Inicialmente las colonias (norteamericanas) se habían organizado como una confederación. Sus principales críticos fueron los autores de los Papeles Federalistas, Alexander Hamilton, James Madison y John Jay quienes publicaron setenta y siete artículos desde Octubre de 1787 hasta Mayo de 1788 en tres periódicos de la ciudad de Nueva York. Los problemas que aquejaban a la Confederación tendrían su origen en el colapso del sistema judicial real (Dietze, 1960, p. 130) y la debilidad del ejecutivo. El vacío había sido ocupado por las legislaturas creadas por las nuevas constituciones las que, influenciadas por los deudores, comenzaron a suspender acciones judiciales, modificar o anular sentencias y determinar los méritos de las disputas. Esta negación de los que Dietze llama “gobierno libre” (definido como el gobierno popular donde la mayoría es limitada por la constitución para proteger los derechos de las minorías y donde la participación popular en el gobierno es sólo un medio para protección de la vida, la libertad y la propiedad, nota p. 69) no podía, según los Federalistas, ser frenada por la confederación ya que la Unión era un mero tratado entre las partes y no hubiera podido impedir la tiranía de la mayoría en los estados[1].
El objetivo de los Papeles Federalistas fue el de proponer una “más perfecta UNION” (en mayúscula en los originales). No obstante, Dietze (p. 160) señala diferencias entre estos autores, ya que en el caso de Hamilton, si bien reconoce las bondades de la división territorial e institucional del poder, no deja dudas de que prefiere una concentración a una dispersión del poder. Esto implica la superioridad de la legislación federal sobre la estadual y la posibilidad de ejecutar esa ley federal dentro de los estados. Esa superioridad, a su vez necesita de la existencia de una autoridad federal que sea capaz de imponerla y alguna autoridad federal que resuelva las diferencias entre uno y los otros. Este sería el rol de Corte Suprema. Esta supremacía del poder central sería controlada de su abuso por la revisión judicial, para lo cual se requiere la absoluta independencia de la justicia.
Madison, por el contrario destaca las bondades de un gobierno federal principalmente porque crea balances de poder, es decir, enfatiza el valor de los estados miembros. Para él, el federalismo es una institución diseñada para proteger a los estados y aunque reconoce que la soberanía reside en última instancia en el gobierno central, el federalismo no sería compatible con la concentración de poder en manos de éste. Sostiene que una confederación tendería a reducir el poder del gobierno central[2]. Señalando los casos de la liga aquea y la confederación lisia señala que ninguna de las dos mostró una tendencia a degenerar en un solo gobierno consolidado.
Esta era, precisamente, la preocupación de los Anti-Federalistas y se mantiene hoy como uno de los principales puntos de debate respecto al federalismo y la descentralización. Ya que si bien de Tocqueville ([1835] 1957, p. 86) pudo afirmar,
“Lo que más llama la atención al europeo que recorre los Estados Unidos es la ausencia de lo que se llama entre nosotros el gobierno o la administración. En Norteamérica, se ven leyes escritas, se palpa su ejecución cotidiana, todo se mueve en torno nuestro, y no se descubre en ninguna parte su motor. La mano que dirige la máquina social se oculta a cada instante”
Lo cierto es que a los anti-federalistas les preocupaba precisamente que la existencia de un poder central fuerte tendiera a eliminar o limitar el poder de los estados y los derechos de los individuos.[3] Según Gordon (1998, p. 8) la Bill of Rights fue incorporada en la constitución no como la entrega masiva de poder al gobierno central para controlar supuestas violaciones de derechos individuales por parte de los estados sino para proteger a las comunidades de éstos de la inevitable tendencia del gobierno central a acumular poder, siendo el elemento esencial de la misma la 10ª. Enmienda que afirma la soberanía de los estados y define los poderes del gobierno central como “enumerados” y “delegados”. Opinión similar mantienen Wilson (1995) y Pilon (1995).
Este último afirma que la doctrina de los “poderes enumerados y delegados” ha sido abandonada por intermedio de dos cláusulas constitucionales: la comercial y la del bienestar general. La primera otorga al Congreso el poder de regular el comercio entre los estados, y tuvo su origen en la preocupación por la existencia de barreras comerciales entre ellos. Pero los constitucionalistas no habrían imaginado que ésta iba a ser utilizada (desde 1937: NLRB v. Jones & Laughlin Steel Corp., 301 U.S. 1) no ya como un escudo contra el abuso de los estados sino como un mecanismo que permitiría luego al Congreso pretender el logro de innumerables fines sociales y económicos. Ya que el Congreso ahora se atribuye el poder de regular cualquier cosa que afecte el comercio interestatal, es decir prácticamente todo. La segunda tenía el objetivo de prevenir que el Congreso actuara en defensa de algún beneficio particular pero en 1937 (Helvering v. Davis, 301 U.S. 619, 640) la Corte mantuvo que si bien había que mantener la diferencia entre interés particular e interés general no iba a controlar esa distinción, dejando al Congreso que se controle por sí mismo.
[1] Madison lo señala de esta forma en El Federalista XLV (Hamilton, et al, 1943, p. 196): “Hemos visto en todos los ejemplos de las confederaciones antiguas y modernas, que la tendencia más potente que continuamente se manifiesta en los miembros, es la de privar al gobierno general de sus facultades, en tanto que éste revela muy poca capacidad para defenderse contra estas extralimitaciones…
Los gobiernos de los estados tendrán siempre la ventaja sobre el gobierno federal, ya sea que los comparemos desde el punto de vista de la dependencia inmediata del uno respecto del otro, del peso de la influencia personal que cada lado poseerá, de los poderes respectivamente otorgados a ellos, de la predilección y el probable apoyo del pueblo, de la inclinación y facultad para resistir y frustrar las medidas del otro”.
[2] También en el “El Federalista” XLV afirma: “Hemos visto en todos los ejemplos de las confederaciones antiguas y modernas, que la tendencia más potente que continuamente se manifiesta en los miembros, es la de privar al gobierno general de sus facultades, en tanto que éste revela muy poca capacidad para defenderse contra estas extralimitaciones”.
[3] Así, escribe Centinel en la Carta I (Storing, 1981, p. 18) que: “…si los Estados Unidos han de ser fusionados en un solo imperio, deberán ustedes considerar si tal gobierno, como sea construido, ¿sería elegible en todo en un territorio tan extenso, y si sería practicable, consistente con la libertad? Es la opinión de los más importantes escritores, que un país muy extenso no puede ser gobernado por principios democráticos, o ningún otro plan, que una confederación de pequeñas repúblicas, poseyendo todos los poderes del gobierno interior, pero unidas en el manejo de sus asuntos exteriores y generales. No sería difícil probar, que nada menos que el despotismo, podría unir a un país tan grande bajo un gobierno, y que cualquier plan que ustedes establezcan terminaría en despotismo”.