Con los alumnos de la material «Public Choice» veremos el «análisis económico de la política»
En toda sociedad hace falta un mecanismo que permita que se expresen las preferencias de los individuos y luego señales que guíen a los productores a satisfacerlas. En el caso de los bienes privados, hemos visto cómo el mercado cumple ese papel. También vimos que se presentan problemas para que lo cumpla. En el caso de los bienes públicos es la política; es decir, los ciudadanos expresan sus preferencias por bienes colectivos y hay un mecanismo que las agrega, resuelve sus diferencias (Buchanan, 2009) y envía una señal a los oferentes (en este caso las distintas agencias estatales) para satisfacerlas. Como veremos, éste también se enfrenta a sus propios problemas.
El siguiente análisis de las fallas de la política se basa en el espíritu de aquella famosa frase de Winston Churchill (1874-1965): “Muchas formas de gobierno han sido ensayadas, y lo serán en este mundo de vicios e infortunios. Nadie pretende que la democracia sea perfecta u omnisciente. En verdad, se ha dicho que es la peor forma de gobierno excepto por todas las otras que han sido ensayadas de tiempo en tiempo”.
Churchill nos dice que no hemos ensayado un sistema mejor, por el momento, pero que éste no puede ser considerado perfecto. Por ello, cuando se ponen demasiadas expectativas en él, pueden frustrarse, ya que la democracia no garantiza ningún resultado en particular (mejor salud, educación o nivel de vida), aunque ciertas democracias lo hacen bastante mejor que las monarquías, o las dictaduras.
Por mucho tiempo buena parte de los economistas se concentraron en comprender y analizar el funcionamiento de los mercados y olvidaron analizar el papel que cumplen los marcos institucionales y jurídicos, los gobiernos. Analizaban los mercados asumiendo que funcionaban bajo un “gobernante benevolente”, definiendo como tal a quien persigue el “bien común” sin consideración por el beneficio propio; coincidiendo en esto con buen parte de las ciencias políticas y jurídicas[1]. Posee el monopolio de la coerción, tal como define al Estado la ciencia política, pero lo ejerce en beneficio de los gobernados.
Por cierto, hubo claras excepciones a este olvido. Inspirados en ellas, autores como Anthony Downs o James Buchanan y Gordon Tullock iniciaron lo que se ha dado en llamar “análisis económico de la política” en el contexto de gobiernos democráticos, originando una abundante literatura. Su intención era aplicar las herramientas del análisis económico a la política y el funcionamiento del estado, pues la teoría política predominante no lograba explicar la realidad en grado satisfactorio. Uno de los primeros pasos fue cuestionar el supuesto del “gobernante benevolente” que persigue el bien común; porque, ¿cómo explicaba esto los numerosos casos en que los gobiernos implementan medidas que favorecen a unos pocos? O más aún, ¿cómo explicar entonces cuando los gobernantes aplican políticas que los favorecen a ellos mismos en detrimento de los votantes/contribuyentes? Por último, ¿cómo definir al “bien común”[2]?
Dadas las diferencias en las preferencias y valores individuales, ¿cómo se podría llegar a una escala común a todos? Esto implicaría estar de acuerdo y compartir dicha escala, pero el acuerdo que pueda alcanzarse tiene que ser necesariamente vago y muy general y en cuanto cualquier quiera traducir eso en propuestas específicas surgirán las diferencias. Es por eso que vemos interminables discusiones acerca de la necesidad de contar con un “perfil de país” o una “estrategia nacional” que nos lleve a alcanzar ese bien común, pero cuando se consideran los detalles los “perfiles de país” terminan siendo más relacionados con algún sector específico o difieren claramente entre sí. Los autores antes mencionados decidieron, entonces, asumir que al igual que el individuo en el mercado, quien persigue su propio interés, no el de otros, en la política sucede lo mismo.
En el mercado, esa famosa “mano invisible” de Adam Smith lleva a que dicha conducta de los individuos termine beneficiando a todos. En el Estado, ¿sucede lo mismo? En particular en el Estado democrático, porque se supone que gobiernos tiránicos o autoritarios desde ya que no dan prioridad a los intereses de sus gobernados.
[1] Esta visión, por supuesto, no es sorprendente. Madison (2001), por ejemplo, mostraba una posición clásica aún hoy muy popular, que la búsqueda del “bien común” depende de la delegación del poder a los representantes correctos, no de la información y los incentivos existentes: “…un cuerpo de ciudadanos elegidos, cuya sabiduría pueda discernir mejor el verdadero interés de su país, y cuyo patriotismo y amor por la justicia harán muy poco probable que lo sacrifiquen a consideraciones parciales o temporales. Bajo tal regulación, puede bien suceder que la voz pública, pronunciada por los representantes del pueblo sea más consonante con el bien público que si fuera pronunciada por el pueblo mismo, reunido para tal propósito. Por otro lado, el efecto puede invertirse. Hombres de temperamento faccioso, prejuicios locales, o designios siniestros, pueden por intriga, corrupción u otros medios, primero obtener votos, y luego traicionar los intereses del pueblo”.
[2] Muchos filósofos políticos han cuestionado este concepto. Entre los economistas, Hayek (1976 [1944]): “El ‘objetivo social’ o el ‘designio común’, para el que ha de organizarse la sociedad, se describe frecuentemente de modo vago, como el ‘bien común’, o el ‘bienestar general’, o el ‘interés general’. No se necesita mucha reflexión para comprender que estas expresiones carecen de un significado suficientemente definido para determinar una vía de acción cierta. El bienestar y la felicidad de millones de gentes no pueden medirse con una sola escala de menos y más” (p. 89).