Con los alumnos de la UFM vemos Filosofía de Hayek, en base a su obra “Los Fundamentos de la libertad”. Comienza así en su introducción:
“¿Cuál fue el camino seguido hasta alcanzar nuestra actual situación; cuál la forma de gobierno a cuyo calor creció nuestra grandeza; cuáles las costumbres nacionales de las que surgió…? Si miramos a las leyes, veremos que proporcionan a todos igual justicia en los litigios… La libertad de que disfrutamos en la esfera pública se extiende también a la vida ordinaria… Sin embargo, esas facilidades en las relaciones privadas no nos convierten en ciudadanos sin ley. La principal salvaguardia contra tal temor radica en obedecer a los magistrados y a las leyes —sobre todo, en orden a la protección de los ofendidos—, tanto si se hallan recopiladas como si pertenecen a ese código que, aun cuando no ha sido escrito, no se puede infringir sin incurrir en flagrante infamia. PERICLES
“Para que las viejas verdades mantengan su impronta en la mente humana deben reintroducirse en el lenguaje y conceptos de las nuevas generaciones. Las que en un tiempo fueron expresiones de máxima eficacia, con el uso se gastan gradualmente, de tal forma que cesan de arrastrar un significado definido. Las ideas fundamentales pueden tener el valor de siempre, pero las palabras, incluso cuando se refieren a problemas que coexisten con nosotros, ya no traen consigo la misma convicción; los argumentos no se mueven dentro de un contexto que nos sea familiar y raramente nos dan respuesta directa a los interrogantes que formulamos.
Esto quizá sea inevitable, porque no existe una declaración de ideas tan completa que satisfaga a todos los hombres. Tales declaraciones han de adaptarse a un determinado clima de opinión y presuponen mucho de lo que se acepta por todos los hombres de su tiempo e ilustran los principios generales con decisiones que les conciernen.
No ha transcurrido un tiempo excesivo desde que fue reinstaurado el ideal de libertad que inspiró a la moderna civilización occidental y cuya parcial realización hizo posible sus efectivos logros. En realidad, durante casi un siglo los principios sobre los que la civilización fue edificada se han desmoronado entre crecientes negligencias y olvidos. Los hombres, en vez de tratar de mejorar el conocimiento y aplicación de aquellos principios básicos, se han dado, más a menudo, a buscar órdenes sociales sustitutivos.
Sólo al enfrentarnos con otros sistemas diferentes descubrimos que hemos perdido el claro concepto del objetivo perseguido y que carecemos de inconmovibles principios que nos sirvan de apoyo al combatir los dogmas ideológicos de nuestros antagonistas.
En la lucha por la estructuración moral de los pueblos del mundo, la falta de creencias firmes coloca a Occidente en gran desventaja. El estado de ánimo de los dirigentes intelectuales de Occidente se ha caracterizado largamente por la desilusión frente a sus principios, el menosprecio de sus logros y la exclusiva preocupación de crear «mundos mejores». Tal actitud no permite acariciar la esperanza de ganar prosélitos. Para triunfar en la gran contienda ideológica de esta época, es preciso, sobre todo, que nos percatemos exactamente de cuál es nuestro credo; poner en claro dentro de nuestras propias mentes lo que queremos preservar y lo que debemos evitar. No es menos esencial, al relacionarnos con los demás países, que nuestros ideales sean fijados de manera inequívoca. La política exterior queda prácticamente reducida, en la actualidad, a decidir cuál sea la filosofía social que deba imperar sobre cualquier otra, y nuestra propia supervivencia dependerá de la medida en que seamos capaces de aglutinar tras un ideal común a una parte del mundo lo suficientemente fuerte.
He ahí lo que hay que llevar a cabo enfrentándonos con condiciones muy desfavorables. Una gran parte de los pueblos del mundo ha imitado la civilización occidental y adoptado sus ideales en los momentos en que Occidente comenzaba a mostrarse inseguro de sí mismo y perdía la fe en las tradiciones que le dieron el ser. En tal período, precisamente, los intelectuales occidentales dejaron, en su gran mayoría, de creer en la libertad, cuando precisamente la libertad, al dar origen a aquellas fuerzas de que depende el desarrollo de toda civilización, hizo posible un crecimiento tan rápido y tan sin precedentes. En consecuencia, los hombres pertenecientes a países menos adelantados, en su tarea de proveer de ideas a sus propios pueblos, no asimilaron, durante el período de aprendizaje en el mundo occidental, la manera en que Occidente edificó su civilización, sino más bien los utópicos sistemas que su propio éxito engendró a manera de alternativa.”