John Stuart Mill sobre el impacto del consumo en la producción. El impulso por el lado de la oferta

Con los alumnos de Historia del Pensamiento Económico y Social, UCEMA  vemos la famosa y maltratada “Ley de Say”. Además de leer al autor original, vemos al clásico del siglo XIX, John Stuart Mill, sobre el impacto del consumo en la producción. Así comienza:

“Antes del surgimiento de aquellos grandes autores cuyos descubrimientos han dado a la política económica su actual carácter relativamente científico, las ideas sostenidas universalmente tanto por los teóricos como por los hombres prácticos acerca de las causas de la riqueza nacional tuvieron su fundamento en ciertos puntos de vista generales que en la actualidad casi todos aquellos que se han dedicado a investigar el tema consideran, con justicia, completamente erróneos.

Entre los errores más perjudiciales en cuanto a sus consecuencias directas y que contribuyeron en mayor medida a que no se lograra una concepción adecuada de los objetivos de la ciencia, o de la prueba aplicable a la solución de los interrogantes que plantea, figuraba la gran importancia atribuida al consumo. Crear consumidores era el fin principal de la legislación en materia de riqueza nacional, de acuerdo con la opinión generalizada. Un gran y rápido consumo era lo que los productores de todas las clases y categorías deseaban para enriquecerse a sí mismos y enriquecer al país. Este objetivo, bajo las distintas denominaciones de una gran demanda, una circulación activa, un gran gasto de dinero y a veces totidem verbis un gran consumo se consideró como la condición fundamental para la prosperidad.

En el estado actual de la ciencia, no es necesario debatir esta doctrina en su forma y aplicación más absurda. Ya no se sostiene la utilidad de un gran gasto gubernamental con el objeto de fomentar la industria. En la actualidad no se piensa que los impuestos son «como el rocío que vuelve en forma de lluvia fecunda». Ya no se considera que se beneficia al productor, al tomar su dinero, siempre que se le devuelva a cambio de sus bienes. No hay nada que impresione más a una persona reflexiva, con un profundo sentido de la superficialidad de los razonamientos políticos de los dos últimos siglos, que la favorable acogida general otorgada hace tanto tiempo a una doctrina que, si es que prueba algo, prueba que la gente más se enriquece cuanto más se toma de sus bolsillos para gastar en los placeres propios; que el hombre que roba dinero de un negocio, siempre que lo gaste nuevamente en el mismo negocio, es un benefactor del comerciante a quien le roba y que la misma operación, repetida con suficiente frecuencia, originaría la fortuna del comerciante.

En oposición a estos evidentes absurdos, los economistas políticos establecieron triunfalmente que el consumo nunca necesita incentivo. Todo lo que se produce ya está consumido, sea con el fin de la reproducción o del goce. La persona que ahorra sus ingresos no es menos consumidora que aquella que los gasta: los consume de manera diferente; el ingreso proporciona alimentos y vestimenta para ser consumidos, herramientas y materiales que serán utilizados por los trabajadores productivos. Por lo tanto, hay consumo hasta el punto máximo admitido por el monto de producción. Pero de las dos clases de consumo, reproductivo e improductivo, el primero incrementa la riqueza nacional mientras que el segundo la perjudica. Lo que se consume por el mero goce, desaparece; lo que se consume; para reproducir, deja a cambio bienes de igual valor, generalmente con el agregado de una ganancia. El efecto habitual de los intentos del gobierno para incentivar el consumo es simplemente impedir el ahorro; es decir, promover el consumo improductivo a costa del reproductivo y disminuir la riqueza nacional por los mismos medios con que se intentaba incrementarla.

Lo que un país necesita para enriquecerse nunca es el consumo sino la producción. Donde hay producción, podemos estar seguros de que no falta el consumo. Producir implica que el productor desea consumir, si no ¿por qué se dedicaría a un trabajo inútil? El productor puede no desear consumir lo que é1 mismo produce, pero su motivo para producir y vender es el deseo de comprar. Por lo tanto, si los productores generalmente producen y venden cada vez más, ciertamente también compran, cada vez más. Una persona puede no necesitar más de lo que produce, pero necesita más de lo que otro produce; y, produciendo lo que el otro necesita, desea obtener lo que el otro produce. Por lo tanto, nunca habrá una cantidad producida de bienes en general mayor que la cantidad de consumidores. Pero puede haber, y siempre hay, una gran cantidad de personas que desean convertirse en consumidores de alguna clase de bienes pero no pueden satisfacer su deseo porque no cuentan con los medios necesarios para producirlos o para producir algo a cambio de ellos. Por lo tanto, el legislador no necesita preocuparse por el consumo. Siempre habrá consumo para todo lo que puede producirse hasta que se satisfagan por completo las necesidades de aquellos que poseen los medios de producción, y entonces la producción ya no se incrementará. El legislador sólo debe tener en cuenta dos elementos: que no exista obstáculo alguno que impida que aquellos que poseen los medios de producción los utilicen de la forma que consideren más conveniente para su interés; y que aquellos que no cuentan en la actualidad con los medios de producción para satisfacer su deseo de consumo tengan todo tipo de facilidad para adquirir los medios que, al convertirse en productores, tendrán la posibilidad de consumir.”

Tal vez el primer gran divulgador de los principios básicos de la economía, Frederic Bastiat

Con los alumnos de Historia del Pensamiento Económico y Social, UCEMA, vemos a Frederic Bastiat (1801-1850), un gran divulgador y polemista. Sus trabajos, por supuesto, no son ‘académicos’, pero eso no implica que no estén basados en ideas que lo son. Pero he aquí una breve colección de sus artículos con el título de “Lo que se ve y lo que no se ve”: http://www.hacer.org/pdf/seve.pdf

Es particularmente importante para los estudiantes de Economía ya que se trata de aprender las consecuencias de las acciones humanas más allá de sus efectos inmediatos. Por ejemplo, y en relación a lo que analizara Say, esto dice Bastiat en un artículo titulado “El cristal roto”:

“¿Ha sido usted alguna vez testigo de la cólera de un buen burgués Juan Buenhombre, cuando su terrible hijo acaba de romper un cristal de una ventana? Si alguna vez ha asistido a este espectáculo, seguramente habrá podido constatar que todos los asistentes, así fueran éstos treinta, parecen haberse puesto de acuerdo para ofrecer al propietario siempre el mismo consuelo: « La desdicha sirve para algo. Tales accidentes hacen funcionar la industria. Todo el mundo tiene que vivir. ¿Qué sería de los cristaleros, si nunca se rompieran cristales?

Mas, hay en esta fórmula de condolencia toda una teoría, que es bueno sorprender en flagrante delito, en este caso muy simple, dado que es exactamente la misma que, por desgracia, dirige la mayor parte de nuestras instituciones económicas. Suponiendo que haya que gastar seis francos para reparar el destrozo, si se quiere decir que el accidente hace llegar a la industria cristalera, que ayuda a dicha industria en seis francos, estoy de acuerdo, de ninguna manera lo contesto, razonamos justamente. El cristalero vendrá, hará la reparación, cobrará seis francos, se frotará las manos y bendecirá de todo corazón al terrible niño. Esto es lo que se ve.

Pero si, por deducción, se llega a la conclusión, como a menudo ocurre, que es bueno romper cristales, que esto hace circular el dinero, que ayuda a la industria en general, estoy obligado a gritar: ¡Alto ahí! Vuestra teoría se detiene en lo que se ve, no tiene en cuenta lo que no se ve.

No se ve que, puesto que nuestro burgués a gastado seis francos en una cosa, no podrá gastarlos en otra. No se ve que si él no hubiera tenido que reemplazar el cristal, habría reemplazado, por ejemplo, sus gastados zapatos o habría añadido un nuevo libro a su biblioteca. O sea, hubiera hecho de esos seis francos un uso que no efectuará.

Hagamos las cuentas para la industria en general. Estando el cristal roto, la industria cristalera es favorecida con seis francos; esto es lo que se ve. Si el cristal no se hubiera roto, la industria zapatera (o cualquier otra) habría sido favorecida con seis francos. Esto es lo que no se ve.

Y si tomamos en consideración lo que no se ve que es un efecto negativo, tanto como lo que se ve, que es un efecto positivo, se comprende que no hay ningún interés para la industria en general, o para el conjunto del trabajo nacional, en que los cristales se rompan o no.

Hagamos ahora las cuentas de Juan Buenhombre. En la primera hipótesis, la del cristal roto, él gasta seis francos, y disfruta, ni más ni menos que antes, de un cristal. En la segunda, en la que el accidente no llega a producirse, habría gastado seis francos en calzado y disfrutaría de un par de buenos zapatos y un cristal.

O sea, que como Juan Buenhombre forma parte de la sociedad, hay que concluir que, considerada en su conjunto, y hecho todo el balance de sus trabajos y sus disfrutes, la sociedad ha perdido el valor de un cristal roto. Por donde, generalizando, llegamos a esta sorprendente conclusión: « la sociedad pierde el valor de los objetos destruidos inútilmente, » — y a este aforismo que pondrá los pelos de punta a los proteccionistas: «Romper, rasgar, disipar no es promover el trabajo nacional, » o más brevemente: « destrucción no es igual a beneficio. »

¿Qué dirá usted, Moniteur Industriel, que dirán ustedes, seguidores de este buen Sr. De Saint-Chamans, que ha calculado con tantísima precisión lo que la industria ganaría en el incendio de París, por todas las casas que habría que reconstruir? Me molesta haber perturbado sus ingeniosos cálculos, tanto más porque ha introducido el espíritu de éstos en nuestra legislación. Pero le ruego que los empiece de nuevo, esta vez teniendo en cuenta lo que no se ve al lado de lo que se ve. Es preciso que el lector se esfuerce en constatar que no hay solamente dos personajes, sino tres, en el pequeño drama que he puesto a su disposición. Uno, Juan Buenhombre, representa el Consumidor, obligado por el destrozo a un disfrute en lugar de a dos. El otro, en la figura del Cristalero, nos muestra el Productor para el que el accidente beneficia a su industria. El tercero es el zapatero, (o cualquier otro industrial) para el que el trabajo se ve reducido por la misma causa. Es este tercer personaje que se deja siempre en la penumbra y que, personificando lo que no se ve, es un elemento necesario en el problema. Es él quien enseguida nos enseñará que no es menos absurdo el ver un beneficio en una restricción, que no es sino una destrucción parcial. — Vaya también al fondo de todos los argumentos que se hacen en su favor, y no encontrará que otra forma de formular el dicho popular: «¿Que sería de los cristaleros, si nunca se rompieran cristales?”

La ley de Say no es «toda oferta crea su propia demanda», es «para demandar antes hay que haber ofrecido algo»

Con los alumnos de Historia del Pensamiento Económico y Social de UCEMA, vemos a Jean Baptiste Say (1767-1832), un ‘clásico’ francés quien nunca debe haber sospechado la importancia que adquiriría en la política económica del siglo XX. Seguramente han conocido la famosa “Ley de Say” presentada como “toda oferta crea su propia demanda”. Desde el punto de vista, digamos, del ‘marketing’, la frase parece absurda; nadie tiene garantizado que simplemente por ofrecer algo exista alguien que esté dispuesto a comprarlo. Pero, ¿es eso lo que dijo Say?, o ¿es eso lo que quiso decir?

La lectura es sobre el capítulo de su libro ‘Tratado de Economía Política’ donde precisamente presenta esta idea:

Jean Baptise Say, A treatise on political economy, capítulo XV «Of the demand of market for products»: http://www.econlib.org/library/Say/sayT15.html#Bk.I,Ch.XV

En castellano: http://www.eseade.edu.ar/files/Libertas/33_10_Say.pdf

“Una persona que dedique su esfuerzo a invertir en objetos de valor que tienen determinada utilidad no puede pretender que otros individuos aprecien y paguen por ese valor, a menos que dispongan de los medios para comprarlo. Ahora bien, ¿en qué consisten estos medios? Son los valores de otros productos que también son fruto de la industria, el capital y la tierra. Esto nos lleva a una conclusión que, a simple vista, puede parecer paradójica: es la producción la que genera la demanda de productos.”

“Si un comerciante dijera: «No quiero recibir otros productos a cambio de mi lana; quiero dinero», sería sencillo convencerlo de que sus clientes no podrían pagarle en dinero si antes no lo hubieran conseguido con la venta de algún bien propio. Un agricultor podrá comprar su lana si tiene una buena cosecha. La cantidad de lana que demande dependerá de la abundancia o escasez de sus cultivos. Si la cosecha se pierde, no podrá comprar nada. Tampoco podrá el comerciante comprar lana ni maíz a menos que se las ingenie para adquirir además lana o algún otro artículo con el cual hacer la compra. El comerciante dice que sólo quiere dinero. Yo digo que en realidad no quiere dinero, sino otros bienes. De hecho, ¿para qué quiere el dinero? ¿No es acaso para comprar materias primas o mercaderías para su comercio, o provisiones para su consumo personal? Por lo tanto, lo que quiere son productos, y no dinero. La moneda de plata que se reciba a cambio de la venta de productos propios, y que se entregue en la compra de los de otras personas, cumplirá más tarde la misma función entre otras partes contratantes, y así sucesivamente. De la misma manera que un vehículo público transporta en forma consecutiva un objeto tras otro. Si no puede encontrar un comprador, ¿diría usted que es solamente por falta de un vehículo donde transportarlo? Porque, en última instancia, la moneda no es más que un agente que se emplea en la transferencia de valores. Su utilidad deriva de transferir a sus manos el valor de los bienes que un cliente suyo haya vendido previamente, con el propósito de comprarle a usted. De la misma manera, la próxima compra que usted realice transferirá a un tercero el valor de los productos que usted anteriormente haya vendido a otros. De esta manera, tanto usted como las demás personas compran los objetos que necesitan o desean con el valor de sus propios productos, transformados en dinero solamente en forma temporaria. De lo contrario, ¿cómo es posible que la cantidad de bienes que hoy se venden y se compran en Francia sea cinco o seis veces superior a la del reinado miserable de Carlos VI? ¿No es evidente que deben haberse producido cinco o seis veces más bienes, y que deben haber servido para comprarse unos a otros?”

Y aquí el párrafo que diera lugar a esa interpretación llamada “Ley de Say”. ¿Parece tan ilógico como alguien (¿quién?) lo quiso presentar?:

“Cuando un producto superabundante no tiene salida, el papel que desempeña la escasez de moneda en la obstrucción de sus ventas en tan ínfimo que los vendedores aceptarían de buen grado recibir el valor en especie para su propio consumo al precio del día: no exigirían dinero ni tendrían necesidad de hacerlo, ya que el único uso que le darían seria transformarlo inmediatamente en artículos para su propio consumo.

Esta observación puede extenderse a todos los casos donde exista una oferta de bienes o servicios en el mercado. La mayor demanda estará universalmente en los lugares donde se produzcan más valores, porque en ningún otro lugar se producen los únicos medios de compra, es decir, los valores. La moneda cumple sólo una función temporaria en este doble intercambio. Y cuando por fin se cierra la transacción, siempre se habrá intercambiado un bien por otro.

Vale la pena señalar que desde el instante mismo de su creación el producto abre un mercado para otros por el total de su propio valor. Cuando el productor le da el toque final a su producto, está ansioso por venderlo de inmediato, por miedo a que pierda valor en sus manos. De la misma manera, quiere deshacerse del dinero que recibe a cambio, ya que también el valor del dinero es perecedero. Pero la única manera de deshacerse del dinero es comprando algún otro producto. Por lo tanto, la sola creación de un producto inmediatamente abre una salida para otros.”