Alberdi sobre el derecho al trabajo: sinónimo de la libertad de industria, son derogatorias las normas que impiden la actividad productiva

Con los alumnos de la UBA Derecho, vemos a Juan Bautista Alberdi en Sistema Económico y Rentística sobre la libertad del trabajo:

“De cómo el derecho al trabajo, declarado por la Constitución, puede ser atacado por la ley.

El derecho al trabajo, asegurado a todo habitante de la Confederación por los artículos 14 y 20 de la Constitución, sinónimo de la libertad de industria, según las palabras mismas de la Constitución, puede ser alterado, desconocido o derogado como derecho constitucional decisivo de la riqueza argentina (porque la riqueza no tiene más fuente que el trabajo), por todas las leyes que con pretexto o con motivo de reglamentar y organizar el ejercicio del derecho al trabajo, lo restrinjan y limiten hasta volverlo estéril e improductivo.

Muchos son los modos en que la ley puede ejercer esta opresión destructora del trabajo libre, que es el único trabajo fecundo.

Son opresoras de la libertad del trabajo y contrarias a la Constitución (artículos 14 y 20) en este punto, las leyes que prohíben ciertos trabajos moralmente lícitos; las leyes que se introducen a determinar cómo deben ejecutarse tales o cuales trabajos, con intención o pretexto de mejorar los procederes industriales; las leyes proteccionistas de ciertas manufacturas con miras de favorecer lo que se llama industria nacional. Esta protección opresora se opera por prohibiciones directas o por concesiones de privilegios y exenciones dirigidas a mejorar tal fabricación o a favorecer tal fabricante.

Las leyes que exigen licencias para ejercer trabajos esencialmente industriales, consagran implícitamente la esclavitud del trabajo, porque la idea de licencia excluye la idea de libertad. Quien pide licencia para ser libre, deja por el hecho mismo de ser libre: pedir licencia, es pedir libertad; la Constitución ha dado la libertad del trabajo, precisamente para no tener que pedirla al gobierno, y para no dejar a éste la facultad de darla, que envuelve la de negarla.

Son derogatorios de la libertad del trabajo todas las leyes y decretos del estilo siguiente: Nadie podrá tener en toda la campaña de la provincia tienda, pulpería (taberna), casa de negocio o trato, sin permiso del gobierno, dice un decreto de Buenos Aires de 18 de abril de 1832.

Un Reglamento de Buenos Aires, para las carretillas del tráfico y abasto, de 7 de enero de 1822, manda que todos los cargadores compongan una sección general, bajo la inspección de un comisario de policía. – Las carretillas del tráfico y de abasto son organizadas en falange o sección, bajo la dirección de la policía política, cuyos comisarios dependen del ministro del interior. Ninguno puede ejercer el oficio de cargador, sin estar matriculado y tener la correspondiente papeleta. Para ser matriculado un cargador, debe rendir información de buenas costumbres ante el comisario de policía.

Otro decreto del gobierno local de Buenos Aires, de 17 de julio de 1823, manda que ningún peón sea conchabado para servicio alguno o faena de campo, sin una contrata formal por escrito, autorizada por el comisario de policía. Por un decreto de 8 de setiembre de ese mismo año, tales contratas deben ser impresas, según un formulario dado por el ministro de gobierno y en papel sellado o fiscal.

Tales leyes y decretos de que está lleno el régimen local de la provincia de Buenos Aires, hacen imposible el trabajo; y alejando la inmigración, contribuyen a mantener despoblado el país. ¿Qué inmigrado europeo dejará los Estados Unidos para venir a enrolarse de trabajador bajo la policía política de Buenos Aires? Exigir información de costumbres para conceder el derecho de trabajar, es condenar a los ociosos a continuar siendo ociosos; exigirla ante la policía, es hacer a ésta árbitra del pan del trabajador. Si no opina como el gobierno, pierde el derecho de trabajar y muere de hambre.

La constitución provincial de Buenos Aires (art. 164) concede la libertad de trabajo en estos términos: – «La libertad del trabajo, industria y comercio es un derecho de todo habitante del Estado, siempre que no ofenda o perjudique la moral pública»,

No hay libertad que no se vuelva ofensiva de la moral desde que degenera en licencia, es decir, desde que deja de ser libertad. La constitución de Buenos Aires no necesitaba decido. Poner esa reserva es anticipar la idea de que el trabajo, la industria, el comercio pueden ser ofensivos a la moral. Eso es manchar el trabajo con la sospecha, en vez de dignificarlo con la confianza. Presumir que el trabajo, es decir, la moral en acción, pueda ser opuesto a la moral misma, es presunción que sólo puede ocurrir en países inveterados en la ociosidad y en el horror a los nobles fastidios del trabajo.

Ninguna libertad debe ser más amplia que la libertad del trabajo, por ser la destinada a atraer la población. Las inmigraciones no se componen de capitalistas, sino de trabajadores pobres; crear dificultades al trabajo, es alejar las poblaciones pobres, que vienen buscándolo como medio de obtener la subsistencia de que carecían en el país natal abandonado.”

Hayek: somos inevitablemente diferentes y vamos a obtener resultados distintos. Por eso, la importancia de que seamos iguales ante la ley

Con los alumnos de Historia del Pensamiento Económico II, Escuela Austriaca, de la UBA, vemos al final temas de filosofía política y moral en textos de Hayek. Aquí sobre la igualdad material y la igualdad de trato:

“Quienes modernamente abogan por una igualdad material de más largo alcance rechazan constantemente que su pretensión se fundamenta en el supuesto de que todos los mortales, de hecho, sean iguales. Ello no obstante, amplios sectores todavía creen que ésta es la principal justificación de tales aspiraciones. Pero nada produce más daño a la pretensión de igualdad de tratamiento que basarla en una presunción tan obviamente falsa como la de la igualdad de hecho de todos los hombres. Basar los argumentos para la igual-dad de trato de las minorías nacionales o raciales en el aserto de que no difieren de los restantes hombres es admitir implícitamente que la desigualdad de hecho justificaría un tratamiento desigual y la prueba de que en realidad existen algunas diferencias no tardaría en manifestarse. Es esencial afirmar que se aspira a la igualdad de trato no obstante el hecho cierto de que los hombres son diferentes.

Trascendencia de las desigualdades humanas

La ilimitada variedad de la naturaleza humana, el amplio grado de diferencias en la potencialidad y capacidad de los individuos es una de las más precisas realidades que ofrece la especie humana. Su evolución ha hecho de ella la más variada entre todas las clases de criaturas. Certeramente se ha dicho que la «biología», cuya piedra angular es la variabilidad, confiere a cada ser humano un conjunto único de atributos que le otorgan una dignidad que de otra forma no podría poseer. Cada recién nacido es una cantidad desconocida en lo que a las potencialidades se refiere, por cuanto en la estructuración de su ser intervienen millares de genes diferentes que se relacionan entre sí obedeciendo a desconocidas fórmulas biológicas. Como resultado de la naturaleza y de la educación, el recién nacido puede llegar a ser uno de los más grandes hombres o mujeres que hayan vivido. En cada caso el niño o la niña poseen los componentes de un individuo singularizado. Si las diferencias no son de gran trascendencia, la libertad, entonces, no es muy importante y la idea de la valía individual tampoco lo es.3 La extendida teoría de la uniformidad de la naturaleza humana, «que en la superficie parece estar de acuerdo con la democracia, en su momento minaría los más básicos ideales de libertad y valía individual y haría despreciable la vida que conocemos».

En la actualidad está de moda minimizar la importancia de las diferencias congénitas entre los hombres y adscribir todas las importantes a la influencia del medio que nos rodea. Por muy trascendental que esto último pueda ser, no debemos olvidar que los individuos son muy diferentes desde el principio. La importancia de las diferencias individuales difícilmente sería menor si todos los hombres fueran criados y educados en ambientes muy similares. Como declaración de hecho, no es cierto «que todos los hombres han nacido iguales». Podemos seguir utilizando tan consagrada frase para expresar el ideal de que legal y moralmente todos los hombres deben ser tratados igualmente. Pero si queremos entender lo que este ideal de igualdad puede o debe significar, lo primero que precisamos es liberamos de la creencia en la igualdad de hecho.

De la circunstancia de ser en realidad los hombres muy diferentes se deduce, ciertamente, que si los tratamos igualmente, el resultado será la desigualdad en sus posiciones efectivas,6 y que la única manera de situarlos en una posición igual es tratarlos de distinta forma. Por lo tanto, la igualdad ante la ley y la igualdad material no solamente son diferentes, sino contrapuestas, pudiendo obtenerse una de las dos, pero no las dos al mismo tiempo. La igualdad ante la ley, que la libertad requiere, conduce a la desigualdad material. Con arreglo a tal criterio, si bien el Estado ha de tratar a todos igualmente, no debe emplearse la coacción en una sociedad libre con vistas a igualar más la condición de los gobernados. El Estado debe utilizar la coacción para otros fines.”

Alberdi y el objetivo del gasto público: unión nacional, justicia, paz interior, defensa común, bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad

Con los alumnos de la UBA Derecho completamos la lectura de Sistema Económico y Rentístico de Juan Bautista Alberdi, con la lectura del Capítulo VII: Objetos del Gasto Público según la Constitución Argentina. Algunos párrafos seleccionados:

“El gasto público de la Confederación Argentina, según su Constitución, se compone de todo lo que cuesta el «constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común. promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad»; en una palabra, el gasto nacional argentino se compone de todo lo que cuesta el conservar su Constitución, y reducir a verdades de hecho los objetos que ha tenido en mira al sancionarse, como lo declara su preámbulo.

Todo dinero público gastado en otros objetos que no sean los que la Constitución señala como objetos de la asociación política argentina, es dinero malgastado y malversado. Para ellos se destina el Tesoro público, que los habitantes del país contribuyen a formar con el servicio de sus rentas privadas y sudor. Ellos son el límite de las cargas que la Constitución impone a los habitantes de la Nación en el interés de su provecho común y general.

Encerrado en ese límite el Tesoro nacional, como se ve, tiene un fin santo y supremo; y quien le distrae de él, comete un crimen, ya sea el gobierno cuando lo invierte mal, ya sea el ciudadano cuando roba o defrauda la contribución que le impone la ley del interés general. Hay cobardía, a más de latrocinio, en toda defraudación ejercida contra el Estado; ella es el egoísmo llevado hasta la bajeza, porque no es el Estado, en último caso, el que soporta el robo, sino. el amigo, el compatriota del defraudador, que tienen que cubrir con su bolsillo el déficit que deja la infidencia del defraudador.”

“Teniendo cada provincia su gobierno propio, revestido del poder no delegado por la Constitución al gobierno general, cada una tiene a su cargo el gasto de su gobierno local; cada una lo hace a expensas de su Tesoro de provincia, reservado justamente para ese destino. Según eso, en el gobierno argentino, por regla general, todo gasto es local o provincial; el gasto general, esencialmente excepcional y limitado, se contrae únicamente a los objetos y servicios declarados por la Constitución, como una delegación que las provincias hacen a la Confederación, o Estado general. Este sistema, que se diría entablado en utilidad de la Confederación, ha sido reclamado y defendido por cada una de las provincias que la forman. (Constitución argentina, parte 2a, título 2°, y pactos preexistentes invocados en su preámbulo.)”

“Felizmente la Constitución federal argentina exige pocos empleados para el servicio del gobierno general, compuesto de poderes excepcionales y poco numerosos. – La policía, que forma una gran parte del gasto interior en los gobiernos unitarios, está reservada a los gobiernos provinciales por la Constitución argentina. Igual atribución les hace del servicio y sostén de los establecimientos de beneficencia.

En cuanto al gasto exigido por’ las obras públicas para promover el bienestar general, también es carga que la Constitución reparte entre el gobierno interior de la Nación y el de cada una de las provincias confederadas. (Art. 104.)”

“Los caminos, puentes, muelles y otras obras de esa utilidad pueden ser entregados temporalmente para su explotación a las empresas privadas que tomen a su cargo el construirlos.”

“Si la economía es el juicio en los gastos (Say), la disipación es la locura en el gobierno y en el país.”

“Observaré entretanto, para acabar de hablar del gasto público, que no todo él consiste en el gasto con que la sociedad satisface sus necesidades de orden público por conducto del gobierno, sino también en el que hace ella directa e inmediatamente, por la mano de sus habitantes, en la mejora, co-modidad y perfeccionamiento de sus ciudades, en el socorro y alivio de las clases desgraciadas, y en fin en todo ese orden de servicios que la sociedad se hace a sí misma, sin el intermedio de la autoridad, en el sentido de su prosperidad más rápida y más completa. – A ese gasto pertenecen las calles, los empedrados, las calzadas, los caminos, puentes, desagües, mejoras locales, monumentos, socorros públicos y eventuales, que se hacen por suscriciones voluntarias levantadas entre el vecindario.

Ese gasto es obra exclusiva del espíritu público, es decir, de la disposición y aptitud de los habitantes para unir sus esfuerzos y prestarlos, sin más coacción que el deseo del bienestar común, sin más mira que realizarlo. Los pueblos educados en servidumbre no tienen idea de esta contribución sin ley, que el patriotismo se impone a sí mismo, como el esclavo que todo lo hace para su amo y por su mandato no tiene idea del celo generoso.

La Inglaterra, los Estados Unidos deben la mitad de sus mejoras de orden local a esa contribución que el país paga sin que se lo exija la ley, nada más que por el placer de existir bien y de un modo digno del pueblo que sabe estimarse y respetarse hasta en su decoro externo, hasta en el aire distinguido y brillante de esas habitaciones colectivas para su mansión, que se denominan ciudades.”

Alberdi sobre las restricciones al comercio, y éste como un medio de civilización, además que de enriquecimiento

Con los alumnos de la UBA Derecho vemos a Juan Bautista Alberdi en Sistema Económico y Rentístico, sobre los principios y disposiciones de la Constitución que hacen a la producción agrícola, comercial y fabril. Aquí sobre la creación de valor del comercio:

“¿Hay una producción que pueda llamarse comercial? ¿El comercio produce, en el sentido que esta palabra tiene en la economía política? – Hoy no hay un solo economista que no dé una solución afirmativa a esta cuestión.

Entienden por producción los economistas, no la creación material de una cosa que carecía de existencia (el hombre no tiene semejante facultad), sino la transformación que los objetos reciben de su industria, haciéndose aptos para satisfacer alguna necesidad del hombre y adquiriendo por lo tanto un valor. – En este sentido el comercio contribuye a la producción en el mismo grado que la agricultura y las máquinas, aumentando el valor de los productos por medio de su traslación de un punto en que valen menos a otro punto en que valen más. Un quintal de cobre de Coquimbo tiene más valor en un almacén de Liverpool, por la obra del comerciante que lo ha trasportado del país en que no era necesario al país en que puede ser más útil.

El comercio es un medio de civilización, sobre todo para nuestro continente, además que de enriquecimiento; pero es bajo este último aspecto como aquí le tomaremos.

Ninguna de nuestras fuentes naturales de riqueza se hallaba tan cegada como ésta; y por ello, si el comercio es la industria que más libertades haya recibido de la Constitución, es porque ninguna las necesitaba en mayor grado, habiendo ella sido la que soportó el peso de nuestro antiguo régimen colonial, que pudo definirse el código de nuestra opresión mercantil y marítima.

Para destruir la obra del antiguo derecho colonial, que hizo de nuestro comercio un monopolio de la España, la Constitución argentina ha convertido en derecho público y fundamental de todos los habitantes de la Confederación el de ejercer el comercio y la navegación. Todos tienen el derecho de navegar y comerciar, ha dicho terminantemente su artículo 14.

Y para que la libertad de navegación y comercio, dec1arada en principio constitucional, no corra el riesgo de verse derogada por reglamentos dictados involuntariamente por la rutina que gobierna las nociones económicas de todo legislador ex colono, la Constitución ha tenido el acierto de sancionar expresamente las demás libertades auxiliares y sostenedor as de la libertad de comercio y de navegación.

El derecho de comerciar y de navegar, admitido como principio, ha sido y podía ser atacado por excepciones que excluyesen de su ejercicio a los extranjeros. Nuestra legislación de Indias era un dechado de ese sistema, que continuaba coexistiendo con la República. – Para no quitar al comercio sus brazos más expertos y capaces, el art. 20 de la Constitución ha dado a los extranjeros el derecho de comerciar y navegar, en igual grado que a los naturales. Los extranjeros, ha dicho, gozan en el territorio de la Confederación de todos los derechos civiles del ciudadano; pueden ejercer su industria, comercio y profesión; poseer bienes raíces, comprar los y enajenarlos; navegar los ríos y costas; ejercer libremente su culto, etc.

El derecho de navegar y comerciar había sido y podía ser anulado por restricciones excepcionales puestas a la libertad de salir y de entrar, de permanecer y de circular en el territorio, que no es más que un accesorio importantísimo de la libertad comercial. La Constitución hace imposible este abuso, consagrando por su artículo 14 el derecho en favor de todos los habitantes de la Confederación de entrar, permanecer, transitar y salir del territorio argentino.”

Murray Rothbard y la ley natural. Desde Artistóteles y Platón fueron todos estatistas, hasta que Locke basó la ley natural en la libertad

Con los alumnos de la materia Ética de la Libertad completamos las lecturas con lecturas de Mises, Liberalismo; Bastiat, La Ley, y Murray Rothbard en el texto que tiene el mismo nombre de la materia. De éste, vemos su análisis sobre la ley natural y Locke:

“Como ya hemos indicado, el gran fallo de la teoría de la ley natural —desde Platón y Aristóteles, pasando por los tomistas, hasta Leo Strauss y sus actuales seguidores— es haberse inclinado en el fondo más del lado estatalista que del individualista. Esta teoría «clásica» de la ley natural sitúa el lugar del bien y de las acciones virtuosas en el Estado, con estricta subordinación de los individuos a las instancias estatales. Y así, a partir del correcto dictum de Aristóteles de que el hombre es un «animal social» y de que su naturaleza se desenvuelve mejor en un clima de cooperación social, los clásicos se deslizaron ilegítimamente hacia la identificación virtual de la «sociedad» con el «Estado» y consideraban, por consiguiente, al Estado como el lugar principal de las acciones virtuosas.1, 2 Por el lado contrario, los niveladores o igualitaristas, y de modo especial John Locke, en el siglo XVII inglés, transformaron la ley natural clásica en una teoría basada en el individualismo metodológico y, por ende, político. Del énfasis lockiano en el individuo como unidad de acción, como ente que piensa, siente, elige y actúa, se derivó su concepción de la ley natural como poder dotado de capacidad para implantar, en el ámbito político, los derechos naturales de cada individuo. Esta tradición individualista lockiana ejerció una profunda influencia en los posteriores revolucionarios norteamericanos y en la tradición predominante en el pensamiento político liberal de la nueva nación revolucionaria. En el marco de esta tradición liberal de los derechos individuales se quieren desarrollar las ideas de este libro.

El célebre Second Treatise on Government de Locke ha sido, sin duda, una de las primeras elaboraciones sistemáticas de la teoría libertaria e individualista de los derechos naturales. La semejanza entre los puntos de vista de Locke y la teoría que se expondrá más adelante se hace evidente en el siguiente pasaje:

… cada uno de los hombres es propietario de su propia persona. Nadie sino él tiene derecho sobre ella. Podemos decir que el trabajo de su cuerpo y las obras de sus manos son estrictamente suyos. Cuando aparta una cosa del estado que la naturaleza le ha proporcionado y depositado en ella y mezcla con ella su trabajo, le añade algo que es suyo, convirtiéndola así en su propiedad. Ahora existe a su lado, separada del estado común de la naturaleza puesta en ella. Con su trabajo le ha añadido algo que la excluye del derecho común de las demás personas. Dado que este trabajo es propiedad indiscutible del trabajador, nadie puede tener derecho sobre aquello que ha añadido… Lo que él alimenta con las bellotas que selecciona cuidadosamente bajo los robles, o las manzanas que recoge de los árboles del bosque, sin duda se convierten en propiedad suya. Nadie puede negar que este sustento es suyo. Pregunto, pues, ¿cuándo comenzaron estas cosas a ser suyas?… Es patente que si no las hizo suyas la primera recolección, ninguna otra cosa puede hacerlo. Este trabajo establece una diferencia entre él y el resto de la gente. El trabajo añade algo que sobrepasa lo que ha hecho la naturaleza, madre común de todo; y así, aquellas cosas pasan a ser su derecho privado. ¿Podrá alguien decir que no tiene derecho a esas bellotas o a esas manzanas de que se ha apropiado, porque no ha obtenido el consentimiento de todo el género humano para hacerlo? Si un tal consentimiento fuera verdaderamente necesario… el hombre se moriría de hambre, a pesar de toda la abundancia que Dios le ha concedido. Vemos en los campos comunes, que se conservan así por convenio, que cada uno toma una parte de lo que es común y al separarlo del estado que la naturaleza puso en ella comienza la propiedad; y, sin eso, no puede usarse lo que es común.”

Henry Hazlitt y un tema complicado: cómo definir la justicia. ¿Es un fin en sí mismo o es un medio para la cooperación social?

Con los alumnos de la materia Ética de la Libertad, de la UFM, vemos a Henry Hazlitt en Fundamentos de la Mora, sobre el concepto de justicia:

“Todos los términos claves utilizados por los filósofos morales —«bueno», «correcto», «deber», etc.— parecen ser indefinibles, excepto en otros términos que ya implican la misma noción. Uno de esos términos es «justicia». Pregunte al hombre medio lo que quiere decir con justicia y probablemente contestará que lo justo es lo «equitativo» o lo «imparcial». Debemos a Justiniano, en sus Instituciones, la famosa definición de justicia como la constante y continua disposición de dar a cada uno lo que le es propio. Pero si preguntamos cómo determinamos lo que es «propio» de cada uno, se nos contesta que es lo que le corresponde «en forma legítima», y si preguntamos cómo debemos determinar lo que le es propio en forma legítima, probablemente nos regresarán a la respuesta de que esto se determina de acuerdo con los dictados de la justicia.”

“Así que regresamos una vez más a la promoción de la cooperación social como la llave del problema de la justicia y de otros de los problemas éticos principales. «El criterio último de la justicia es conducente a la preservación de la cooperación social… La cooperación social se convierte en el gran medio para lograr todos los fines por parte de casi todas las personas… En la ética existe una base común para escoger las reglas de conducta, mientras la gente concuerda en considerar la preservación de la cooperación social como el medio principal para alcanzar todos sus fines».[299]

Ahora bien, si adoptamos esta explicación, reconocemos que la justicia no es el fin ético último, que existe puramente por sí mismo, sino que es principalmente un medio, y hasta un medio para un medio. La justicia y la libertad son los grandes medios para promover la cooperación social, que por su parte es el gran medio para realizar los fines de cada individuo y, por lo tanto, los fines de la «sociedad».

La subordinación de la justicia a un «simple» medio, por importante que sea considerado ese medio, puede constituir una conmoción para muchos filósofos morales, acostumbrados a considerarla como el fin ético supremo, al menos en el campo social. La forma extrema de este punto de vista se resume en la famosa frase: fiat justitia, ruat caelum, o incluso fiat justitia, pereat mundus. Que se haga justicia aunque se derrumbe el cielo; que se haga justicia aunque el mundo perezca. El sentido común retrocede ante una conclusión tan espantosa. Pero la respuesta a tales consignas no es que, con el fin de sostener las cosas, deberíamos estar satisfechos con un poco menos que la justicia absoluta; la respuesta es que hay algo incorrecto en la propia concepción de la justicia resumida en tales consignas: la justicia fue hecha para el hombre, no el hombre para la justicia.

Veamos lo que pasa cuando rechazamos la justicia entendida como un medio para promover la cooperación social y, por tanto, para maximizar la felicidad y el bienestar, y la tratamos como el fin supremo en sí mismo. Incluso Herbert Spencer estuvo cerca de hacer esto, en su sección sobre la justicia, en el segundo volumen de sus Principles of Ethics. Ya hemos visto que él consideraba la regla de Bentham «cada uno debe contar por uno y nadie por más de uno» como «una cognición a priori».[300] Citó a Sir Henry Maine para apoyar su tesis de poner a la ley de la naturaleza, o la justicia, por encima del objetivo de la felicidad humana, y continuó: «Desde los tiempos romanos ha persistido ese contraste entre el estrecho reconocimiento de la felicidad como un fin y el amplio reconocimiento de la equidad natural como un fin». Y concluyó que debemos aceptar «la ley de igual libertad [su fórmula para la justicia] como un principio ético fundamental, con una autoridad que supera cualquier otra».[301]

Ahora bien, si queremos decidir sobre los derechos relativos de la felicidad y la justicia como el objetivo ético último, difícilmente lo haremos mejor que adoptando un argumento similar al que el mismo Spencer utilizó en los Data of Ethics (§ 15), cuando ridiculizó la tentativa de Carlyle de substituir la «bienaventuranza» por la felicidad como el fin de la humanidad. ¿Son antitéticas la felicidad y la justicia? Entonces, ¿preferiríamos más justicia, a costa de menos felicidad, y de más dolor y miseria? ¿Lucharíamos con fuerza y persistencia por más justicia, aunque supiéramos que esto no tendría el más mínimo efecto en incrementar la felicidad o disminuir la miseria? ¿O no nos sentiríamos tentados a insistir en una reducción real de la justicia, si descubriéramos que reducir la justicia era el mejor medio para reducir la miseria y aumentar la felicidad? ¿Qué preferiríamos: felicidad sin justicia o justicia sin felicidad?”

Una visión particular. Henry Hazlitt se diferencia del utilitarismo tradicional. La búsqueda de la felicidad en la cooperación social

Con los alumnos de la materia Ética de la Libertad, de la UFM, vemos a Henry Hazlitt definir una posición particular en este ámbito. Esto es, no es deontológico, ni randiano, ni utilitarista benthamista; más bien plantea como fin la búsqueda de la felicidad pero en el marco de la cooperación social. No es lo mismo que “la mayor felicidad para el mayor número” que puede terminar justificando todo tipo de políticas basadas en supuestos cálculos de costos y beneficios. Aquí sus palabras introductorias en el libro Los Fundamentos de la Moral:

El objetivo último de la conducta de cada uno de nosotros, en cuanto individuos, es maximizar la propia felicidad y el propio bienestar. Por tanto el esfuerzo que cada uno de nosotros realice, como miembro de la sociedad, debe concretarse en inducir y persuadir a todos los demás para que actúen, a fin de maximizar la felicidad y el bienestar duraderos de la sociedad en conjunto, y hasta, si fuera necesario, impedir por la fuerza que alguien actúe en sentido contrario, pues la felicidad y el bienestar de cada uno se promueven observando la misma conducta con la que se promueven la felicidad y el bienestar de todos. A la inversa: la felicidad y el bienestar de todos se promueven observando la conducta con la cual se promueven la felicidad y el bienestar de cada uno. En el largo plazo, los objetivos del individuo y de la «sociedad» (considerada esta palabra como el nombre que cada uno de nosotros damos al conjunto de todos los individuos) se unen y tienden a coincidir.

Podemos formular esta conclusión de otra forma: el objetivo de cada uno de nosotros es maximizar la propia satisfacción; y cada uno de nosotros reconocemos que la propia satisfacción puede maximizarse mejor cooperando con otros y contando con la cooperación de ellos. Por consiguiente, la sociedad misma puede definirse como la combinación de los individuos en un esfuerzo cooperativo.[33] Si tenemos presente esto, no hay ningún mal en decir que, así como el objetivo de cada uno de nosotros es maximizar su propia satisfacción, el de la «sociedad» es maximizar la satisfacción de cada uno de sus miembros; o, si esto no puede lograrse completamente, tratar de reconciliar y armonizar tantos deseos como sea posible y minimizar la insatisfacción o maximizar la satisfacción de tantas personas como sea posible en el largo plazo.

Así, en nuestro objetivo se prevé continuamente tanto el estado presente de bienestar como el estado futuro de bienestar; la maximización tanto de la satisfacción presente como de la satisfacción futura.

Pero esta formulación del objetivo último nos hace avanzar solo un poquito hacia un sistema de ética.

  1. El camino hacia el objetivo

Fue un error de la mayoría de los utilitaristas más antiguos, así como de los primeros moralistas, suponer que, si ellos pudieran encontrar y definir alguna vez el objetivo último de la conducta, el gran summum bonum, su misión estaría consumada. Parecían así caballeros medievales, dedicando todos sus esfuerzos a la búsqueda del Santo Grial y suponiendo que, una vez encontrado, su tarea habría concluido.

Sin embargo, incluso suponiendo que hemos encontrado, o hemos tenido éxito en enunciarlo, el objetivo «último» de la conducta, no tenemos más acabada nuestra tarea que si hubiéramos decidido ir a Tierra Santa. Debemos saber la manera de llegar allí. Debemos conocer los medios y la forma de obtenerlos.

¿Por qué medios vamos a lograr el objetivo de nuestra conducta? ¿Cómo sabremos con qué conducta tendremos la mayor probabilidad de conseguir este objetivo?

El gran problema de la ética es que no hay dos personas que encuentren su felicidad o satisfacción exactamente en las mismas cosas. Cada uno de nosotros tiene su propio conjunto peculiar de deseos, sus propias valoraciones particulares, sus propios fines intermedios. La unanimidad en los juicios de valor no existe y probablemente nunca existirá.

Esto parece constituir un dilema, un callejón sin salida lógica, del que los escritores éticos más antiguos lucharon para escapar. Muchos de ellos pensaron que habían encontrado la salida en la doctrina de que los objetivos últimos y las reglas éticas eran conocidos por «intuición». Cuando surgía el desacuerdo sobre estos objetivos o reglas, trataban de superarlo consultando sus propias conciencias individuales y guiándose por sus propias intuiciones privadas. Esta no era una buena salida. Sin embargo, hay un camino para escapar.

El camino radica en la cooperación social. Para cada uno de nosotros, la cooperación social es el gran medio con el que alcanzar casi todos nuestros fines. Por supuesto, la cooperación social no es para cada uno de nosotros el fin último, sino un medio. Este planteamiento tiene la gran ventaja de que no se requiere ninguna unanimidad en cuanto a los juicios de valor para hacerla funcionar.[34] Pero es un medio tan central, tan universal, tan indispensable para la realización prácticamente de todos nuestros otros fines, que hay poco daño en considerarla como un fin en sí misma, e incluso en tratarla como si fuera el objetivo de la ética. De hecho, precisamente porque ninguno de nosotros sabe exactamente lo que proporcionaría la mayor satisfacción o felicidad a otros, la mejor prueba de nuestras acciones o reglas de acción es el grado hasta el que con ellas se promueven una cooperación social que permite mejor a cada uno de nosotros perseguir nuestros propios fines.

Sin la cooperación social, el hombre moderno no podría haber conseguido la más mínima fracción de los fines y satisfacciones que con ella ha conseguido. La misma subsistencia de la inmensa mayoría de nosotros depende de ella. No podemos tratar la subsistencia como despreciablemente material e indigna de nuestra atención moral. Mises nos lo recuerda: «Incluso los fines más sublimes no pueden ser buscados por gente que no haya satisfecho primero las necesidades de su cuerpo animal».[35] Philip Wicksteed lo ha dicho más concretamente: «Un hombre no puede ser ni santo, ni amante, ni poeta, a menos que haya tenido algo que comer».”

Henry Hazlitt sobre la definición de la palabra libertad, desde John Locke hasta Hayek. El valor más alto

Con los alumnos de Ética de la Libertad, de la UFM, vemos a Henry Hazlitt sobre la palabra libertad:

“Aun siendo tantas y tan variadas las concepciones de la «justicia», no son nada comparadas con la variedad y el número de concepciones de la «libertad». Libros enteros se han dedicado a analizar lo que la palabra significa para diferentes escritores o en múltiples entornos. Mi objetivo aquí es tratar solo algunos de estos significados.

La palabra libertad se utiliza tanto en el ámbito legal o político como en el moral. Me parece que en el ámbito legal y político el concepto más certero, o al menos el más útil y fructífero, es el que utilizó John Locke en su Second Treatise of Civil Government (sección 57):

El fin de la ley no es abolir o restringir la libertad, sino conservarla y ampliarla, pues en todos los estados de los seres creados, capaces de ser regidos por leyes, donde no hay ley no hay libertad. La libertad consiste en ser libre de restricciones y violencia de parte de otros, lo que no puede suceder donde no hay ley; y no es, como se nos dice, «una libertad para que cada persona haga lo que desea». Porque, ¿quién puede ser libre, cuando el carácter de cualquier otro hombre puede dominarlo? La libertad implica disponer y ordenar libremente cada persona de las propias acciones, posesiones y propiedades a su antojo, dentro de lo permitido por las leyes bajo las cuales se vive y, en ese sentido, no estar sujeto a la voluntad arbitraria de otros, sino seguir libremente la propia.

La mejor y más completa exposición moderna desde este punto de vista se encuentra en The Constitution of Liberty de F. A. Hayek.[310] El propósito de la ley y la función principal del Estado deberían ser maximizar la seguridad y la libertad, y minimizar la coerción. La libertad significa para el individuo que es libre de actuar de acuerdo con sus propias decisiones y proyectos, en contraste con el que está sujeto a la voluntad arbitraria de otro. Por supuesto, no puede evitarse totalmente la coerción. La única forma de prevenir la coerción de un hombre por parte de otro es la amenaza de coerción contra cualquier posible represor. Esta es la función de la ley, de quienes tienen que hacerla cumplir y del Estado. Si la coerción tiene que minimizarse, el Estado debe tener el monopolio de la coerción. Y la coerción ejercida por el Estado solo puede minimizarse si es ejercida sin arbitrariedad o capricho, y únicamente de acuerdo con las reglas generales y conocidas que constituyen la ley.

Este concepto de libertad, entendida como la ausencia de coacción —que incluye la calificación de que «hay casos en los cuales la gente tiene que ser obligada, si se quiere conservar la libertad de otros»[311]— es la concepción política más antigua de la libertad. Afortunadamente, todavía es también del dominio común entre muchos juristas, economistas y científicos políticos.[312] Ciertamente, puede decirse que se trata de un concepto «simplemente negativo». Pero ello es así solo «en el sentido de que la paz es también un concepto negativo, o de que la seguridad o la tranquilidad o la ausencia de cualquier impedimiento o mal particular son negativos».[313] La mayor parte de los conceptos «positivos» de la libertad la identifican con el poder de satisfacer todos nuestros deseos o incluso con «la libertad de obligar a otros».[314]

Ahora bien, cuando aplicamos esta concepción política de la libertad al ámbito moral, vemos que es tanto un fin en sí misma como el medio necesario para conseguir la mayoría de nuestros otros fines. Todos los hombres y todos los animales se rebelan contra la restricción física que se pretende ejercer sobre ellos, simplemente porque es una restricción. Sujete los brazos de un bebé y comenzará a forcejear, a llorar y a gritar. Amarre a un cachorro con una cuerda y tendrá que arrastrarlo por el cuello mientras se aferra al suelo con las cuatro patas. Libere a un perro que ha estado amarrado y saltará y correrá en círculos con frenética alegría. Los presos, los alumnos, los soldados o los marineros mostrarán un regocijo desenfrenado en los primeros momentos u horas de ser liberados de la cárcel, la escuela, el cuartel o el barco. El valor vinculado a la libertad nunca se ve más claro que cuando los hombres han sido privados de ella o cuando la misma se ha restringido, aunque lo haya sido levemente. La libertad es un fin tan precioso en sí mismo que Lord Acton declaró: «No es un medio para un fin político más alto. Es el fin político más alto».

Sin embargo, aunque la libertad es, sin lugar a dudas, un fin en sí misma, también tiene el más alto valor, repito, como medio para alcanzar la mayoría de nuestros otros fines. Solo podemos perseguir tanto nuestras metas económicas como las intelectuales y las espirituales, si somos libres para hacerlo. Solo cuando somos libres para hacer algo tenemos el poder de elegir. Y solo cuando tenemos el poder de elegir puede decirse que nuestra elección es correcta o moral. No se puede afirmar que sea moral el acto de un esclavo o cualquier otro realizado bajo coacción. (Por supuesto, lo mismo no se aplica a la inmoralidad. Si un hombre azota a alguien, porque teme que de otra manera él mismo sería azotado, o asesina a otro, bajo órdenes, para salvar su propia vida, aun así su acto es inmoral).

La libertad es la base esencial, el sine qua non, de la moralidad. La moralidad solo puede existir en una sociedad libre y en la medida que existe la libertad. Solo en la medida que los hombres tienen el poder de elegir, se puede decir que eligen el bien.

Ludwig von Mises sobre la esclavitud, la servidumbre y la libertad de los trabajadores

Con los alumnos de Ética de la Libertad de la UFM, vemos a Mises sobre el liberalismo clásico, considerando los fundamentos de una política liberal:

“La idea de libertad se halla tan enraizada en todos nosotros que durante mucho tiempo nadie osó cuestionarla. La gente se acostumbró a hablar de libertad sólo con la mayor reverencia; sólo Lenin se atrevió a calificarla de «prejuicio burgués». Aunque todo esto a menudo se olvida actualmente, se trata sin embargo de una conquista del liberalismo. El propio término de «liberalismo» deriva precisamente de «libertad», mientras que el nombre del partido opuesto a los «liberales» (ambas denominaciones proceden de las batallas constitucionales españolas de las primeras décadas del siglo xix) era el de partido de los «serviles».

Antes de la aparición del liberalismo, incluso grandes filósofos, grandes fundadores de religiones y eclesiásticos animados de las mejores intenciones, así como grandes estadistas que amaban sinceramente a sus pueblos, consideraron al unísono la esclavitud como una institución legítima, útil a todos e incluso beneficiosa. Se pensaba que existen hombres y pueblos destinados por la naturaleza a ser libres y otros destinados a no serlo. Y quienes así pensaban no eran sólo los amos, sino también gran parte de los propios esclavos. Éstos aceptaban la esclavitud no sólo porque se veían forzados a adaptarse al poder superior de los amos, sino también porque en ello veían un aspecto positivo; al esclavo se le descargaba de la preocupación de buscarse el pan cotidiano, ya que correspondía al amo atender a sus necesidades elementales. Cuando en el siglo xviii y en la primera mitad del xix empezó el liberalismo a abolir la servidumbre de la gleba y la sujeción de las poblaciones campesinas en Europa, y la esclavitud de los negros en las colonias de Ultramar, no pocos filántropos sinceros manifestaron su contrariedad. Decían que los trabajadores no libres se habían acostumbrado a su condición de falta de libertad y no la sentían en modo alguno como un peso insoportable; que aún no estaban maduros para la libertad y que no sabían qué hacer con ella; que la pérdida de la protección de sus amos les perjudicaría enormemente; que no estarían en condiciones de administrar su propia vida de modo que pudieran disponer siempre de lo necesario y no tardarían en caer en la miseria. Por un lado, pues, con la emancipación no ganarían nada realmente importante; por otro, perjudicarían gravemente la mejora de sus condiciones materiales.

Lo sorprendente era que estas mismas opiniones podían oírse de boca de personas carentes de libertad. Para contrarrestar estas concepciones, muchos liberales creían que había que generalizar y a veces incluso denunciar de manera exagerada algunos casos de tratos crueles de los esclavos y de los siervos de la gleba que en realidad no eran más que fenómenos excepcionales. Los excesos no eran ciertamente la regla; los había sin duda de manera esporádica, y el hecho de que los hubiera fue también un motivo para abolir tal sistema. Pero lo normal era un tratamiento humano y benévolo de los siervos por parte de sus amos.

Cuando a quienes recomendaban la abolición de la esclavitud sólo por motivos genéricamente humanitarios se les objetaba que el mantenimiento del sistema sería también interés de los propios esclavos, no tenían ningún argumento serio con que replicar. Pues para replicar a esta objeción a favor de la esclavitud sólo existe un argumento que refuta y siempre ha refutado todos los demás: que el trabajo libre es incomparablemente más productivo que el trabajo efectuado por quien no es libre. El trabajador no libre no tiene interés alguno en emplear seriamente sus propias fuerzas. Trabaja, pues, cuanto basta y con la asiduidad suficiente para evitar las sanciones previstas para quien no respeta los mínimos de trabajo. El trabajador libre, en cambio, sabe que puede mejorar su propia remuneración cuanto más intensifica la prestación laboral. Emplea plenamente sus fuerzas para aumentar su renta. Compárese, por ejemplo, el esfuerzo que exige del trabajador el manejo de un moderno tractor con el empleo relativamente limitado de inteligencia, fuerza y atención que hace apenas dos generaciones se consideraba suficiente para el siervo de la gleba para efectuar el mismo trabajo con el arado. Sólo el trabajo libre puede efectuar las prestaciones que se le exigen a un trabajador industrial moderno.”

Filosofía: ¿quien la necesita? Ayn Rand señala que el grado de confianza que te tengas tiene que ver con las respuestas que aceptes

Con los alumnos de Ética de la Libertad, UFM, vemos ahora a Ayn Rand y el texto de una de sus conferencias: «Filosofía, ¿quién la necesita?:

La filosofía estudia la naturaleza fundamental de la existencia, del
hombre, y de la relación del hombre a la existencia. Contrariamente a las
ciencias especiales, que tratan sólo de aspectos particulares, la filosofía
trata de aquellos aspectos del universo que tienen que ver con todo lo que
existe. En la esfera de la cognición, las ciencias particulares son los
árboles, pero la filosofía es el suelo sobre el que crece el bosque.
La filosofía no te dirá, por ejemplo, si estás en Nueva York o en Zanzíbar
(aunque te daría los medios para averiguarlo). Pero esto es lo que sí te
dirá: ¿Estás en un universo gobernado por leyes naturales y, por lo tanto,
estable, firme, absoluto – y conocible? ¿O estás en un caos
incomprensible, un reino de milagros inexplicables, un flujo
impredecible e imprevisible, que tu mente es impotente para captar? ¿Las
cosas que ves a tu alrededor, son reales – o son sólo una ilusión? ¿Existen
independientemente de cualquier observador – o son creadas por el
observador? ¿Son el objeto o el sujeto de la consciencia del hombre?
¿Son lo que son – o pueden ser modificadas por un mero acto de tu
consciencia, tal como un deseo?
La naturaleza de tus acciones – y de tu ambición – será diferente, según
el conjunto de respuestas que aceptes. Estas respuestas pertenecen al
ámbito de la metafísica – el estudio de la existencia como tal o, en
palabras de Aristóteles, del «ser cual ser» –, la rama básica de la filosofía.
Sean cuales sean las conclusiones a que llegues, te verás obligado a
responder a otra pregunta corolaria: ¿Cómo lo sé? Dado que el hombre
no es omnisciente ni infalible, tienes que descubrir qué puedes considerar
conocimiento y cómo puedes demostrar la validez de tus conclusiones.
¿El hombre adquiere conocimiento mediante un proceso de razón – o por
revelación instantánea de un poder sobrenatural? ¿Es la razón una
facultad que identifica e integra el material provisto por los sentidos del
hombre – o se alimenta de ideas innatas, implantadas en la mente del
hombre antes de nacer? ¿Es la razón competente para percibir la realidad
– o posee el hombre alguna otra facultad cognitiva superior a la razón?
¿Puede el hombre llegar a tener certeza – o está condenado a la duda
perpetua?
El grado de confianza en ti mismo – y de tu éxito – será diferente según
el conjunto de respuestas que aceptes. Estas respuestas pertenecen al
ámbito de la epistemología, la teoría del conocimiento, que estudia los
medios de conocimiento del hombre.