Cantidad de acciones voluntarias para superar al Ébola, no es la primera vez, pasó en Buenos Aires

Una de las clases con alumnos de la UFM trataba sobre el texto relacionado con bienes públicos globales mencionado en un post anterior. Cuando tratamos los temas de salud global consideramos la lucha contra el ébola y el papel de los organismos Internacionales. Es bastante probable que esa epidemia pase antes de que hagan algo, a no ser que contemos las reuniones Internacionales que organizan: http://www.rpp.com.pe/2015-03-03-la-comunidad-internacional-se-une-en-la-lucha-contra-el-ebola-noticia_774235.html

Mientras tanto, probablemente los voluntarios y las organizaciones voluntarias han hecho más que los mismos gobiernos. No es la primera vez, comenté el caso de la lucha contra la fiebre amarilla en Buenos Aires en 1871:

Uno de los casos más dramáticos y recordados es el de la epidemia de fiebre amarilla que azotó a Buenos Aires desde enero a junio de 1871. Un resumen de sus consecuencias: «De unos 190.000 habitantes murieron 14.000, se colmaron todos los hospitales, se habilitaron lazaretos provisorios, se despobló la ciudad, emigró el gobierno nacional, se decretó feriado en todos los ministerios y oficinas públicas, cerraron los bancos, las escuelas, las iglesias, los comercios. Las calles quedaron desiertas, huérfanas de gente y de vehículos. En una ciudad donde el índice normal de fallecimientos diarios no llegaba a veinte, hubo momentos en que murieron más de 500 personas por día, y de acuerdo al doctor José Penna -que hace autoridad en la materia- los dos tercios de la población habrían sufrido la enfermedad, en una u otra forma».

«En el tres de abril era tan formidable el descalabro, que la capital argentina presentaba el aspecto de una ciudad semi-abandonada en la que sólo quedaban 60.000 personas, es decir menos del tercio de la población normal, cifra que algunos rebajan aun más, a 45.000. Para terminar, aquélla fue la única ocasión en que las autoridades aconsejaron oficialmente el éxodo: pasajes gratis, casillas de emergencia y vagones de ferrocarril como viviendas provisorias en San Martín, Merlo, Moreno. Nunca, ni antes ni después en los cuatro siglos de historia porteña, se recurrió a este extremo heroico: abandonar Buenos Aires, convertida en un escenario de terror sólo habitado por enfermos, imposibilitados y unos pocos valientes que se quedaron para ayudar a sus semejantes.»24

En esa oportunidad, los ciudadanos tomaron la tarea de luchar contra el flagelo con sus propias manos. Podrá decirse que no existía en ese entonces una estructura de «salud pública» como la que se montó después (aunque el Consejo de Higiene Pública existía desde 1852), pero lo cierto es que nadie estaba preparado para una cosa semejante (recién en 1881 el cubano Carlos Finlay presentó la teoría de que la enfermedad era transmitida por un mosquito y en 1900 una comisión norteamericana comprobó la veracidad de esto), y la iniciativa individual de los ciudadanos creó una organización que fue muy útil, pero que no se perpetuó luego cuando el peligro había dejado de existir. Comenta Scenna en otra obra:25 «Aquel lo de marzo, en casa de Carriego se decidió convocar al pueblo en la plaza de la Victoria, escaparate nacional, escenario obligado de todas las horas de emergencia argentinas, y proceder allí al nombramiento de una Comisión Popular de Salud Pública que tomara en sus manos la guerra contra el flagelo que asolaba Buenos Aires. Se cambiaron ideas, se adelantaron nombres y finalmente se confeccionó una lista con carácter de Comisión Provisoria. La misma fue conformada y aprobada en el mitin popular. Estaba compuesta por: A. Muñiz, J. C. Gómez, Manuel Bilbao, Francisco Uzal, H. Varela, E. Carriego, Carlos A. Paz, M. Billinghurst, F. López Torres, E. Onrubia, M. G. Argerich, B. Cittadini, Antonio Gigli, L. Walls, E. Ebelot, B. de Irigoyen, C. Guido Spano, L. V. Mansilla, B. Mitre y Vedia, A. Ramella, J. C. Paz, E. Armstrong, G. Nessler, A. d’Amonte, J.

M. Entilo, J. M. Lagos, J. Roque Pérez, M. Behety, A. del Valle, A. Korn, D. César y M. Mulhalli».

Comenta Scenna (1974, p. 239): «El mismo día en que se constituyó la Comisión Popular el gobernador Castro emitió una proclama para dar la bienvenida al organismo voluntario, pero de paso recordaba al pueblo que ya existían instituciones oficiales que trabajaban con celo y dedicación en la lucha contra el mal, así como que el gobierno provincial estaba seriamente empeñado en superar el difícil trance. Era levantar la guardia ante la extraña y espontánea Comisión Popular […]».

La Comisión Popular desarrolló sus actividades con el aporte voluntario de los ciudadanos. Veamos su primer manifiesto, citado por Scenna:

» ¡Habitantes de Buenos Aires ! La Comisión de Salubridad os pide vuestro óbolo para llevar a cabo nuestra obra de caridad. Dádnoslo, y pronto, porque el tiempo urge y cada hora que pasa nos arrebata algunos hermanos que la caridad bien dirigida habría podido salvar. Que todos contribuyan con su poco y tendremos mucho. No hace menos el pobre que da un peso, que el rico que da millares, y ambos tienen derecho a la gratitud de los que reciben el beneficio».

«Si el primer problema que debió encarar la Comisión Popular fue el de la asistencia médica, el segundo -no menos urgente- fue recaudar fondos para solventar los crecientes gastos en medicamentos y elementos de asistencia, cuya demanda rebalsaba la capacidad económica de la Comisión. Se inició entonces una amplia colecta, se recurrió especialmente al bolsillo de los pudientes. Las redacciones de los diarios se convirtieron en receptorías, aparte de la acción directa de los miembros de la Comisión Popular y los aportes que llegaban espontáneamente. El primero de ellos, el primer óbolo depositado en ayuda de los enfermos indigentes, fue el de los franciscanos. El 16 de marzo, tres días después de constituir la Comisión Popular, se recibió una nota de los frailes que adjuntaba la suma de $ 5.000 y ponía a disposición de la flamante entidad lo producido por

la alcancía San Roque por el tiempo que durara la epidemia.»

«En general la colecta fue bien recibida y el dinero entró en las arcas de la Comisión a simple pedido. Entre los suscriptores se contaron el gobierno nacional y el provincial, con $ 200.000 cada uno. Los bancos, las grandes empresas, el comercio mayorista también entregaron donaciones, se llegó a recaudar en total la elevada suma de $ 3.700.000 que fue la base principal de acción de la Comisión Popular. Los particulares, ricos y pobres, también dieron su parte.» (P. 273. )

«El 15 de mayo terminó el asueto de los empleados nacionales y provinciales, con lo cual la animación de los tiempos normales se retomó

sensiblemente. Desde fines de abril mucha gente había regresado a la ciudad para volver a habitar sus hogares. Los trenes comenzaban a circular normalmente, los tranvías traqueteaban de nuevo por las calles, los coches particulares rodaban otra vez de nuevo por el empedrado, el bullicio, el viejo bullicio de Buenos Aires, volvía por sus fueros. Eran muchos los muertos, pocas las familias sin luto, pero cuando el luto se extiende a casi 200.000 personas, la solidaridad del dolor diluye su fuerza. Además, tras los espantosos meses pasados había ansias de vivir, de respirar, de volver a las rutinas de siempre, al abrigo tranquilo y seguro de la vida diaria. Y ese espanto vivido generó a su vez una inagotable sed de olvido. El 11 de mayo la Comisión Popular decidió convocar a asamblea general en la que se propondría su propia disolución.» (P. 413.)

«Así concluyó su efímera existencia la más extraña, la más peculiar de las comisiones populares que jamás vieran los anales de Buenos Aires. Durante más de dos meses peleó sin tregua por organizar una defensa, por auxiliar a los enfermos, por aliviar el alud de penurias que cayó sobre la ciudad. Supo galvanizar voluntades cuando el desaliento y la desorientación amenazaban con desembocar en el caos.

Hizo de todo y estuvo en todo. No todo lo hizo bien, pero el balance final es favorable. Fue un dique contra el pánico más que contra la fiebre amarilla. Llevó a muchos desesperados el convencimiento de que la solidaridad no es una entelequia y que en medio de la estampida había un grupo de hombres cabales que se quedaban, sin ninguna obligación y con el simple propósito de ayudar al prójimo. Allí reside su mayor mérito.» (P. 414.)

24Scenna, Miguel Ángel, » Diario de la Gran Epidemia: fiebre amarilla en Buenos Aires», Todo es Historia N° 8, Buenos Aires (diciembre de 1967): 10.

25Scenna, Miguel Ángel, Cuando murió Buenos Aires: 1871, Ediciones La Bastilla, Buenos Aires, 1974, p. 233.