos Rodriguez Braun señala con muy buen criterio que en verdad es engañosa porque no hay allí ninguna mano, ni siquiera invisible, sino que son los incentivos de cada uno por los que para obtener lo que queremos tenemos que ofrecer a los demás algo que ellos necesiten y valoren. Pero es la magia de que allí, en el mercado, se ordenan las acciones de todos de una forma que termina beneficiándonos como no lo podríamos hacer si actuáramos con esa intención (por ejemplo, planificando la economía hacia un supuesto bienestar general).

Esta es una de las contribuciones más importantes que se hayan realizado a las ciencias sociales: la existencia de ciertos órdenes espontáneos donde las partes componentes se acomodan a sí mismas y no hay nadie que las acomode en un cierto lugar. Esos órdenes espontáneos incluyen además de los mercados, al lenguaje, la moral, la moneda y otros.

En el párrafo siguiente plantea la cuestión del conocimiento local, algo que luego Hayek profundizaría en su artículo “El uso del conocimiento en la sociedad”. Allí dice, precisamente, que cada individuo “en su situación local” juzgará mucho mejor cómo invertir su capital que cualquier “político o legislador”.

“El político que se asignara esa tarea no solamente se estaría cargando a sí mismo con algo innecesario y cuya decisión no podría confiarse …, sino que además sería muy arriesgado otorgar esa decisión a alguno que fuera tan loco o presuntuoso que pensara que puede tomarla.”

“Si podemos proveernos algo de afuera más barato pagando con el producto de nuestra propia actividad, sería ridículo no hacerlo. El trabajo no se aplica a la mejor ventaja cuando se dirige a algo que es más barato comprarlo que producirlo.”

La idea de que la lógica de la familia no es distinta de la lógica del “reino” es fundamental, sobre todo en estos tiempos donde aplicamos un razonamiento y un accionar a nivel individual pero se nos dice que a nivel agregado es todo lo contrario.

En fin, el capítulo da para más, pero tan solo estas dos páginas traen todos estos temas. Con uno sólo de ellos hubiera sido suficiente como para hacer historia. Es como un álbum de música que pone cuatro o cinco temas en el número uno. Si hay algún caso de esos, ya está en la historia grande.

Mises sobre el cálculo económico, los intercambios monetarios y los precios en el mercado.

Con los alumnos de la materia Ética de la Libertad, de la UFM, vemos a Ludwig von Mises, en su tratado Acción Humana, sobre la teoría de los precios y su importancia”

“La formulación de la ciencia económica por razones heurísticas dependió hasta tal punto de la posibilidad del cálculo que los antiguos economistas no llegaron a advertir los decisivos problemas que el propio cálculo económico implicaba. Propendían a considerar el cálculo como una cosa natural; no advertían que en modo alguno se trata de realidad dada, siendo por el contrario resultancia de una serie de más elementales fenómenos que conviene distinguir. No lograron, desde luego, desentrañar la esencia del mismo. Creyeron constituía categoría que, invariablemente, concurría en la acción humana, sin advertir que es categoría sólo inherente a la acción practicada bajo específicas condiciones. Sabían, evidentemente, que el cambio interpersonal y, por tanto, el intercambio de mercado, basado en el uso de la moneda, medio común de intercambio, y en los precios, eran fenómenos típicos y exclusivos de cierta organización económica de la sociedad, que no se dio entre las civilizaciones primitivas y que aún es posible desaparezca en la futura evolución histórica No llegaron, sin embargo, a percatarse de que sólo a través de los precios monetarios es posible el cálculo económico. De ahí que la mayor parte de sus trabajos resulten hoy en día poco aprovechables. Aun los escritos de los más eminentes economistas adolecen, en cierto grado, de esas imperfecciones engendradas por su errónea visión del cálculo económico.

La moderna teoría del valor y de los precios nos permite advertir cómo la personal elección de cada uno, es decir, el que se prefieran ciertas cosas y se rechacen otras, estructura los precios de mercado en el mundo del cambio interpersonal. Estas impresionantes teorías modernas, en ciertos aspectos de detalle, no son del todo satisfactorias y, además, un léxico imperfecto viene a veces a desfigurar su contenido. Ahora bien, en esencia, resultan irrefutables. La labor de completarlas y mejorarlas, en aquellos aspectos que precisan de enmienda, debe consistir en lógica reestructuración del pensamiento básico de sus autores, nunca en la simple recusación de tan fecundos hallazgos.

Para llegar a reducir los complejos fenómenos de mercado a la universal y simple categoría de preferir a a b, la teoría elemental del valor y de los precios se ve obligada a recurrir a ciertas imaginarias construcciones. Las construcciones imaginarias, sin correspondencia alguna en el  mundo de la realidad, constituyen indispensables herramientas del pensar. Ninguna otra sistemática permítenos comprender tan perfectamente la realidad. Ahora bien, una de las  cuestiones de mayor trascendencia científica estriba en saber eludir los errores en que se puede incidir cuando dichos modelos manéjanse de modo imprudente.

La teoría primera del valor y de los precios, además de a otros modelos que más adelante serán examinados \ recurre a aquel que supone la existencia de un mercado en el que sólo habría cambio directo. En tal planteamiento, el dinero no existe; unos bienes y servicios son trocados por otros bienes y servicios.

Tal modelo, sin embargo, resulta inevitable, pues para advertir que en definitiva son siempre cosas del orden primero las que se intercambian por otras de igual índole, conviene excluir del análisis el dinero —mero instrumento del cambio interpersonal— con su pura función intermediaria. Sin embargo, como decíamos, es preciso guardarse de los errores en que cabe fácilmente incidir al manejar el modelo de referencia.”

Una visión particular. Henry Hazlitt se diferencia del utilitarismo tradicional. La búsqueda de la felicidad en la cooperación social

Con los alumnos de la materia Ética de la Libertad, de la UFM, vemos a Henry Hazlitt definir una posición particular en este ámbito. Esto es, no es deontológico, ni randiano, ni utilitarista benthamista; más bien plantea como fin la búsqueda de la felicidad pero en el marco de la cooperación social. No es lo mismo que “la mayor felicidad para el mayor número” que puede terminar justificando todo tipo de políticas basadas en supuestos cálculos de costos y beneficios. Aquí sus palabras introductorias en el libro Los Fundamentos de la Moral:

El objetivo último de la conducta de cada uno de nosotros, en cuanto individuos, es maximizar la propia felicidad y el propio bienestar. Por tanto el esfuerzo que cada uno de nosotros realice, como miembro de la sociedad, debe concretarse en inducir y persuadir a todos los demás para que actúen, a fin de maximizar la felicidad y el bienestar duraderos de la sociedad en conjunto, y hasta, si fuera necesario, impedir por la fuerza que alguien actúe en sentido contrario, pues la felicidad y el bienestar de cada uno se promueven observando la misma conducta con la que se promueven la felicidad y el bienestar de todos. A la inversa: la felicidad y el bienestar de todos se promueven observando la conducta con la cual se promueven la felicidad y el bienestar de cada uno. En el largo plazo, los objetivos del individuo y de la «sociedad» (considerada esta palabra como el nombre que cada uno de nosotros damos al conjunto de todos los individuos) se unen y tienden a coincidir.

Podemos formular esta conclusión de otra forma: el objetivo de cada uno de nosotros es maximizar la propia satisfacción; y cada uno de nosotros reconocemos que la propia satisfacción puede maximizarse mejor cooperando con otros y contando con la cooperación de ellos. Por consiguiente, la sociedad misma puede definirse como la combinación de los individuos en un esfuerzo cooperativo.[33] Si tenemos presente esto, no hay ningún mal en decir que, así como el objetivo de cada uno de nosotros es maximizar su propia satisfacción, el de la «sociedad» es maximizar la satisfacción de cada uno de sus miembros; o, si esto no puede lograrse completamente, tratar de reconciliar y armonizar tantos deseos como sea posible y minimizar la insatisfacción o maximizar la satisfacción de tantas personas como sea posible en el largo plazo.

Así, en nuestro objetivo se prevé continuamente tanto el estado presente de bienestar como el estado futuro de bienestar; la maximización tanto de la satisfacción presente como de la satisfacción futura.

Pero esta formulación del objetivo último nos hace avanzar solo un poquito hacia un sistema de ética.

  1. El camino hacia el objetivo

Fue un error de la mayoría de los utilitaristas más antiguos, así como de los primeros moralistas, suponer que, si ellos pudieran encontrar y definir alguna vez el objetivo último de la conducta, el gran summum bonum, su misión estaría consumada. Parecían así caballeros medievales, dedicando todos sus esfuerzos a la búsqueda del Santo Grial y suponiendo que, una vez encontrado, su tarea habría concluido.

Sin embargo, incluso suponiendo que hemos encontrado, o hemos tenido éxito en enunciarlo, el objetivo «último» de la conducta, no tenemos más acabada nuestra tarea que si hubiéramos decidido ir a Tierra Santa. Debemos saber la manera de llegar allí. Debemos conocer los medios y la forma de obtenerlos.

¿Por qué medios vamos a lograr el objetivo de nuestra conducta? ¿Cómo sabremos con qué conducta tendremos la mayor probabilidad de conseguir este objetivo?

El gran problema de la ética es que no hay dos personas que encuentren su felicidad o satisfacción exactamente en las mismas cosas. Cada uno de nosotros tiene su propio conjunto peculiar de deseos, sus propias valoraciones particulares, sus propios fines intermedios. La unanimidad en los juicios de valor no existe y probablemente nunca existirá.

Esto parece constituir un dilema, un callejón sin salida lógica, del que los escritores éticos más antiguos lucharon para escapar. Muchos de ellos pensaron que habían encontrado la salida en la doctrina de que los objetivos últimos y las reglas éticas eran conocidos por «intuición». Cuando surgía el desacuerdo sobre estos objetivos o reglas, trataban de superarlo consultando sus propias conciencias individuales y guiándose por sus propias intuiciones privadas. Esta no era una buena salida. Sin embargo, hay un camino para escapar.

El camino radica en la cooperación social. Para cada uno de nosotros, la cooperación social es el gran medio con el que alcanzar casi todos nuestros fines. Por supuesto, la cooperación social no es para cada uno de nosotros el fin último, sino un medio. Este planteamiento tiene la gran ventaja de que no se requiere ninguna unanimidad en cuanto a los juicios de valor para hacerla funcionar.[34] Pero es un medio tan central, tan universal, tan indispensable para la realización prácticamente de todos nuestros otros fines, que hay poco daño en considerarla como un fin en sí misma, e incluso en tratarla como si fuera el objetivo de la ética. De hecho, precisamente porque ninguno de nosotros sabe exactamente lo que proporcionaría la mayor satisfacción o felicidad a otros, la mejor prueba de nuestras acciones o reglas de acción es el grado hasta el que con ellas se promueven una cooperación social que permite mejor a cada uno de nosotros perseguir nuestros propios fines.

Sin la cooperación social, el hombre moderno no podría haber conseguido la más mínima fracción de los fines y satisfacciones que con ella ha conseguido. La misma subsistencia de la inmensa mayoría de nosotros depende de ella. No podemos tratar la subsistencia como despreciablemente material e indigna de nuestra atención moral. Mises nos lo recuerda: «Incluso los fines más sublimes no pueden ser buscados por gente que no haya satisfecho primero las necesidades de su cuerpo animal».[35] Philip Wicksteed lo ha dicho más concretamente: «Un hombre no puede ser ni santo, ni amante, ni poeta, a menos que haya tenido algo que comer».”

Parece fácil pero no lo es: ¿Cómo definir «egoísmo» y «altruismo»?. Henry Hazlitt se propone hacerlo.

Con los alumnos de la materia Ética de la Libertad, de la UFM, vemos a Henry Hazlitt en su libro Los Fundamentos de la Moral, donde trata del egoísmo y del altruismo. Algunos párrafos:

Los dos temas principales en torno a los que los filósofos morales han estado más profundamente divididos, desde tiempos muy remotos, son hedonismo o no hedonismo (algún objetivo supuestamente más amplio o «más alto»), y egoísmo o altruismo. Estos dos asuntos se traslapan tanto que a menudo se confunden uno con otro. Un traslape mucho mayor, casi al punto de alcanzar la identidad, existe entre el tema del capítulo presente, las apropiadas relaciones entre egoísmo y altruismo, y el del capítulo anterior, relaciones entre prudencia y benevolencia. De hecho, prudencia y egoísmo, por una parte, y benevolencia y altruismo, por otra, pueden parecer a muchos términos casi sinónimos. En cualquier caso, el asunto invita a exploración adicional y en los términos tradicionales de egoísmo y altruismo se enfatizarán aspectos diferentes de los que hemos considerado ya.

La diferencia entre egoísmo y altruismo rara vez ha sido tan amplia o profunda como generalmente se supone. Distingamos, en primer lugar, entre teoría psicológica y teoría ética. Ha habido muchos filósofos morales (cuyo arquetipo es Hobbes) que han sostenido que los hombres son necesariamente egoístas y nunca actúan si no es de acuerdo con su interés propio (verdadero o imaginado). Estos son los egoístas psicológicos. Ellos sostienen que cuando los hombres parecen actuar desinteresada o altruistamente, la apariencia es engañosa o un fraude hipócrita: simplemente están promoviendo sus intereses egoístas. Pero hay muy pocos egoístas éticos (la única en la que puedo pensar es la contemporánea Ayn Rand, si la entiendo correctamente), que sostengan que aun cuando los hombres pueden actuar, y actúan, de manera altruista y sacrificándose a sí mismos, solo deberían actuar egoístamente.

Una diferencia similar es posible (pero prácticamente inexistente) entre los altruistas. Un altruista psicológico podría creer que los hombres siempre y necesariamente actúan de manera altruista y desinteresada. No sé de nadie que sostenga, o alguna vez haya sostenido, esta posición. Un altruista ético puro piensa que los hombres siempre deberían actuar altruistamente y nunca por interés propio. Sin embargo, el altruista ético es necesariamente un altruista psicológico, aunque solo sea en el sentido de que debe creer posible que un hombre actúe únicamente por interés de otros y no por el suyo: de otra manera, le resultaría imposible hacer lo que realmente debería hacer. La mayoría de los filósofos morales han sido altruistas éticos, de tal manera que la concepción popular de la ética es «la acción en el interés de otros», y la concepción popular del dilema principal de la ética es el supuesto conflicto entre interés propio y deber.

La causa básica de la vieja controversia sobre egoísmo y altruismo ha sido, de hecho, la falsa suposición de que las dos actitudes son necesariamente opuestas entre sí. Incluso los concienzudos esfuerzos en pro de la «reconciliación» entre egoísmo y altruismo han estado, al menos en parte, viciados por esta suposición.”

“Hemos afirmado que toda acción es acción emprendida para pasar de una situación menos satisfactoria a un estado más satisfactorio. ¿No es, por tanto, ordenada cada acción que inicio a aumentar mi propia satisfacción? ¿No ayudo a mi vecino porque me produce satisfacción hacerlo? ¿No procuro aumentar la felicidad de otro solo cuando la misma aumenta mi satisfacción? ¿No va un doctor a un lugar azotado por una plaga a inyectar a otros o a atender a los enfermos, corriendo el riesgo de contraer la enfermedad o incluso de morir, porque esta decisión es la que le da la mayor satisfacción? ¿No va con mucho gusto el mártir a la hoguera, antes que retractarse de sus convicciones porque esta es la única opción capaz de darle satisfacción? Pero si los mártires más famosos y los mayores santos actuaban tan «egoístamente» como los déspotas más brutales y los voluptuosos más empedernidos, porque cada uno solo hacía lo que le proporcionaba la mayor satisfacción, ¿qué significado moral podemos seguir dándole al «egoísmo», y para qué objetivo útil sirve el término?

Sospecho que el problema es principalmente lingüístico. Mis opciones y decisiones son necesariamente mías. Hago lo que me da satisfacción. Pero si de ahí ampliamos la definición de egoísmo hasta cubrir cada decisión que tomo, toda acción se convierte en egoísta; la acción «altruista» resulta imposible, y la misma palabra egoísmo deja de tener cualquier sentido moral.

Podemos solucionar el problema volviendo al uso común de los términos implicados y examinándolo más cuidadosamente. Que necesariamente actúo para satisfacer mis propios deseos no significa que estos deseos conciernen únicamente a mi propio estado o a mi estrecho «bienestar» personal. En un análisis psicológico perspicaz, Moritz Schlick concluye que «egoísmo» no debe identificarse con un deseo de placer personal o incluso de la propia preservación, sino significa, en su uso común, como un término de desprecio moral, simplemente desconsideración. No es porque sigue sus impulsos especiales por lo que un hombre es tildado de egoísta, sino porque lo hace completamente despreocupado de los deseos o las necesidades de otros. La esencia de egoísmo, entonces, «es solo desconsideración con respecto a los intereses del prójimo; la búsqueda de fines personales a costa de los de otros».”

Así comienza uno de los grandes libros del siglo XX: La Acción Humana, de Ludwig von Mises

Con los alumnos de la materia Ética de la Libertad, leemos el comienzo de una de las grandes obras del siglo XX, de Ludwig von Mises, La Acción Humana, que comienza así:

“La acción humana es conducta consciente; movilizada voluntad transformada en actuación, que pretende alcanzar precisos fines y objetivos; es consciente reacción del ego ante los estímulos y las circunstancias del ambiente; es reflexiva acomodación a aquella disposición del universo que está influyendo en la vida del sujeto. Estas paráfrasis tal vez sirvan para aclarar la primera frase, evitando posibles interpretaciones erróneas; aquella definición, sin embargo, resulta correcta y no parece precisar de aclaraciones ni comentarios.

El proceder consciente y deliberado contrasta con la conducta inconsciente, es decir, con los reflejos o involuntarias reacciones de nuestras células y nervios ante las realidades externas. Suele decirse que la frontera entre la actuación consciente y la inconsciente es imprecisa. Ello, sin embargo, tan sólo resulta cierto en cuanto a que a veces no es fácil decidir si determinado acto es de condición voluntaria o involuntaria. Pero, no obstante, la demarcación entre conciencia e inconsciencia resulta clara, pudiendo ser trazada la raya entre uno y otro mundo de modo tajante. La conducta inconsciente de las células y los órganos fisiológicos es para el «yo» operante un dato más, como otro cualquiera, del mundo exterior que aquél debe tomar en cuenta. El hombre, al actuar, ha de considerar lo que acontece en su propio organismo, al igual que se ve constreñido a ponderar otras realidades, tales como, por ejemplo, las condiciones climatológicas o la actitud de sus semejantes. No cabe, desde luego, negar que la voluntad humana, en ciertos casos, es capaz de dominar las reacciones corporales. Resulta hasta cierto punto posible controlar los impulsos fisiológicos. Puede el hombre, a veces, mediante el ejercicio de su voluntad, superar la enfermedad, compensar la insuficiencia innata o adquirida de su constitución física y domeñar sus movimientos reflejos.

En tanto ello es posible, cabe ampliar el campo de la actuación consciente. Cuando, teniendo capacidad para hacerlo, el sujeto se abstiene de controlar las reacciones involuntarias de sus células y centros nerviosos, tal conducta, desde el punto de vista que ahora nos interesa, ha de estimarse igualmente deliberada. Nuestra ciencia se ocupa de la acción humana, no de los fenómenos psicológicos capaces de ocasionar determinadas actuaciones.

Es ello precisamente lo que distingue y separa la teoría general de la acción humana, o praxeología, de la psicología. Esta última se interesa por aquellos fenómenos internos que provocan o pueden provocar determinadas actuaciones. El objeto de estudio de la praxeología, en cambio, es la acción como tal. Queda así también separada la praxeología del psicoanálisis de lo subconsciente. El psicoanálisis, en definitiva, es psicología y no investiga la acción sino las fuerzas y factores que impulsan al hombre a actuar de una cierta manera. El subconsciente psicoanalítico constituye categoría psicológica, no praxeológica. Que una acción sea f r u t o de clara deliberación o de recuerdos olvidados y deseos reprimidos que desde regiones, por decirlo así, subyacentes influyen en la voluntad, para nada afecta a la naturaleza del acto en cuestión. Tanto el asesino impelido al crimen por subconsciente impulso (el Id), como el neurótico cuya conducta aberrante para el observador superficial carece de sentido, son individuos en acción, los cuales, al igual que el resto de los mortales, persiguen objetivos específicos.

El mérito del psicoanálisis estriba en haber demostrado que la conducta de neuróticos y psicópatas tiene su sentido; que tales individuos, al actuar, no menos que los otros, también aspiran a conseguir determinados fines, aun cuando quienes nos consideramos cuerdos y normales tal vez reputemos sin base el raciocinio determinante de la decisión por aquéllos adoptada y califiquemos de inadecuados los medios escogidos para alcanzar los objetivos en cuestión. El concepto «inconsciente » empleado por la praxeología y el concepto «subconsciente » manejado por el psicoanálisis pertenecen a dos órdenes distintos de raciocinio, a dispares campos de investigación. La praxeología, al igual que otras ramas del saber, debe mucho al psicoanálisis. Por ello es tanto más necesario trazar la raya que separa la una del otro.”