Ya antes de que existieran las «villas» había pobres en Buenos Aires. De hecho, la mayoría de los inmigrantes lo eran. Ante la escasez de viviendas, paraban en los llamados conventillos, pero existían caminos para acceder a la propiedad de una vivienda, principalmente mediante la compra de terrenos loteados, en cuotas a largo plazo.El negocio prosperaba entonces: un empresario compraba un terreno en los suburbios, lo dividía en lotes y lo vendía en cuotas. El nuevo propietario comenzaba su casa de a poco, pero con la propiedad asegurada invertía capital en ella y la iba mejorando.
El Estado liquidó este sistema de dos formas: por un lado, la inflación destruyó el financiamiento a largo plazo; por otro, las regulaciones lo tornaron inviable. Se demandaba que un barrio loteado tuviera servicios antes de ser vendido (agua y luz), pero éstos los brindaban empresas estatales que demoraban años en proveerlos.
Sin posibilidad de acceder a la vivienda, sin crédito hipotecario, no quedaba otra que los asentamientos informales. Aquí viene la segunda falla del Estado. Como es un mal propietario, no supo proteger su propiedad: no es de extrañar que los barrios informales surgieran en propiedades públicas.
La tercera falla del Estado es su incapacidad para resolver el problema. En el caso de la villa 31, hubo de todo: desde el desalojo violento bajo un gobierno militar, pasando por la oferta de viviendas para el traslado de quienes allí viven, hasta todo tipo de «consensos» que nunca dieron resultado.
Hoy, la villa crece más que nunca, sobre todo para arriba, generando construcciones precarias de varios pisos. Ahora la traba principal es la discrepancia entre el gobierno nacional, dueño de las tierras, y el gobierno de la ciudad, que quiere hacer algo, pero no puede.
Siendo que el Estado, incluyendo a todos los gobiernos involucrados, es incapaz de resolver el problema, habría que considerar una solución tan demonizada que la convierte en el colmo de lo políticamente incorrecto. Pero, como decía Borges, es de caballeros jugarse por las causas perdidas: la villa debería ser privatizada.
En este caso en particular, esa odiada variante significaría establecer claros derechos de propiedad privada sobre la tierra en que la villa se asienta. Este derecho, más temprano que tarde, terminaría resolviendo el problema de una forma «evolutiva», a partir de los fuertes incentivos que la propiedad genera. La propiedad privada, así nos lo dicen las enseñanzas básicas de la economía, concentra en el propietario los beneficios y los costos de sus decisiones. Por eso es tan eficiente.
Es decir: el dueño va a recibir todos los beneficios por las decisiones correctas que tome respecto de su propiedad. También afrontará los costos de sus malas decisiones o su desidia. Veamos un ejemplo: si el dueño cuida su casa, la limpia y mantiene, la pinta y arregla, ésta mantiene e incluso incrementa su valor, se capitaliza el esfuerzo realizado y esto es un gran incentivo para hacerlo. Si, por otro lado, la descuida, su valor cae: una multa inmediata. Premios y castigos generan el aumento de la riqueza inmobiliaria.
En la actualidad, los habitantes de la villa 31 están en una situación precaria. Tienen la posesión -bastante asegurada, por cierto, ya que están seguros de que no serán desalojados por el Estado, y por eso se animan a construir más pisos-, pero como es una mera tenencia y no se puede disponer del bien más que informalmente, entonces se invierte poco, también precariamente. Además, como señaló Hernando de Soto en El misterio del capital (México, Editorial Diana, 2001), los ahorros allí invertidos no llegan a ser «capital». Son el patrimonio más importante que tienen esas familias, pero se encuentra «hundido» sin poder servir, por ejemplo, como garantía para un préstamo que se pueda invertir, luego, en una actividad productiva.
Existen dos formas posibles de asignar derechos de propiedad en la Villa 31. La primera de ellas consiste en otorgar una escritura de dominio a cada familia (con todas las complicaciones, por supuesto, que significa definir familia, o pareja, en estos casos). Suponiendo que esto se terminara haciendo, los nuevos propietarios tendrían ahora incentivos para mejorar sus viviendas, teniendo en cuenta incluso el valor alto del bien que pasarían a poseer, debido a su ubicación. Con el tiempo, el barrio iría evolucionando, en forma parecida, tal vez, a como lo hicieron en su momento el Bajo porteño, San Telmo y Palermo.
La segunda es que el Estado venda los terrenos a un emprendedor y que éste se encargue de resolver lo que aquél no ha podido. Sería una venta condicionada a la solución del problema habitacional de los que allí viven. Es decir: el emprendedor, seguramente, hará buen negocio, pero como parte de él tendrá que construir departamentos. Con el resto, podrá hacer un hotel, un shopping, etc.
Algo así está ocurriendo no en otro lugar que en Dharavi, la villa más grande de Bombay, en la India, donde se filmó la película ganadora del Oscar ¿Quién quiere ser millonario?
Un empresario inmobiliario, Mukesh Metha, ha convencido al gobierno local de que ponga en sus manos todo el barrio. Cada familia recibirá un departamento de 21 metros cuadrados, supuestamente una superficie similar a la que ahora ocupa, pero de mejor calidad, y el emprendedor tendrá permiso para construir otros 21 metros, para el mercado. Habrá que ver cómo funciona.
Si se aplica una u otra solución, eso dependerá de circunstancias políticas, aunque es probable que los propios habitantes prefieran la primera a la segunda. A los políticos no les gustará ninguna de las dos: ellos quisieran tener el control -paternalista y clientelista, por cierto- de todo un proceso sin fin, sin resultados que no sean el intercambio de votos por heladeras u otros productos.
Los principales impulsores de la privatización deberían ser los mismos habitantes de la villa. Ellos pasarían a ser propietarios de una u otra forma, y deberían entender que no se trata de ningún «derecho a la vivienda» que está siendo cumplido, sino de una honrosa concesión del resto de los habitantes, que han debido pagar sus propias viviendas peso sobre peso.