¿Cuál es el objetivo de los representantes electos y los funcionarios? ¿El bien común o el propio?

El capítulo 5 de “El Foro y el Bazar” continúa el análisis económico de la política del capítulo anterior. Ahora, una vez que se ha obtenido un resultado electoral, es decir, una vez que se han revelado las preferencias de los votantes, debemos analizar la información y los incentivos que tienen tanto representantes políticos como funcionarios para perseguir esos objetivos, y no otros:

Una vez que tenemos un resultado, es necesario contar con los incentivos necesarios para que los representantes elegidos y los funcionarios persigan la satisfacción de las preferencias de los votantes, y no otros, o las propias. ¿Cuáles son sus objetivos? En el capítulo anterior vimos que la separación entre la acción que hay que realizar y el resultado que se pretende obtener, que encontramos en la política, actúa como un incentivo débil para que el votante esté informado o verifique si sus ideas son apropiadas incluso para los fines que desea alcanzar. Esto lo lleva a la apatía racional o a la ignorancia.

No sucede lo mismo con los políticos y funcionarios gubernamentales. Su actividad está en relación directa con el resultado que puedan obtener: el costo de sus errores recurrentes puede ser alto, por lo tanto es de esperar que estén informados y motivados para alcanzar su propio interés. En el caso de los políticos, tradicionalmente la visión del Public Choice fue asignarles el objetivo de ser elegidos, o reelegidos, ya que de otra forma no podrían alcanzar ninguno de sus objetivos, cualesquiera que fueren. En cuanto a los funcionarios públicos, repasaremos distintas teorías, que le asignan como objetivos el maximizar el tamaño de la burocracia a su cargo o, por el contrario, minimizar el esfuerzo que debe realizarse.

Los políticos, entonces, tienen incentivos para actuar racionalmente, pero, si los votantes son racionalmente apáticos, están desinformados y se adhieren a teorías erróneas, no tendrán como mínimo incentivos para aclarar sus conceptos. Por el contrario, tratarán de ofrecer lo que los electores buscan. Así, por ejemplo, si bien pueden saber que los salarios no se suben por decreto, sino por incrementos en la productividad del trabajo, si lo primero es lo que la gente cree, concluirán que sus probabilidades de ser electos o reelectos serán mejores afirmando lo primero. Pero bien puede ser que tampoco tengan ese incentivo a conocer cuáles pueden ser los efectos de ciertas políticas: si a los votantes les interesan más sus preferencias políticas que conocer cuáles pueden ser sus consecuencias, entonces tampoco estarán preocupados por eso .

Para Pincione y Tesón (2006, p. 45), el éxito de este tipo de propuestas y definiciones no se debe simplemente a la carga emotiva de las palabras en que se expresan, sino a los costos de comprender y transmitir las complejas teorías económicas que explican fenómenos del tipo “mano invisible”, que, como el calificativo indica, no son fácilmente observables a primera vista y demandan un análisis racional más profundo. El político racional no se expresa racionalmente, sino simbólicamente: incluso si piensa que un salario mínimo perjudica a los pobres, porque genera desempleo al elevarlo por encima del nivel que absorbería a todos los trabajadores que busquen trabajo, su objetivo primario no es ayudar a los pobres en última instancia, sino expresar “simbólicamente” una preocupación por los pobres. Los políticos tienen un incentivo electoral para conocer bien cuáles son las creencias de los votantes, por lo que utilizarán una retórica basada en explicaciones simples y “vívidas” en su competencia por obtener los votos de votantes “racionalmente ignorantes”, aun cuando sepan que esas políticas no llevan a los objetivos proclamados, e incluso sabiendo que tendrán resultados opuestos .

¿Qué es el ‘bien común’? ¿Existe? ¿Es el objetivo que persiguen los políticos y el Estado?

Los alumnos de Applied Economics leen los Capítulos 3 y 4 del libro. Muchos estudiantes, sobre todo los de Derecho, tienen un enfoque básicamente “normativo” de la política y el estado. Es decir, planteado el tema sobre sus funciones opinan siempre sobre “lo que debería ser” y señalan que los políticos y el estado deberían promover el “bien común”. Sin embargo, cuando vemos el “análisis económico de la política” o “Public Choice”, el enfoque es diferente, es “positivo” en el sentido de que se trata de entender cuáles son los objetivos que efectivamente persiguen políticos y funcionarios, no ya los que deberían perseguir.

James Madison (2001), por ejemplo, mostraba una posición clásica aún hoy muy popular, que la búsqueda del “bien común” depende de la delegación del poder a los representantes correctos, no de la información y los incentivos existentes: “…un cuerpo de ciudadanos elegidos, cuya sabiduría pueda discernir mejor el verdadero interés de su país, y cuyo patriotismo y amor por la justicia harán muy poco probable que lo sacrifiquen a consideraciones parciales o temporales. Bajo tal regulación, puede bien suceder que la voz pública, pronunciada por los representantes del pueblo sea más consonante con el bien público que si fuera pronunciada por el pueblo mismo, reunido para tal propósito. Por otro lado, el efecto puede invertirse. Hombres de temperamento faccioso, prejuicios locales, o designios siniestros, pueden por intriga, corrupción u otros medios, primero obtener votos, y luego traicionar los intereses del pueblo”. (Madison, James (2001) en: George W. Carey, The Federalist (The Gideon Edition), Edited with an Introduction, Reader’s Guide, Constitutional Cross-reference, Index, and Glossary by George W. Carey and James McClellan (Indianapolis: Liberty Fund, 2001). Chapter: No. 10: The same Subject continued. Accessed from http://oll.libertyfund.org/title/788/108577 )

Muchos filósofos políticos han cuestionado el mismo concepto de “bien común”. Entre los economistas, Hayek (1976 [1944]): “El ‘objetivo social’ o el ‘designio común’, para el que ha de organizarse la sociedad, se describe frecuentemente de modo vago, como el ‘bien común’, o el ‘bienestar general’, o el ‘interés general’. No se necesita mucha reflexión para comprender que estas expresiones carecen de un significado suficientemente definido para determinar una vía de acción cierta. El bienestar y la felicidad de millones de gentes no pueden medirse con una sola escala de menos y más” (Hayek, Friedrich A. von (1976 [1944]), Camino de Servidumbre (Madrid: Unión Editorial).

Algunos economistas intentaron definir ese “bien común” en forma científica, como una “función de bienestar social”, pero sin éxito (Arrow, 1951). Además, si hubiese alguna forma de definir específicamente ese bien común o bienestar general como una función objetiva, no importaría si es el resultado de una decisión democrática, de una decisión judicial o simplemente un decreto autoritario que la imponga.

Los autores del Public Choice decidieron asumir que al igual que el individuo en el mercado, quien persigue su propio interés, no el de otros, en la política sucede lo mismo. En el mercado, esa famosa “mano invisible” de Adam Smith lleva a que dicha conducta de los individuos termine beneficiando a todos. En el Estado, ¿sucede lo mismo? En particular en el Estado democrático, porque se supone que gobiernos tiránicos o autoritarios desde ya que no dan prioridad a los intereses de sus gobernados.

Como veremos, al cambiar ese supuesto básico la visión que se obtiene de la política es muy distinta: el político persigue, como todos los demás y como él mismo fuera de ese ámbito, su interés personal. No se puede definir tal cosa como un “bien común”, un resultado particular que sea el mejor, pero sí se puede evaluar un proceso, en el cual el resultado “bueno” sea aquél que es el fruto de las elecciones libres de las personas. ¿Existe un mecanismo entonces, similar a la “mano invisible” en el mercado que guíe las decisiones de los votantes y a las acciones de los políticos hacia conseguir o contribuir a los fines que persiguen los ciudadanos?