Artículo en Clarín: Emergencias, poderes de excepción y calidad institucional

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Emergencias y poderes de excepción

Emergencias y poderes de excepciónIlustración: Daniel Roldán

En el origen de la pandemia, los gobiernos de la región, y en verdad los de todo el mundo, comenzaron a tomar medidas apresuradas para hacer frente al fenómeno, y no tardaron mucho en declarar “estados de emergencia”, una figura constitucional que, de una u otra forma, está presente en todos los países, pero en referencia a amenazas a la seguridad externa, guerras o desastres naturales, no relacionadas con emergencias a la salud pública.

Esas iniciativas fueron recomendadas por organizaciones internacionales como la OMS, pero tuvieron una característica nacional, es decir, cada país tomó sus propias medidas (confinamientos y cuarentenas, control de la distancia social y de los contagios e incluso cierre de fronteras o restricciones a los desplazamientos internos).

En todos estos casos, fueron sugeridas y apoyadas por la comunidad científica médica y contaron con el apoyo inicial de la población la que, como sucede con muchas crisis, cuando se enfrenta a una de ellas busca una respuesta en la acción estatal, incluso hasta cuando es ésta la que la haya generado, tal como ocurre con muchas crisis económicas.

Pero los “estados de emergencia” son fácil presa de la sed de poder y sujeto de potenciales abusos. En muchos casos, los gobiernos han buscado que sean parte de la “nueva normalidad”, sobre todo tras la aparición de nuevas cepas del virus. No todos los países recurrieron al uso de esos poderes: Japón, Bangladesh, el Reino Unido o Alemania no lo han hecho, en un caso por las connotaciones históricas relacionadas con el autoritarismo, en otro por no calificar como una “emergencia” según su ordenamiento constitucional.

Pero el autoritarismo puede no necesitar poderes de emergencia. En Dinamarca se modificó la legislación sobre salud pública en doce horas, en el Reino Unido en cuatro días. Es cierto que pueden darse situaciones que requieran respuestas rápidas y precisas, de hecho, ninguno de los autores que dieron forma al sistema republicano que hoy predomina en muchos de nuestros países negó tal cosa. Macchiavello; Rousseau; John Locke; Montesquieu o Benjamin Constant reconocieron la potencial necesidad de esto, basando su análisis en la figura de la “dictadura” desarrollada en la República romana.

En ese entonces la palabra tenía una connotación muy diferente a la actual. El poder extraordinario les era concedido para hacer frente a una emergencia bélica, por un tiempo limitado y bajo el control de los otros órganos de poder y no se extendía a áreas que no estuvieran directamente relacionadas con el suceso. Terminado el lapso se volvía rápidamente a la normalidad.

No obstante, otra visión prevalece o influencia a los ámbitos del poder, una que no centra todo el uso de ese poder extraordinario en la protección de los derechos individuales de las personas, sino en la protección y supervivencia del Estado, lo que se encontraría por encima de aquellos (Carl Schmitt).

Esto termina justificando todo tipo de concentración del poder y su continuidad en el tiempo, más allá de la peligrosidad de la pandemia. Por cierto, contener y limitar al poder es la esencia de lo que llamamos “instituciones”: la división de poderes, la independencia de la justicia, la libertad de prensa, la independencia de otras agencias del Estado como los estados subnacionales, los bancos centrales o los sistemas de pensiones configuran un reparto del poder que busca evitar su concentración y potencial abuso.

Esto no es nada fácil y mucho menos en situaciones de emergencia cuando es la misma gente, aquella cuyos derechos pueden terminar siendo violados, la que demanda acciones rápidas y está dispuesta a entregar ese poder, aunque luego se arrepienta o sufra las consecuencias, o decida desobedecerlo. Los poderes extraordinarios tienen que estar siempre restringidos por el “imperio de la ley” y tener fundamento constitucional.

Cualquier medida restrictiva que no incluya una fecha de finalización (salvo aprobación parlamentaria), contradice ese propósito. En definitiva, si bien una pandemia pueda requerir la toma de decisiones extraordinarias, su continuidad más allá de lo mínimo necesario genera un deterioro de la calidad institucional, de los límites al poder.

Muchos países de América Latina han agravado su ya pobre calidad institucional. Todos deberán hacer esfuerzos adicionales para recuperar el terreno perdido, avanzar y mejorar. El Índice de Calidad Institucional 2022, publicado por la Red Liberal de América Latina (Relial), muestra ese deterioro. Muchos países caen en el indicador; en el caso de Argentina esto la lleva a perder otras cuatro posiciones, alcanzando una pérdida de diez en los dos últimos años (de 106 a 116). Uruguay y Costa Rica están entre los que mejoran y ocupan las mejores posiciones entre los países latinoamericanos (31 y 36 respectivamente) acercándose a Chile que ha estado siempre primero en la región (24).

En el final de la tabla hay viejos conocidos: Bolivia (149), Cuba (150), Haití (161) y Venezuela (180). Argentina tiene que revertir su tendencia, aunque es muy posible que, dados los acontecimientos del último año, que recién saldrán reflejados en el ICI 2023, la misma siga siendo negativa por un par de años más. No obstante, no importa tanto su reflejo posterior en el ICI como el cambio de las expectativas y esperanzas hacia una mejora en el futuro.

Martín Krause es profesor de Economía (UBA-UCEMA). Miembro del Consejo Académico de la Fundación Libertad y Progreso.

La regulación del abastecimiento: los controles de precios y la producción, y las ‘emergencias’

Comenté ya el libro de Santiago Castro Videla y Santiago Maqueda Fourcade, “Tratado de la regulación para el abastecimiento: estudio constitucional sobre los controles de precios y la producción”, publicado por la Editorial Ábaco de Rodolfo Depalma. No es solamente un libro sobre la Ley de Abastecimiento sino mucho más, es un libro sobre las regulaciones y, en particular, los controles de precios, desde una perspectiva filosófica, económica y jurídica. En la primera parte de la Introducción los autores analizan el avance de ideas intervencionistas en el mundo en la primera mitad del siglo XX. Y continúan:

“La República Argentina no sería ajena a esta tendencia, y ya con motivo de la Primera Guerra Mundial empezarían a establecerse controles sobre los precios y la producción. Estos se verían consolidados en los años 30 y serían luego convalidados por la Corte Suprema, siguiendo a su par estadounidense. Surgiría así, entre muchas otras formas de intervención estatal, la “regulación para el abastecimiento”: regulaciones de los precios y la producción de actividades económicas privadas, con el fin de garantizar que la población acceda a determinados bienes y servicios considerados esenciales a un precio o margen de precios que se estima “razonable”.

Con el paso del tiempo, las regulaciones se ampliarían e intensificarían, y las emergencias económicas serían cada vez más frecuentes y prolongadas. Así, en 1939 y con motivo de la segunda guerra mundial, el Congreso sancionaría la ley de emergencia 12591, que fue la primera ley “de abastecimiento y control de precios”. Mediante ella, el Poder Ejecutivo recibiría una amplísima delegación de facultades legislativas que lo habilitaría para regular prácticamente todas las actividades económicas del país. A su vez, el Poder Ejecutivo subdelegaría esas facultades en sus órganos subordinados.

Ese sería el esquema destinado a perdurar durante todo el siglo XX, ampliado y profundizado con el paso de cada lustro. En efecto, luego de aquella primera ley de fines de los años 30, una abundante serie de leyes y decretos-leyes se sustituirían unos a otros con la misma finalidad de intervención, y siempre bajo el manto explícito o implícito de una emergencia económica perenne. Por eso, la ley 20680 (1974) de Abastecimiento (LA) no fue sino la reiteración de un régimen de regulación y delegación que, pese a haberse concebido en la emergencia, para entonces tenía casi cuarenta años de antigüedad.

La LA ha sobrevivido a todo. Nacida hacia el final de la tercera presidencia de Perón, pasó casi intacta por la dictadura militar, la restauración de la democracia, la reforma del Estado, las políticas “neoliberales” y la reforma constitucional del año 1994. Es cierto que en 1991 se insinuó la posibilidad de su abandono –al suspenderse el ejercicio de las facultades delegadas–, pero años después el mismo gobierno reelecto las volvería a ejercer. Más aún, desde la crisis de 2001 –pero fundamentalmente a partir del año 2006– se fueron ejerciendo con mayores bríos las facultades delegadas por la LA, a la vez que se establecieron legislativa y reglamentariamente muchas otras regulaciones sectoriales de actividades de “interés público” –combustibles, bancos, telecomunicaciones, medios de comunicación audiovisual, papel de diarios, medicamentos, alimentos, sólo por nombrar algunas–. Se trató de un proceso paulatino y constante de erosión de las libertades y derechos constitucionales que tuvo su punto cúlmine cuando, en el año 2014, la ley 26991 reformó y restableció de modo permanente el pleno ejercicio de las facultades de la LA, desvinculándolo completamente de toda situación de emergencia.

Con lo expuesto se busca destacar que, desde hace más de 75 años, la mayor parte de la vida económica de los habitantes del país se encuentra en manos de los gobiernos y depende en general de funcionarios que habitualmente toman sus decisiones en la intimidad de un despacho oficial, sin procedimientos públicos previos. Aquéllos autorizan o prohíben transacciones, fijan precios, establecen las cantidades a producir en una determinada empresa o actividad, obligan a los particulares a vender mercadería a pérdida y, de lo contrario, cierran sus establecimientos, o disponen que su explotación se realice a manos del propio gobierno, o bien los multan, les decomisan las mercaderías, o incluso solicitan su arresto o prisión.

Es así como, valiéndose del sistema de regulación para el abastecimiento decantado y consolidado durante los últimos 75 años, los gobiernos han pretendido promover el “bienestar general” y asegurar los “beneficios de la libertad” de los que habla el Preámbulo de la Constitución nacional.”