Murray Rothbard critica las bases de la economía neoclásica y propone una reconstrucción de los conceptos de utilidad y bienestar

Con los alumnos de Historia del Pensamiento Económico II (Escuela Austriaca), vemos un artículo esencial de Murray Rothbard: “Hacia una reconstrucción de la economía de la utilidad y el bienestar”, donde analiza el fundamento de toda la economía, la teoría del valor y la utilidad modernas. En estos párrafos se refiere a las “curvas de indiferencia”:

Rothbard

“Los revolucionarios de Hicks reemplazaron el concepto de la utilidad cardinal con el concepto de clases de indiferencia y durante los últimos veinte años, las revistas de economía han estado plagadas de curvas de indiferencia bidimensionales y tridimensionales, tangentes, “líneas de presupuesto” y demás. La consecuencia de una adopción de la aproximación de la preferencia demostrada es que todo un concepto de clase de indiferencia debe caer por tierra, junto con la complicada superestructura erigida sobre él.

La indiferencia nunca puede demostrarse por la acción. Todo lo contrario. Toda acción significa necesariamente una decisión y cada decisión significa una preferencia concreta. La acción implica lo contrario de la indiferencia. El concepto de indiferencia es un ejemplo particularmente desafortunado del error de psicologización. Se supone que las clases de indiferencia existen  subyaciendo en algún lugar y aparte de la acción. Esta suposición se muestra particularmente en aquellas explicaciones que tratan de “mapear” empíricamente curvas de indiferencia mediante el uso de complicados cuestionarios.

Si una persona es realmente indiferente ante dos alternativas, no puede elegir y no elegirá entre ambas.[29] Por tanto la indiferencia nunca es relevante para la acción y no puede probarse en la acción. Por ejemplo, si a un hombre le es indiferente el uso de 5,1 onzas y 5,2 onzas de mantequilla debido a lo mínimo de la unidad, n tendrá ocasión de actuar sobre estas alternativas. Usará la mantequilla en unidades más grandes cuando las cantidades variables no le sean indiferentes. El concepto de “indiferencia” puede ser importante para la psicología, pero no para la economía. En psicología nos interesa descubrir nuestras intensidades de valor, la posible indiferencia y todo eso. Sin embargo, en economía solo nos interesan valores revelados mediante decisiones. A la economía le resulta indiferente si un hombre elige la alternativa A en lugar de la alternativa B, porque prefiera con mucho A o porque haya lanzado una moneda. El hecho de clasificar es lo que importa a la economía, no las razones por las que el individuo llega a esa clasificación.

En años recientes el concepto de indiferencia ha estado sujeto a serias críticas. El profesor Armstrong apuntaba que bajo la curiosa formulación de “indiferencia” de Hicks, es posible que una persona sea “indiferente” entre dos alternativas y aun así elegir una por encima de la otra.[30] Little tiene alguna buena crítica del concepto de indiferencia, pero su análisis está viciado por su ansia de usar teoremas defectuosos para llegar a conclusiones sociales y por su metodología radicalmente conductivista.[31] El profesor Macfie ha planteado un ataque muy interesante al concepto de indiferencia desde el punto de vista de la psicología.[32] Los teóricos de la indiferencia tienen dos defensas básicas del papel de la indiferencia en la acción real. Una es citar la famosa fábula del asno de Buridán. Es el asno “perfectamente racional” quien demuestra indiferencia quedándose parado y hambriento, equidistante de dos balas de heno igualmente atractivos.[33]

Como las dos balas son igualmente atractivas en todos sus aspectos, el asno no puede escoger ninguna y por tanto muere de hambre. Se supone que este ejemplo indica cómo puede revelarse la indiferencia en la acción. Por supuesto, es difícil concebir un asno o persona que pueda ser menos racional. En realidad, no tiene dos alternativas sino tres, siendo la tercera morir de hambre donde se encuentra. Incluso partiendo la base de los teóricos de la indiferencia, esta tercera alternativa se clasificaría por debajo de las otras dos en la escala de valores del individuo. No elegiría morir de hambre.

Si ambas balas de heno son igualmente atractivas, entonces el asno u hombre que debe elegir una u otra, dejará que la suerte, por ejemplo lanzando una moneda, decida cuál. Pero entonces la indiferencia sigue sin revelarse por esta decisión, pues el lanzamiento de una moneda ¡le ha permitido establecer una preferencia![34]

El otro intento de demostrar las clases de indiferencia se basa en la falacia de la coherencia-constancia, que hemos analizado antes. Así, Kennedy y Walsh afirman que un hombre puede revelar indiferencia si, cuando se le pide que repita sus decisiones entre A y B a lo largo del tiempo, elige cada alternativa un 50% de las veces.[35]

Si el concepto de la curva individual de indiferencia es completamente falso, es bastante evidente que el concepto de Baumol de la “curva de indiferencia comunitaria”, que pretende construir a partir de curvas individuales, merece la mínima atención posible.[36]”

Alberdi defiende la propiedad pero plantea la posibilidad de limitarla por el «bienestar general»…, ¿qué es eso y quién lo define?

Con los alumnos de la UBA Derecho vemos a Juan Bautista Alberdi y su explicación de cómo la Constitución “protege los beneficios y renta de la tierra”, algo que, obviamente, no parece haberse tenido en cuenta en muchos casos. Pero presenta allí un concepto, también presente en la Constitución norteamericana, poco claro y que abre la puerta a todo tipo de intervenciones y, finalmente, al abandono de los principios de la misma Constitución.

Primero algunos comentarios:

“El art. 14 da a todos los habitantes del país, entre otros derechos civiles, el de usar y disponer de su propiedad, en cuyo dominio entra la tierra como uno de tantos bienes. El art. 17 declara inviolable la propiedad, cuya garantía favorece naturalmente a la tierra, por ser la propiedad más expuesta a violaciones.

Todos los extranjeros disfrutan en el territorio argentino deL derecho de poseer bienes raíces, comprarlos y enajenarlos, según el art. 20 de su Constitución.

En apoyo de estas garantías privadas, la Constitución protege el principio de propiedad territorial por las siguientes limitaciones impuestas al poder de legislar sobre su ejercicio.

Ninguna legislatura nacional o de provincia podrá conceder al Ejecutivo facultades extraordinarias, sumisiones o supremacías que pongan las fortunas privadas a merced del gobierno. (Artículo 29).

El art. 28 establece que los principios, garantías y derechos reconocidos por la Constitución (en favor de la propiedad territorial, a la par que de otras garantías) no pueden ser adulterados por leyes que reglamenten su ejercicio.

He aquí una parte del derecho fundamental argentino en materia agraria, no toda.”

Pero luego se impuso la idea de que los derechos son “relativos” y que pueden ser alterados por las leyes que reglamenten su ejercicio. El mismo Alberdi deja la puerta abierta:

“¿Estas limitaciones son un obstáculo tan absoluto que quiten al legislador el poder de reglar la propiedad agraria del modo más ventajoso a la riqueza pública?

No: todos los derechos asegurados por la Constitución están subordinados, o más bien encaminados, al bienestar general, que es uno de sus propósitos supremos, expresados a la cabeza de su texto.

El camino de ese bienestar general está trazado por la Constitución misma (art. 64, inciso 16), que conduce a él por el brazo de la civilización material o económica, es decir, promoviendo la industria, la inmigración, la construcción de ferrocarriles y canales navegables, la colonización de tierras de propiedad nacional, la introducción y establecimiento de nuevas industrias, la importación de capitales extranjeros y la exploración de los ríos interiores, por leyes protectoras de estos fines. . .”

En fin, todas las intervenciones posteriores y el camino al estatismo estuvieron montados sobre la idea de que esas medidas promovían el “bienestar general”, un concepto más que vago y difuso.

Para Alberdi, el gasto público estaba claramente definido en la Constitución. ¿Estaba? ¿Qué es promover el bienestar?

Con los alumnos de la UBA Derecho completamos el estudio de Juan Bautista Alberdi y su libro “Sistema Económico y Rentístico…”. Pensaba que la redacción de la Constitución establecía un claro límite y definición a dicho gasto, pero está claro que no fue así. Es que palabras como «promover el bienestar general» terminaron justificando cualquier cosa. Aquí sus palabras:

“El gasto público de la Confederación Argentina, según su Constitución, se compone de todo lo que cuesta el «constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común. promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad»; en una palabra, el gasto nacional argentino se compone de todo lo que cuesta el conservar su Constitución, y reducir a verdades de hecho los objetos que ha tenido en mira al sancionarse, como lo declara su preámbulo.

Todo dinero público gastado en otros objetos que no sean los que la Constitución señala como objetos de la asociación política argentina, es dinero malgastado y malversado. Para ellos se destina el Tesoro público, que los habitantes del país contribuyen a formar con el servicio de sus rentas privadas y sudor. Ellos son el límite de las cargas que la Constitución impone a los habitantes de la Nación en el interés de su provecho común y general.

Encerrado en ese límite el Tesoro nacional, como se ve, tiene un fin santo y supremo; y quien le distrae de él, comete un crimen, ya sea el gobierno cuando lo invierte mal, ya sea el ciudadano cuando roba o defrauda la contribución que le impone la ley del interés general. Hay cobardía, a más de latrocinio, en toda defraudación ejercida contra el Estado; ella es el egoísmo llevado hasta la bajeza, porque no es el Estado, en último caso, el que soporta el robo, sino. el amigo, el compatriota del defraudador, que tienen que cubrir con su bolsillo el déficit que deja la infidencia del defraudador.

Para mantener la Constitución y llevar a cabo los objetos de su instituto que hemos señalado más arriba, la misma Constitución instituye y funda el gobierno, cuyo costo se extiende y divide como los servicios de su cargo, y las necesidades públicas que deben satisfacerse con el Tesoro de la Confederación.

Según esto, los gastos se dividen primeramente en gastos nacionales y gastos de provincia.

Teniendo cada provincia su gobierno propio, revestido del poder no delegado por la Constitución al gobierno general, cada una tiene a su cargo el gasto de su gobierno local; cada una lo hace a expensas de su Tesoro de provincia, reservado justamente para ese destino. Según eso, en el gobierno argentino, por regla general, todo gasto es local o provincial; el gasto general, esencialmente excepcional y limitado, se contrae únicamente a los objetos y servicios declarados por la Constitución, como una delegación que las provincias hacen a la Confederación, o Estado general. Este sistema, que se diría entablado en utilidad de la Confederación, ha sido reclamado y defendido por cada una de las provincias que la forman. (Constitución argentina, parte 2a, título 2°, y pactos preexistentes invocados en su preámbulo.)

Su resultado puede influir grandemente en el progreso provincial, si se sabe dirigir con acierto. Dejándose a cada provincia el gasto de lo que cuesta su progreso y gobierno, tiene en su mano la garantía de una inversión oportuna y acertada. Por la regla muy cierta en administración, de que gasta siempre mal el que gasta de lejos, porque gasta en lo que no ve ni conoce sino por noticias tardías o infieles, el sistema argentino en esta parte consiste precisamente en esa descentralización discreta, que ha hecho la prosperidad interior de la Inglaterra, de los Estados Unidos, de la Suiza y de la Alemania. En lo administrativo y no en lo político está el mérito de las federaciones.

Así los gastos de provincia no son del resorte del Tesoro nacional en la Confederación Argentina. Pero es preciso no confundir con los gastos de provincia propiamente dichos los gastos de carácter nacional ocasionados en provincia. En este sentido, los gastos nacionales de la Confederación, considerados dentro de sus límites excepcionales, son susceptibles de la división ordinaria en gastos generales y gastos locales de carácter federal. Los gastos del servicio de aduanas, del de correos, de la venta de las tierras publicas, los gastos del ejército, que son todos gastos nacionales, se dividirán naturalmente en tantas secciones locales como las provincias en que se ocasionen. Esa división será necesaria al buen método y claridad del cálculo de gastos y a la confección de la ley de presupuestos. Por otra parte, residiendo el gasto público al lado de la entrada fiscal en cada sección de la Confederación, y no habiendo necesidad de que el Tesoro percibido en provincia viaje a la capital para volver a la provincia en que haya de invertirse, la división de entradas y gastos en dos órdenes, uno general y otro local, servirá para distribuir los gastos locales que pertenecen a la Confederación en el orden en que están distribuidas las entradas, sin necesidad de sacar los caudales del lugar de su origen y destino en la parte que tiene de federal o nacional. Bajo el antiguo régimen español del virreinato argentino, se observaba un método semejante que se debe estudiar como antecedente nacido de la experiencia de siglos.

De este modo, mediante un buen sistema de contabilidad, la nacionalidad de ciertas rentas, proclamada por la Constitución, no traerá más alteración práctica en la caja de provincia, que un cambio en cierto modo nominal, mediante el cual se reconoce a la nación el derecho de exigir y gobernar como suya cierta parte del Tesoro que cada provincia ejercía por sí durante el aislamiento. El solo reconocimiento de este principio restablece la idea de una patria o nacionalidad común en materia de rentas. El tiempo traerá sus resultados con tanta mayor brevedad, cuanto menos empeño tome el gobierno general en reducir a realidad presente la centralización del Tesoro, reinstalado constitucionalmente después de cuarenta años de aislamiento y desquicio, en ese punto más delicado que el poder político.”

Public Choice levanta el velo: no tiene sentido asumir al Estado como ‘dictador benevolente’

Con los alumnos de Economía e Instituciones de OMMA-Madrid vemos los capítulos 4 y 5 sobre el supuesto de “dictador benevolente”. Algunos párrafos:

Durante mucho tiempo, buena parte de los economistas se concentraron en analizar y comprender el funcionamiento de los mercados, y olvidaron el papel que cumplen los marcos institucionales y jurídicos de los Gobiernos. Analizaban los mercados suponiendo que funcionaban bajo un “gobernante benevolente”, definiendo como tal a quien persigue el “bien común”, sin consideración por el beneficio propio, y coincidiendo en esto con buena parte de las ciencias políticas y jurídicas . Tal como define al Estado la ciencia política, tiene aquel el monopolio de la coerción, pero lo ejerce en beneficio de los gobernados.

Por cierto, hubo claras excepciones a este olvido. Inspirados en ellas, autores como Anthony Downs o James Buchanan y Gordon Tullock iniciaron lo que se ha dado en llamar “análisis económico de la política”, en el contexto de gobiernos democráticos, originando una abundante literatura. Su intención era aplicar las herramientas del análisis económico a la política y el funcionamiento del Estado, pues la teoría política predominante no lograba explicar la realidad de manera satisfactoria.

Uno de los primeros pasos fue cuestionar el supuesto del “gobernante benevolente” que persigue el bien común; porque, ¿cómo explicaba esto los numerosos casos en que los Gobiernos implementan medidas que favorecen a unos pocos? O más aún: ¿cómo explicar entonces que los gobernantes apliquen políticas que los favorecen a ellos mismos, en detrimento de los votantes/contribuyentes? Por último, ¿cómo definir el “bien común” ? Dadas las diferencias en las preferencias y valores individuales, ¿cómo se podría llegar a una escala común a todos? Esto implicaría estar de acuerdo y compartir dicha escala, pero el acuerdo que pueda alcanzarse tiene que ser necesariamente vago y muy general, y en cuanto alguien quiera traducir eso en propuestas específicas surgirán las diferencias. Por eso vemos interminables discusiones sobre la necesidad de contar con un “perfil de país” o una “estrategia nacional” que nos lleve a alcanzar ese bien común, pero, cuando se consideran los detalles, los “perfiles de país” terminan siendo más relacionados con algún sector específico o difieren claramente entre sí.

Los autores antes mencionados decidieron, entonces, asumir que en la política sucede lo mismo que en el mercado, donde el individuo persigue su propio interés, no el de otros. En el mercado, esa famosa “mano invisible” de Adam Smith conduce a que dicha conducta de los individuos termine beneficiando a todos. ¿Sucede igual en el Estado? Se piensa en particular en el Estado democrático, porque se supone que los Gobiernos tiránicos o autoritarios no le dan prioridad a los intereses de los gobernados.

Algunos economistas intentaron definir ese “bien común” en forma científica, como una “función de bienestar social”, pero sin éxito (Arrow 1951). Además, si hubiese alguna forma de definir específicamente ese bien común o bienestar general como una función objetiva, no importaría si es el resultado de una decisión democrática, de una decisión judicial o simplemente un decreto autoritario que lo imponga.

Como veremos, al cambiar ese supuesto básico, la visión que se tiene de la política es muy distinta: el político persigue, como todos los demás y como él mismo fuera de ese ámbito, su interés personal. No se puede definir algo como un “bien común”, un resultado particular que sea el mejor, pero sí se puede evaluar un proceso, en el que el resultado “bueno” sea aquél que es fruto de las elecciones libres de las personas. ¿Existe entonces un mecanismo similar a la “mano invisible” en el mercado, que guíe las decisiones de los votantes y las acciones de los políticos a conseguir los fines que persiguen los ciudadanos? Este enfoque, llamado en general “Teoría de la Elección Pública” (Public Choice) se centra en los incentivos. De ahí que también se le conozca como “análisis económico de la política”.

Pero no son los incentivos el único problema que se presenta en el supuesto del dictador benevolente. También está el problema de la información, similar al planteado por Mises y Hayek en relación con la planificación económica, aunque originalmente presente en un autor anterior .

Estos dos cuestionamientos plantean entonces dos principales problemas al funcionamiento de la política, como mecanismo para satisfacer las necesidades de la gente: un problema de información, relacionado con la formación de las preferencias y su “revelamiento”, y los medios y procedimientos para satisfacerlas; y un problema de incentivos, por los que las acciones de los representantes deben dirigirse a ese objetivo.

 

¿Qué es el «bienestar general»? ¿Es el ‘óptimo de Pareto’? ¿TIene éxito el estado donde el Mercado falla?

Los alumnos de la materia “Applied Economics” de SMC leen los dos primeros capítulos del libro “El Foro y el Bazar”. Claro, la materia es “economía aplicada” pero se encuentran allí con un problema que es, en verdad, de naturaleza casi filosófica.

Se trata de definir qué es una “sociedad” y si puede hablarse de algo como el “bienestar común”, que guíe la toma de decisiones colectivas. En ese sentido, me parece que el Derecho ha avanzado poco y presenta definiciones muy poco precisas. En un post reciente, una alumna presentaba una definición de “servicio público” así: “un servicio se considera público cuando su finalidad es atender una necesidad de la sociedad en su conjunto”. Parecería de allí derivarse una definición de “bienestar común” como aquél en que la sociedad mejor satisface sus necesidades en conjunto.

Pero es inevitable preguntar: ¿qué significa satisfacer una necesidad en conjunto? La “sociedad” no existe como un ser aparte de los miembros que la componen, por lo que se hace necesario definir qué significa eso de “en conjunto”. ¿Quiere decir todos, una cierta mayoría? ¿Y cómo sabemos cuál es esa necesidad de la sociedad en su conjunto? En general, veo que los alumnos de Derecho llegan con una visión “normativa” del asunto: es lo que el Estado “debería” hacer, claro, si los políticos fueran ángeles. Pero no hay una pregunta profunda y una explicación concreta de lo que “es” tal como el bienestar general.

En ese sentido, la economía parece haber avanzado un poco más y, al menos, haber presentado una definición que permite avanzar algo en la discusión. Se trata del “óptimo de Pareto”. En términos simples, una situación es más ‘eficiente’ que otra si algunos han podido mejorar su situación, sin que empeore la situación de los demás. Y se alcanzaría un óptimo cuando ya no puedan algunos mejorar su situación, sin empeorar la situación de los demás. Ese óptimo podría ser el “bienestar general” del que hablan los alumnos de Derecho.

No parece una definición muy precisa pero, al menos, los economistas han precisado algo: que ese óptimo se alcanza en el punto de equilibrio, donde se cruzan las curvas de oferta y de demanda, donde la cantidad demandada es igual a la cantidad ofrecida. Dicho de otra forma: cuando se ha agotado todas las oportunidades de intercambio, los bienes o servicios han quedado en manos de quienes más los valoran y se ha alcanzado el máximo de superávit de los demandantes y de los oferentes. Ambas partes en los intercambios han ganado…, sin que empeore la situación de los demás.

Ahora bien, a partir de esta definición la economía ha seguido dos caminos que llevan luego a conclusiones “aplicadas” bien distintas: por un lado, la mayoría de los economistas entiende que los mercados no alcanzan ese punto óptimo debido a la existencia de todo tipo de “fallas”, y de allí saltan a proponer que el Estado y la política sean los que van a superarlas, acercando la posición al óptimo. Por otro, autores como Mises o Hayek quienes señalan que el modelo ideal de los mercados en equilibrio es útil solamente para entender cómo la realidad no es, para remover de a poco algunos de sus supuestos y acercarnos al funcionamiento real de los mercados. Uno de ellos es el supuesto del conocimiento perfecto por parte de todos los participantes en el mercado, que es imperfecto y se encuentra disperso entre todos sus participantes. Desde ese punto de vista, el mercado por cierto que es imperfecto porque no hay nada “perfecto” en un mundo de limitaciones pero el mercado es un extraordinario mecanismo para transmitir y aprovechar ese conocimiento limitado y disperso y, en todo caso, hay que remover las barreras para que pueda cumplir esa función adecuadamente.

Por último, que las llamadas “fallas de mercado” (competencia imperfecta, externalidades, bienes públicos, información asimétrica, etc.) existan no implica que la política las vaya a solucionar mejor de los arreglos institucionales que las mismas sociedades desarrollan para hacerles frente. Es decir, no hay una única solución (política) sino que nos encontramos en un entorno de análisis comparativo de marcos institucionales diferentes, donde pocas veces la política supera a los arreglos de tipo voluntario, comunitario o cooperativo.