North & Thomas y una teoría del cambio institucional: North luego enfatizaría el papel de las ideas

Con los alumnos de la materia Economía e Instituciones de OMMA-Madrid comenzamos viendo el ya clásico artículo de Douglass C. North y Robert P. Thomas “Una teoría económica del crecimiento del mundo occidental”, (Revista Libertas VI: 10 (Mayo 1989). Allí, los autores elaboran una teoría sobre el cambio institucional. North recibiría luego el premio Nobel por sus contribuciones en este campo, pero en alguna medida cambió su visión más adelante, particularmente en su libro “Understanding the process of economic change”, donde, en vez de presentar a los cambios en los precios relativos y la población como determinantes de esos cambios hace más hincapié en la evolución de los valores e ideas. Pero aquí, algunos párrafos de este trabajo:

North

“En este artículo nos proponemos ofrecer una nueva explicación del crecimiento económico del mundo occidental. Si bien el modelo que presentamos tiene implicaciones igualmente importantes para el estudio del desarrollo económico contemporáneo, centraremos nuestra atención en la historia económica de las naciones que formaron el núcleo del Atlántico Norte entre los años 1100 y 1800. En pocas palabras, postulamos que los cambios en los precios relativos de los productos y los factores de producción, inducidos inicialmente por la presión demográfica malthusiana, y los cambios en la dimensión de los mercados, dieron lugar a una serie de cambios fundamentales que canalizaron los incentivos hacia tipos de actividades económicas tendientes a incrementar la productividad. En el siglo XVIII estas innovaciones institucionales y los cambios concomitantes en los derechos de propiedad introdujeron en el sistema cambios en la tasa de productividad, los cuales permitieron al hombre de Occidente escapar finalmente al ciclo malthusiano. La llamada «revolución industrial» es, simplemente, una manifestación ulterior de una actividad innovadora que refleja esta reorientación de los incentivos económicos.”

“Las instituciones económicas y, específicamente, los derechos de propiedad son considerados en general por los economistas como parámetros, pero para el estudio de largo plazo del crecimiento económico son, evidentemente, variables, sujetas históricamente a cambios fundamentales. La naturaleza de las instituciones económicas existentes canaliza el comportamiento de los individuos dentro del sistema y determina, en el curso del proceso, si conducirá al crecimiento, al estancamiento o al deterioro económico.

Antes de avanzar en este análisis, debemos dar una definición. Resulta difícil asignar un significado preciso al término «institución», puesto que el lenguaje común lo ha utilizado en formas diversas para referirse a una organización (por ejemplo, un banco), a las normas legales que rigen las relaciones económicas entre la gente (la propiedad privada), a una persona o un cargo (un rey o un monarca), y a veces a un documento específico (la Carta Magna). Para nuestros fines, definiremos una «institución» o una disposición institucional (que es, en realidad, un término más descriptivo) como un ordenamiento entre unidades económicas que determina y especifica la forma en que -estas unidades pueden cooperar o competir.

Como en el caso más conocido de la introducción de un nuevo producto o un nuevo proceso, las instituciones económicas son objeto de innovaciones porque a los miembros o grupos de la sociedad les resulta aparentemente provechoso hacerse cargo de los costos necesarios para llevar a cabo tales cambios. El innovador procura obtener algún beneficio imposible de conseguir con los antiguos ordenamientos. El requisito básico para introducir innovaciones en una institución o un producto es que las ganancias que se espera obtener excedan los presuntos costos de la empresa; sólo cuando se cumple este requisito cabe esperar que se intente modificar la estructura de las instituciones y los derechos de propiedad existentes en el seno de la sociedad. Examinaremos sucesivamente la naturaleza de las ganancias potenciales y de los costos potenciales de tal innovación y exploraremos luego las fuerzas económicas que alterarían la relación de dichos costos y ganancias a lo largo del tiempo.”

¿Es la competencia política parecida a la competencia en el Mercado? ¿Se licita el poder cada tanto?

Del capítulo 11 «Competencia institucional y globalización»:

No obstante, la competencia en la política es diferente de la competencia en el mercado, por el carácter monopólico del Estado. Por ello, se trata de una competencia por el monopolio, en la cual el ganador se lleva todo por un determinado periodo de tiempo. En el mercado pueden obtener el producto o servicio de su preferencia tanto aquellos que compran “A”, como los que prefieren “B” o “C”. En la política, inevitablemente, todos obtendrán “A”, si es el que ha obtenido la mayor cantidad de votos. Pero existe, por supuesto, competencia para ser el elegido.

Gordon Tullock (1965) ha sido el primero en presentar a la competencia política como algo similar a las subastas periódicas, que se realizan para otorgar una licencia exclusiva, en particular con aquellos servicios que se cree poseen un monopolio natural. Hemos considerado el tema del monopolio natural en el cap. 2, y mencionamos que una de las soluciones que se plantean, como de todas formas habrá un solo productor, es licitar ese monopolio por un determinado plazo, lo que se sugiere para servicios como la electricidad, el agua y otros. No volveremos a considerar aquí el tema que ya fue tratado, pero Tullock toma ese modelo y lo asemeja a la competencia política, porque habría un “monopolio natural” en el caso del Estado y porque solamente puede haber un presidente, un gabinete y una mayoría en el Congreso. La “licitación” periódica de ese monopolio (elecciones) permitiría limitar algunos abusos del gobierno. La competencia en este caso no es “en el campo de juego”, sino “por el campo de juego” (Wohlgemuth 2000).

La competencia política tendría estas similitudes respecto a las licitaciones por un monopolio: se basaría en declaraciones de promesas sobre un desempeño futuro, realizadas por potenciales productores, uno de los cuales obtiene el derecho exclusivo de proveer ciertos bienes y servicios por un determinado periodo de tiempo.

No obstante, Wohlgemuth (2000, p. 278) señala diferencias con el modelo de la licitación, porque existen problemas para evaluar la calidad y eficiencia de los contendientes, luego para asegurar eso una vez que hayan ganado y para que las ofertas sean suficientemente competitivas. Estas licitaciones se vuelven muy complejas, debido a que el futuro es incierto y el servicio que se contrata es muy complejo. Es muy difícil especificar las condiciones de lo que se está licitando, y lo es más en el ámbito de la política, donde estamos hablando de todos los servicios del Estado, no ya de uno solo. Los que tienen que decidir entre diferentes “paquetes” propuestos por distintos proveedores son los votantes, y hemos visto antes los problemas existentes de racionalidad y conocimiento para tomar tales decisiones. En el caso de las licitaciones de servicios públicos, se podría reducir la cotización simplemente a un precio, pero esto exige una definición casi perfecta de lo que se licita. Si esto no es así, se introducen criterios cualitativos que abren la puerta a la manipulación del resultado por parte de los expertos llamados a seleccionar la mejor oferta, problemas generados por la falta de conocimiento o directamente por la corrupción.

En el caso de la política, es prácticamente imposible llegar a ese “precio”. ¿Sería la tasa de un determinado impuesto? ¿O la presión impositiva como porcentaje del PIB? Ya esta segunda hace más difícil al votante evaluar el impacto personal de las distintas propuestas. ¿Será mejor para mí una propuesta de 22%/PIB que otra de 18%/PIB? ¿Y cuál será la calidad del servicio que finalmente obtendré en uno u otro caso? En verdad, de “los servicios” ya que estamos eligiendo por un gran paquete. Tampoco las ofertas se harán sobre un lote determinado de servicios, pues muchos políticos prometen nuevos o eliminar otros.

La “licencia” es un contrato incompleto, y en el caso de la política no solamente sería incompleto, sino además implícito o hasta inexistente (Wohlgemuth, 2000, p. 279). Pese a todas las connotaciones negativas que sugiere esta ausencia de un “contrato” que comprometa al agente a cumplir con el mandato del principal, es esa misma latitud la que permite al “emprendedor político” realizar innovaciones que los votantes ni siquiera imaginaron y que incluso no hubieran aprobado de conocerlas. Por cierto que las mismas pueden terminar bien o mal, o esas innovaciones pueden dirigirse a satisfacer el interés del político y no del votante.

 

Presentamos el Índice de Calidad Institucional: ¿qué países tienen major calidad en el mundo?

Con Agustín Etchebarne, presentamos en el Canal Agrositio, el Índice de Calidad Institucional 2016, publicado por la Fundacion Libertad y Progreso. ¿Cuáles son los países con major calidad institucional en el mundo?

CALIDAD INSTITUCIONAL EN 2016

La calidad institucional de los países cambia lentamente, pero en un mundo globalizado donde se agudiza la competencia institucional no es sencillo mantener una posición prominente. Los cuatro países que, nuevamente, ocupan las primeras posiciones en el Índice de Calidad Institucional 2016 son los mismos que las ocuparon cuando se comenzó a elaborar este índice en 2006: Suiza, Nueva Zelanda, Dinamarca y Finlandia. También aparecen en esas posiciones en la recomposición del índice hacia atrás que incorporamos el año pasado con la excepción de Finlandia, que mostrara una notoria mejoría en los años que van desde 1996 a 2006, pasando del décimo puesto en 1996 al tercero en 2002 permaneciendo desde entonces en este grupo.

Estos cuatro países han intercambiado posiciones. Así, en los últimos diez años Suiza ha ocupado el primer lugar en tres ocasiones (2016, 2015, 2007); Nueva Zelanda una vez (2014); Dinamarca cuatro veces (2011,2010, 2009, 2008) y Finlandia dos (2013 y 2012).

Si tomamos los 21 años para los cuales está disponible el ICI (1996 a 2016) Nueva Zelanda ocupó el primer lugar en nueve oportunidades, Suiza en cinco, Dinamarca en cuatro y Finlandia en tres.

Desde 1996 los países que se encuentran en las posiciones más destacadas y que más han mejorado su situación incluyen a Suecia (+7) hasta ocupar el séptimo lugar; a Estonia, mejorando 24 posiciones hasta el 15º lugar y a Taiwán subiendo 15 hasta el puesto 18º. En estos primeros puestos, la principal caída ha sido para Islandia, retrocediendo dieciséis posiciones hasta el 21, como resultado de la debacle de sus sistema financiero en la crisis del 2008.

En cuanto a los últimos puestos, Corea del Norte tiene el triste galardón de haber ocupado siempre ese puesto, acompañado de Eritrea y Turkmenistán.

En relación al año pasado, la mejora más importante entre las primeras posiciones es la de los Países Bajos, desde el 9º hasta el 5º puesto.

Los mejores

Las primeras veinte posiciones del ICI 2016 son las siguientes

 

2016 ICI 2016 Política 2016 Mercado
1 Suiza 0,9658 1 Noruega 0,9917 1 Singapur 0,9948
2 Nueva Zelandia 0,9597 2 Finlandia 0,9911 2 Hong Kong RAE, China 0,9840
3 Dinamarca 0,9564 3 Suecia 0,9898 3 Nueva Zelandia 0,9650
4 Finlandia 0,9486 4 Dinamarca 0,9852 4 Suiza 0,9566
5 Países Bajos 0,9431 5 Países Bajos 0,9807 5 Reino Unido 0,9484
6 Canadá 0,9398 6 Suiza 0,9750 6 Estados Unidos 0,9480
7 Suecia 0,9300 7 Luxemburgo 0,9610 7 Canadá 0,9422
8 Noruega 0,9276 8 Nueva Zelandia 0,9544 8 Australia 0,9286
9 Reino Unido 0,9273 9 Canadá 0,9375 9 Dinamarca 0,9277
10 Australia 0,9238 10 Bélgica 0,9357 10 Irlanda 0,9198
11 Irlanda 0,9209 11 Alemania 0,9337 11 Taiwan, China 0,9177
12 Alemania 0,9203 12 Islandia 0,9284 12 Alemania 0,9069
13 Estados Unidos 0,9063 13 Irlanda 0,9220 13 Finlandia 0,9061
14 Luxemburgo 0,8929 14 Austria 0,9194 14 Países Bajos 0,9056
15 Estonia 0,8776 15 Australia 0,9190 15 Emiratos Arabes Unidos 0,8777
16 Hong Kong RAE, China 0,8766 16 Reino Unido 0,9062 16 Estonia 0,8745
17 Austria 0,8740 17 Estonia 0,8807 17 Suecia 0,8702
18 Taiwan, China 0,8561 18 Barbados 0,8764 18 Noruega 0,8636
19 Bélgica 0,8552 19 Francia 0,8689 19 Japón 0,8610
20 Japón 0,8538 20 Estados Unidos 0,8646 20 Mauricio 0,8502

El Índice de Calidad Institucional (ICI) es un indicador relativo. Esto significa que no mide la calidad institucional en términos absolutos, por no existir un parámetro de perfección contra el cual comparar. En otras palabras, el país que se encuentra en el primer puesto no tiene, necesariamente, una calificación de 10 ni el último una de 0, sino que indica solamente que el primero ha obtenido un resultado mejor que los demás y el último el peor. Tal vez los ciudadanos suizos piensen que su país no debería encontrarse en esa posición porque encuentran imperfecciones en su estructura institucional; y esto sería perfectamente comprensible pues el índice no pretende decir que ese país ha alcanzado el óptimo de la calidad institucional. Tampoco es posible decir cuán lejos está de ella. Pero no es poco, tampoco, afirmar que se encuentra en una posición mejor que todos los demás, en términos relativos.

El indicador que aparece en el cuadro anterior es el resultado del promedio de las posiciones que el país obtiene en un conjunto de índices que han sido seleccionados como representativos de la calidad institucional, un término que, por cierto, no es sencillo de definir. Así es como, en efecto, muchos piensan en calidad institucional como referida exclusivamente a las instituciones civiles y jurídicas de un país. Sin embargo, todos nosotros nos encontramos con dos caminos diferentes a través de los cuales buscamos satisfacer nuestras necesidades: uno de ellos es la política y el estado, pero el otro, a menudo relegado u olvidado, es el Mercado.

Asignación del gasto público en distintos niveles: los beneficios de la descentralización económica

En el capítulo 9 de “El Foro y el Bazar”, tratamos la asignación del gasto público en los distintos niveles de gobierno y los beneficios de la descentralización:

¿Por qué la descentralización sería más eficiente? Como veremos, hay distintas interpretaciones y enfoques. Tal vez uno de los primeros análisis explícitos del tema lo haya hecho Alexis de Tocqueville. En su prestigiosa obra La democracia en América ([1835] 1957) analiza, en principio, los argumentos de aquellos partidarios de la centralización , para luego analizar las causas de la mayor eficiencia de los gobiernos locales, relacionándola con las dificultades que la falta de información ocasiona a la administración centralizada, un argumento que resurgiría un siglo después a través de F. A. von Hayek .

Precisamente, Jin, Qian y Weingast (1999) presentan ese argumento desarrollado por Hayek en el sentido de que, dado que la información se encuentra dispersa entre todos los individuos que forman una sociedad, la descentralización permite su mejor aprovechamiento. No obstante, Hayek realiza esta apreciación en relación con el papel que cumple el sistema de precios, como un gran sistema de comunicaciones que transmite la información necesaria para que consumidores y productores ajusten sus decisiones a fin de permitir una eficiente asignación de recursos. Los mencionados autores extienden esto a la descentralización gubernamental, incluyendo a Hayek como parte de la teoría económica del federalismo, juntamente con Tiebout, Musgrave y Oates. Sin embargo, es necesario destacar que si bien se han señalado aquí, y se expondrán más adelante, las ventajas de la descentralización de los niveles decisorios de gobierno, existe una gran diferencia entre un caso y otro. El sistema de precios es un gran economizador de información, ya que sintetiza toda la que se encuentre disponible en tan solo un número, con lo cual los consumidores y productores ya pueden tomar sus decisiones.

Pero no existe tal cosa en cuanto a las decisiones que un individuo tome respecto a qué jurisdicción local trasladarse. Pensemos un poco en la información que debería recabar: seguramente el nivel de la presión impositiva, también la calidad de los servicios provistos. Podría tratar de interpretar otros indicadores, como el flujo de ingreso o salida de sus habitantes, el precio de las propiedades, el flujo de inversiones. Por cierto, que no existe la “economización” de información que Hayek señala en relación con el sistema de precios. Pero, eso sí, no implica esto eso sí, que no exista un proceso de cierta competencia.

Bish (1987, p. 365) reconoce esta diferencia, pero dice que las diferencias serían de grado, y que nos encontraríamos en una situación similar a la que sucede en una empresa en la que se producen transferencias de recursos internamente sin precios, y donde los administradores deben decidir sin conocer con certeza la contribución de cierto recurso a las actividades generales. Al respecto, cabría señalar que precisamente por los problemas que se mencionan y por la falta de información para tomar decisiones, las empresas tratan en gran medida de organizarse como “centros de negocios”, que se relacionan entre sí por medio de precios internos, y que, incluso si estos no existieran siempre, existen los precios “externos” como punto de referencia, algo que no existe en el caso de la competencia gubernamental. Dos cosas comparte este autor con lo desarrollado por Bish, y es que, por un lado, esta falta de precios no invalida del uso de modelos de competencia para analizar el federalismo y la descentralización; por otro, esa misma falta resalta la inconveniencia de utilizar modelos que incluyen como supuesto básico la información completa, tal como los de competencia perfecta.

Jin, Qian y Weingast (1999, p. 2) señalan, respecto a los beneficios de la descentralización, un segundo grupo de teorías que ponen énfasis en un beneficio adicional, al que denominan “federalismo protector del mercado”. Esto significa que la descentralización pone límites a las intenciones intervencionistas de los gobiernos, ya que dos mecanismos diferentes alinearían los intereses de los gobiernos locales con los de la prosperidad económica: el primero de ellos señala que un gobierno intervencionista en exceso, o tal vez más intervencionista que otros, perdería valiosas inversiones; el segundo, que como en tal caso las finanzas están mucho más estrechamente ligadas al desempeño de la economía local, entonces, los funcionarios gubernamentales tendrían mayores incentivos para promover una economía local próspera que los que tendrían en el caso de que recibieran los fondos, o buena parte de ellos, de otras jurisdicciones superiores.

Según los autores, esto es importante en las economías de países que desde hace poco tiempo están intentando salir de los esquemas planificados del socialismo. En estos, como en los países en desarrollo en general, los gobiernos han resultado ser la principal barrera al crecimiento económico, debido a que no han encontrado límites a su actitud predatoria. No obstante, afirman que existe un papel importante que cumplir por parte del gobierno central, como es controlar a los gobiernos locales para que no impongan barreras a la movilidad de los factores, barreras proteccionistas, lo cual les permitiría abusar de su poder monopólico sobre la producción local. Este es un tema que volveremos a tratar más adelante, pues, si bien es ciertamente posible que una unidad jurisdiccional pequeña intente aplicar medidas que restrinjan la movilidad de los factores económicos, o que efectivamente lo haga, simples cuestiones de economía de escala abogarían para que esto no suceda, ya que impondría una pesada carga a sus habitantes.

Después de ver las «fallas de la política» vemos cómo, al menos, reducirlas: límites al poder

Habiendo considerado las «fallas de la política», en el capítulo 8 del libro, vemos qué puede hacerse para limitarlas:

Dados los problemas de incentivos e información que afronta la política y el abuso que implica el monopolio de la coerción en manos del Estado, evidente sobre todo en gobiernos totalitarios, es necesario limitar ese poder y tratar de que su estructura institucional disponga de incentivos para perseguir el bien común, o al menos minimizar el daño potencial si implementa políticas que llevan a peligrosas crisis futuras o que benefician a grupos específicos de la sociedad.
Un elemento importante para alcanzar este objetivo son los valores e ideas que predominan en una sociedad en un determinado momento histórico. En el capítulo siguiente veremos el papel que estos cumplen en el cambio institucional; aquí señalaremos que son el determinante último de la existencia o ausencia de limitaciones del poder. Ninguna constitución o norma detendrá la concentración y abuso del poder, si los miembros de la sociedad lo toleran y no se oponen al mismo. Se atribuye al escritor y político irlandés Edmund Burke la frase “para que triunfe el mal, solo hace falta que los buenos no hagan nada”. Y cuando vimos los incentivos que tenemos para estar informados en la política, es probable que no hagamos nada, porque ni siquiera nos informamos sobre el abuso que se pueda estar cometiendo, o porque creemos que no lo es, o porque no nos importa.
Esas ideas y valores determinan también, en última instancia, el tipo de normas constitucionales que una sociedad tendrá, y estas pueden proteger las libertades individuales mejor o peor, al mismo tiempo que pueden ser más fácilmente modificadas o no. Trataremos en este capítulo sobre cuáles pueden ser esas normas y con qué facilidad se modificarán, todo un dilema del sistema político.
Las principales cuestiones que trataremos en él son:
¿Cómo evitar el abuso de poder en favor del gobernante o de ciertos grupos específicos?
¿Se puede evitar ese abuso o al menos minimizar sus potenciales daños?
¿Qué papel cumplen los valores e ideas predominantes en una sociedad?
¿Sirven las normas constitucionales para controlar los abusos?
¿Qué tipo de normas permitirían establecer esos límites?
¿Es mejor que se modifiquen fácilmente o todo lo contrario?
Tal vez debamos dejar la definición de “Estado” para aquella corporación abstracta que tiene una legalidad jurídica propia, al margen de los individuos que temporalmente la dirijan (Van Creveld 1999). Durante todo el trascurso de la historia ha habido gobiernos, o más bien gobernantes. Las tribus y las ciudades-Estado no parecen haber tenido mayores limitaciones al poder. En la mayoría de los casos no existía una separación nítida entre el Gobierno y el gobernante, especialmente considerando los recursos, el dictado de las normas, la defensa y la justicia. Grecia y Roma fueron los que más lejos llegaron a la hora de establecer una clara diferenciación entre uno y otro.
Mediante la conquista de otras similares, estas tribus o reinados extendieron su radio de acción hasta convertirse en imperios, como el asirio, el babilónico, el persa, el árabe, el mongol u otomano. En algunos casos, tales imperios llegaron a ocupar vastas extensiones geográficas y a tener un elevado número de habitantes, alcanzando en el caso del imperio chino hasta unos ciento cincuenta millones. En ellos el escaso control del poder existente provendría de un poder militar dividido, con soberanos locales o poderes religiosos, y en algunos casos con cierto grado de descentralización. Si bien la mera creación de un imperio implica un cierto grado de centralización en la toma de decisiones, en muchos casos no llegaron a ejercer realmente un control centralizado de las áreas bajo su mandato, por lo que, aparte de la obligación de tributar, la administración del gobierno quedaba en manos de autoridades locales. Esto se debería a varias causas, según van Creveld (1999, p. 49): por un lado, la heterogeneidad de los pueblos conquistados complicaba su administración, resultaba costosa y esto tendía a reducir su poder, por lo que en muchos casos el poder imperial se habrá reducido a un proceso de negociación con los poderes regionales; por otro, las dificultades prácticas de trasladar los recursos tributarios en metálico, y particularmente en el caso de su pago en especie, favorecía su permanencia en el lugar de origen y su utilización en la cobertura de gastos locales; esto es, promoviendo una descentralización fiscal de hecho. En verdad, para prevenir el abuso de los funcionarios locales, los imperios desarrollaron creativos mecanismos de control, como la doble administración en Egipto (unos funcionarios recaudaban los impuestos y otros los auditaban), o los inspectores itinerantes, que actuaron bajo diversas denominaciones en Roma y China.
La excesiva centralización de los imperios y el aumento del gasto centralizado no es ajeno a esto: llevó en muchos casos a su desintegración, y a la consiguiente descentralización y dispersión del poder. El feudalismo, un periodo de alto fraccionamiento del poder, no fue sino el resultado del colapso del imperio carolingio, un intento a su vez, aunque de poca duración, de centralizar el poder después del desmembramiento del imperio romano, ante las invasiones de los bárbaros. El absolutismo, por otra parte, fue un claro proceso de centralización, en este caso no solo en el gobierno central, sino en la figura misma del rey.
Los principales instrumentos de limitación del poder se desarrollaron dentro del concepto de “república” o “democracia limitada”. El advenimiento de la república supuso una clara limitación al poder del soberano déspota, siendo los ciudadanos los que acordaron la conformación de un Estado y delegaran parte del poder al gobernante, reteniendo para sí todo lo que no se hubiera delegado, en particular la capacidad de removerlo. Esa limitación no solamente es necesaria para salvaguardar la libertad, sino también para generar un marco de normas suficientemente estable que permita la mejor coordinación de las acciones individuales . Con el tiempo, como el soberano es el “pueblo”, no se sentiría inspirado para imponerse límites a sí mismo, y por ende a sus representantes, y así esos límites se diluirían. El objetivo de alcanzar el “bien común” no puede tener limitaciones respecto a ningún derecho o valor individual. Por consiguiente, según esa visión, el fin justifica los medios.
Surge entonces el gran dilema del Estado democrático moderno: ¿Cómo otorgar al Estado suficiente poder para que garantice nuestros derechos, y al mismo tiempo limitarlo para que no abuse de tal poder?

Alberdi sobre ‘shock’ o gradualismo, pero «jurídico»: cambiar todo por códigos o algunas leyes

Seguimos leyendo a Alberdi con los alumnos de Derecho, UBA, cuando considera “cómo puede ser anulada la Constitución, en materia económica, por las leyes orgánicas anteriores a su sanción”. Antes, había considerado cómo puede serlo por las leyes que se dicten “después” de su sanción, que es lo que efectivamente ocurrió en muchos aspectos. Refiriéndose a leyes y códigos, trata ahora un problema que es común a todo gobierno que se enfrenta con la necesidad de realizar amplias reformas: ¿deben realizarse todas de golpe o gradualmente? Esto comenta:

Alberdi

“Hay dos métodos de reforma legislativa: por códigos completos, o por leyes sueltas. – Dificultades del primero; motivos de preferir el último.

Esta reforma, este cambio, ¿deberá ser simultáneo o gradual? ¿Cuál será el método que convenga a la reforma? ¿La sanción de códigos, o la promulgación de leyes parciales y sucesivas? -La Constitución sugiere los dos medios, sin preferir ninguno: el artículo 64, inciso 11, da al Congreso la facultad de dictar los códigos civil, comercial, penal y de minería; la facultad, no la obligación de legislar en esos ramos por códigos. No era de la Constitución el fijar métodos ni plazos a la reforma. Por eso el mismo artículo citado, en dicho inciso y en el inciso 16, dan igualmente al Congreso el poder de satisfacer las necesidades del país, promoviendo los intereses materiales, por medio de leyes protectoras de esos fines.

Siendo tan admisible y constitucional un método como otro, el país debe someter la elección a la prudencia.

Los códigos son el método para satisfacer todas las necesidades legislativas de un país en un solo día y en un solo acto. Esto solo basta para notar que es un mal método en países que dan principio a una vida tan desconocida y nueva en sus elementos y medios orgánicos, como el suelo, el principio, la combinación y fin de su desarrollo.

Los códigos son la expresión de la sociedad, la imagen de su estado social, que resulta esencialmente de la combinación de tres órdenes de hechos, a saber: los hechos morales, los hechos políticos y los hechos económicos. Estos hechos se desenvuelven por leyes naturales, que les son propias. Estas leyes naturales impulsan a los hombres a realizar los cambios involuntariamente y por instinto, mucho antes que los hombres conozcan y sepan formularlos por la ciencia. Así la riqueza es anterior a la ciencia económica; la libertad es anterior a las constituciones escritas, pues ella es quien las escribe. Las leyes escritas pueden ayudar a su desarrollo, pero no son causa ni principio motor.

La ley escrita, para ser sabia, ha de ser expresión fiel de la ley natural, que gobierna el desenvolvimiento de esos tres órdenes de hechos. Cuando esos hechos no son bien conocidos en sus leyes normales, las leyes escritas no pueden ser expresión fiel de leyes desconocidas. No pueden menos de ser desconocidas las leyes naturales de hechos que empiezan a existir o no han empezado a existir. En este caso, el deber de la ley escrita es abstenerse, no estatuir ni reglar lo que no conoce. Tal es el caso en que se encuentran los hechos económicos, especialmente de los tres órdenes de hechos que forman el estado social de la República Argentina, y en general de toda la América del Sud. – Me ceñiré a ellos, porque ellos son el objeto de esta obra.

Dar leyes reglamentarias de nuestros hechos económicos, es legislar lo desconocido, es reglar hechos que empiezan a existir, y muchos otros que ni a existir han empezado. Nadie conoce el rumbo ni ley en cuyo sentido marchan a desenvolverse los intereses económicos de la América del Sud. Sólo sabemos que las antiguas leyes coloniales y españolas propenden a gobernarlos en sentido contrario; y de ahí la lucha entre las necesidades sociales, entre los instintos y los deseos de la sociedad y la legislación presente. En este estado de cosas, el principal deber de la ley nueva es remover la ley vieja, es decir, el obstáculo, y dejar a los hechos su libre desarrollo, en el sentido de las leyes normales que les son inherentes. De aquí el axioma que pide al Estado: -Dejar hacer, no intervenir.

Si en cada ley suelta existe el peligro de legislar lo desconocido y de poner obstáculos a la libertad, ¿qué no sucedería respecto de los códigos, compuestos de millares de leyes, en que por exigencias de lógica, por no dejar vacíos y con la mira de legislar sobre todos los puntos legislables, se reglan y organizan hechos infinitos, que no han empezado a existir, en pueblos que la España dejó embrionarios y a medio formarse?”

 

Alberdi sobre la moneda, los seguros, la propiedad y la propiedad privada de caminos y canales

Con los alumnos de Economía Política y Economía Argentina, de Derecho, Universidad de Buenos Aires, vemos a Juan Bautista Alberdi y su texto “Sistema Económico y Rentístico…”. Ahora estamos viendo el capítulo III, Artículo II, que trata “De cómo puede ser anulada la Constitución, en materia económica, por las leyes orgánicas anteriores a su sanción” (antes había considerado cómo puede suceder con las leyes que se dicten desde la sanción de la CN). Algunos párrafos separados muestran el conocimiento de Alberdi sobre economía y el funcionamiento de los mercados, la moneda, etc.:

Alberdi 3

Critica al código civil francés:

“Distinguiendo la restitución del préstamo hecho en lingotes o barras, de la restitución del préstamo hecho en plata amonedada, el código civil francés ha resucitado viejas preocupaciones de los legistas sobre la moneda, que, según ellos, recibe su valor de la voluntad del legislador y no del estado del mercado.”

Comprende el fundamental papel a cumplir por las sociedades comerciales y los seguros:

“El contrato de sociedad que, aplicado a la producción de la riqueza, es una fuerza que agranda en poder cada día, ha recibido una organización incompleta y estrecha del código francés, según la observación de los economistas. La sociedad o compañía industrial, llamada a desempeñar un rol importantísimo en la producción y distribución de la riqueza, no ha sido ni prevista por el código.

Los seguros que, según la hermosa expresión de Rossi, arrancan a la desgracia su funesto poder dividiendo sus efectos, y por cuyo medio el interés se ennoblece tomando en cierto modo las formas de la caridad, el seguro terrestre sobre todo, no ha merecido un recuerdo del código civil francés.”

Luego comenta brevemente (y lo hace extensamente en otras partes del libro), sobre el derecho de propiedad:

“El derecho de propiedad consagrado sin limitación, concluye con los ejidos, campos de propiedad común, situados a la entrada de las ciudades coloniales, que no se podían edificar.”

Sobre las “aduanas internas”:

“Los art. 9, 10, 11 y 12, según los cuales no hay más aduanas que las nacionales, quedando libre de todo derecho el tránsito y circulación interna terrestre y marítima, hacen inconstitucional en lo futuro toda contribución provincial, en que con el nombre de arbitrio o cualquier disfraz municipal se pretenda restablecer las aduanas interiores abolidas para fomentar la población de las provincias por el comercio libre. En Francia se restauraron con el nombre de octroi (derecho municipal) las aduanas interiores, abolidas por la revolución de 1789. Es menester no imitar esa aberración, que ha costado caro a la riqueza industrial de la Francia.”

Y señala que los caminos y canales pueden ser ‘cosas de propiedad privada’:

“Los caminos y canales comprendidos por el antiguo derecho en el número de las cosas públicas, serán por la Constitución de propiedad de quien los construya. Ella coloca su explotación por particulares en el número de las industrias libres para todos. Desde entonces, los caminos y canales pueden ser cosas de propiedad privada. Ni habría posibilidad de obtener los para la locomoción a vapor, sino por asociaciones de capitales privados, visto lo arduo de su costo para las rentas de nuestro pobre país.”

¿A qué escuela pertenece la Constitución Argentina según quien la inspirara? Alberdi lo aclara

Con los alumnos de la UBA Derecho comenzamos a ver el libro de Juan Bautista Alberdi, “Sistema Económico y Rentístico de la Confederación Argentina”. En su introducción, Alberdi analiza las distintas escuelas económicas y a cual pertenece la Constitución:

Alberdi 3

“Hay tres elementos que concurren a la formación de las riquezas:

1° Las fuerzas o agentes productores, que son el trabajo, la tierra y el capital.

2° El modo de aplicación de esas fuerzas, que tienen tres fases, la agricultura, el comercio y la industria fabril.

3° Y, por fin, los productos de la aplicación de esas fuerzas.

Sobre cada uno de esos elementos ha surgido la siguiente cuestión, que ha dividido los sistemas económicos: – En e1 interés de la sociedad, ¿vale más la libertad que la regla, o es más fecunda la regla que la libertad? Para el desarrollo de la producción, ¿es mejor que cada uno disponga de su tierra, capital o trabajo a su entera libertad, o vale más que la ley contenga algunas de esas fuerzas y aumente otras? ¿Es preferible que cada uno las aplique a la industria que le diere gana, o conviene más que la ley ensanche la agricultura y restrinja el comercio, o viceversa? ¿Todos los productos deben ser libres, o algunos deben ser excluidos y prohibidos, con miras protectoras?

He ahí la cuestión más grave que contenga la economía política en sus relaciones con el derecho público. Un error de sistema en ese punto es asunto de prosperidad o ruina para un país. La España ha pagado con la pérdida de su población y de su industria el error de su política económica, que resolvió aquellas cuestiones en sentido opuesto a la libertad.

Veamos, ahora, cómo ha sido resuelta esta cuestión por las cuatro principales escuelas en que se divide la economía política.

La escuela mercantil, representada por Colbert, ministro de Luis XIV, que sólo veía la riqueza en el dinero y no admitía otros medios de adquirirla que las manufacturas y el comercio, seguía naturalmente el sistema protector y restrictivo. Colbert formuló y codificó el sistema económico introducido en Europa por Carlos V y Felipe II. Esa escuela, perteneciente a la infancia de la economía, contemporánea del mayor despotismo político en los países de su origen galo-español representa la intervención limitada y despótica de la ley en el ejercicio de la industria.

A esta escuela se aproxima la economía socialista de nuestros días, que ha enseñado y pedido la intervención del Estado en la organización de la industria, sobre bases de un nuevo orden social más favorable a la condición del mayor número. Por motivos y con fines diversos, ellas se dan la mano en su tendencia a limitar la libertad del individuo en la producción, posesión y distribución de la riqueza.

Estas dos escuelas son opuestas a la doctrina económica en que descansa la Constitución argentina.

Enfrente de estas dos escuelas y al lado de la libertad, se halla la escuela llamada physiocrática, representada por Quesnay, y la grande escuela industrial de Adam Smith.

La filosofía europea del siglo XVIII, tan ligada con los orígenes de nuestra revolución de América, dió a la luz la escuela physiocrática o de los economistas, que flaqueó por no conocer más fuente de riqueza que la tierra, pero que tuvo el mérito de profesar la libertad por principio de su política económica, reaccionando contra los monopolios de toda especie. A ella pertenece la fórmula que aconseja a los gobiernos: – dejar hacer, dejar pasar, por toda intervención en la industria.

En medio del ruido de la independencia de América, y en vísperas de la revolución francesa de 1789, Adam Smith proclamó la omnipotencia y la dignidad del trabajo; del trabajo libre, del trabajo en todas sus aplicaciones -agricultura, comercio, fábricas- como el principio esencial de toda riqueza. «Inspirado por la nueva era social, que se abría para ambos mundos (sin sospechado él tal vez, dice Rossi), dando al trabajo su carta de ciudadanía y sus títulos de nobleza, establecía el principio fundamental de la ciencia.» Esta escuela, tan íntima, como se ve, con la revolución de América, por su bandera y por la época de su nacimiento, que a los sesenta años ha tenido por neófito a Roberto Peel en los últimos días de su gloriosa vida, conserva hasta hoy el señorío de la ciencia y el respeto de los más grandes economistas. Su apóstol más lúcido, su expositor más brillante es el famoso Juan Bautista Say, cuyos escritos conservan esa frescura imperecedera que acompaña a los productos del genio.

A esta escuela de libertad pertenece la doctrina económica de la Constitución Argentina, y fuera de ella no se deben buscar comentarios ni medios auxiliares para la sanción del derecho orgánico de esa Constitución.”

«Cerca de la revolución, yo estoy cantando esta canción»: Un análisis de sus incentivos económicos

Del libro «El foro y el bazar»:

Un límite último y final al abuso de poder es la revolución, esto es el cuestionamiento al monopolio del poder en un determinado momento con el objetivo de modificarlo o derribarlo. Estas revoluciones pueden ser promovidas por acciones violentas o por resistencia civil, generalmente pacífica. Sin duda que hay casos de revoluciones que han sido exitosas en lograr la limitación del abuso de poder, más las pacíficas que las violentas. Pero esto no se extiende a todas ellas, muchas revoluciones terminaron con regímenes más totalitarios que los existentes.

La ciencia política ha tratado este tema desde antaño, no es nuestra intención siquiera resumirlo aquí. Sólo desde una perspectiva económica, Tullock (1971), plantea el dilema individual de participar en una revolución o en la resistencia civil ya que podría haber costos importantes como el castigo que pudiera imponer el régimen o incluso la muerte en la lucha, que parecerían exceder los beneficios, teniendo en cuenta que el individuo puede evaluar que su participación personal no llegará a ser determinante del resultado final. Y los beneficios que pudieran obtenerse, tendrían la característica de “bienes públicos”, los recibiría de todas formas, incluso no participando. Si buscara maximizar su utilidad sería un “free rider” de los esfuerzos de otros y no participaría, pero tampoco lo harían los demás.

El problema planteado se extendería a otro camino de larga tradición en la literatura de la ciencia política, el tiranicidio. Éste sería también inexplicable, al igual que las conductas de los terroristas suicidas, como los que perpetraron el ataque de las Torres Gemelas. Obviamente, el modelo del homo economicus que asume Tullock no logra explicar estas acciones, recurrentes en la historia.

Estas acciones pueden explicarse como parte de la figura del emprendedor “institucional” que es considerada en el Cap. 9 sobre cambio institucional y el papel que cumplen estos individuos que proponen un cierto cambio del status quo, para bien o para mal, y promueven ese cambio con más o menos éxito.  El costo de esta acción empresarial se ha visto notoriamente reducido con la extensión de las redes sociales como Facebook, YouTube o Twitter. Ahora, organizar una manifestación en la principal plaza de una capital puede hacerse con mensajes en cualquiera de esas redes, como ha ocurrido, con distinto resultado, en Túnez, Irán, Moldavia o Egipto[1].

[1] “Debido a que las protestas se organizaron principalmente a través de redes informales online, su éxito hizo preguntarse si un nuevo movimiento opositor se había formado que pudiera desafiar cualquier gobierno recién establecido. El Primer Ministro Mohamed Ghannouchi, un estrecho aliado del pueblo del presidente anunció en la televisión estatal que tomaba el poder como presidente interino. Pero ese paso violaba la Constitución de Túnez, la que establece la sucesión hacia el presidente del Congreso, algo que el Sr. Ghannouchi trató de obviar describiendo al Sr. Ben Ali como “temporalmente” inhabilitado para gobernar. Sin embargo, para el viernes a la noche (7/1/11), las páginas de Facebook en Túnez encabezadas por el eslogan revolucionario “Fuera Ben Ali” habían sido remplazadas por el nombre del presidente interino, declarando  “Fuera  Ghannouchi”.  Y los protestantes utilizaron intensamente los medios sociales en la Web como Facebook o Twitter para circular videos de cada demostración y para emitir llamados para la siguiente” (Kirkpatrick, David D., “President of Tunisia Flees, New York Times, 14/1/11:

http://www.nytimes.com/2011/01/15/world/africa/15tunis.html?_r=1

¿Para proteger derechos se necesita un poder central fuerte o uno débil? Estados Unidos y Suiza

Del libro «El Foro y el Bazar»:

Como vemos se presentan dos opiniones distintas: ¿es necesario un poder central fuerte para evitar el abuso hacia los derechos de los individuos por parte de los gobiernos locales o, por el contrario, es necesario un poder central débil para evitar el abuso de éste sobre los derechos de los estados y, por ende, de  los individuos? ¿Existirá alguna salida para este dilema?

La evidencia empírica no parece brindarnos una respuesta clara al respecto. Entre todos los países del mundo podemos encontrar dos con una estabilidad institucional prolongada que nos permita realizar una comparación: Estados Unidos, como el de una federación y Suiza, como ejemplo de una confederación. No obstante el ejemplo de Suiza como una confederación se remonta desde 1291 con la firma del pacto entre los cantones de Schwyz, Uri y Unterwalden hasta la constitución de 1848, a partir de la cual se convierte en una federación.

La supervivencia de esa confederación durante cinco siglos y medio muestra que dicha configuración es posible. En cuanto al argumento “federalista” de la necesidad de un poder central fuerte para evitar el abuso de los gobiernos locales, la historia de Suiza muestra un ejemplo que refuta esta tesis. Los cantones suizos mantuvieron una profunda convicción y práctica democrática, si bien los de las ciudades fueron centralizados y poco democráticos (Kendall & Louw, 1989, p. 12). Uno de las principales pruebas a las que la libertad individual fue sometida fueron los conflictos religiosos entre católicos y protestantes con motivo de la Reforma.

Estos conflictos fueron similares a los ocurridos en otros países de Europa, pero su solución fue claramente diferente. En 1526 se realizó un debate público en Baden, en el cual se resolvió que los cantones decidirían si permanecían con la Iglesia de Roma o adoptaban la Reforma. Luego de algunos disturbios e intentos de forzar una u otra salida, la Paz de Kappeler fue firmada dando a cada comunidad local, por voto mayoritario, el poder de decidir sobre el asunto. En el cantón de Thurgau, por ejemplo, catorce distritos decidieron ser católicos, 18 protestantes y 30 eligieron la igualdad religiosa, Appenzell se dividió en dos en el año 1595, y en el borde entre uno u otro los propietarios de tierras pudieron elegir a cuál pertenecerían. Por cierto que la religión es un tema de decisión individual y no colectiva, pero el proceso mencionado es un ejemplo en una época donde lo que predominaba no era precisamente la libertad religiosa. En estos años, los poderes centrales no garantizaban libertad sino que la eliminaban. Es decir, para seguir el debate de los federalistas, es cierto que un gobierno local puede someter a una minoría, pero no lo es que un gobierno central sea garante perfecto de la libertad, ya que puede ser todo lo contrario.

En cuanto al grado de centralización/descentralización de los gastos del estado, es necesario tener en cuenta que el tamaño de los mismos fue muy pequeño durante siglos y que cuando se inicia su expansión en el siglo XX ya ambos países contaban con un modelo similar, lo que impide la comparación entre federación y confederación en ese sentido. En la actualidad, ambos se encuentran entre los países más libres y con calificaciones similares en los estudios comparativos de libertad.

Según Vaubel (1996, p. 79), pese a que Madison en El Federalista Nº 45 (p. 197) afirmaba que el número de empleados del gobierno federal iba a ser mucho más pequeño que el de los empleados por los gobiernos estaduales, doscientos años después, los primeros son más que todos los empleados estaduales juntos y en casi todos los países federales, el gasto del gobierno central (incluyendo la seguridad social) supera la mitad del gasto público total siendo la única excepción Canadá. En los Estados Unidos la participación del gobierno federal en el total del gasto público era del 34% en 1902, creció hasta alcanzar un máximo del 69% en 1952 y luego descender hasta el 58% en 1992 (Oates, 1998, p. xviii)[1].

Según el estudio de Vaubel, realizado con datos del período 1989-91, los países menos centralizados serían las Antillas Holandesas (donde un 44,8% del gasto total está en manos del gobierno central), Canadá (49,4%) y Suiza (53,8%). En promedio, los estados federales serían más descentralizados que los unitarios y los países industriales más que los países en desarrollo. El promedio de gasto del gobierno central sobre gasto total en los países industriales federales en el mencionado período sería de 65,9% y en los industriales unitarios del 84,7%. El mismo promedio en los países federales en desarrollo sería de 78,8% y en los unitarios en desarrollo 98,7%. El promedio de todos los países federales (industriales y en desarrollo) sería de 71,8%. Bird & Vaillancourt (1997, p. 12) comparan ocho países en desarrollo (Argentina, China, Colombia, India, Indonesia, Marruecos, Pakistán y Túnez) con cinco países desarrollados (Australia, Canadá, Alemania, Suiza y Estados Unidos) y constatan que el promedio de gastos locales en el total del gasto público es de 35% para los países en desarrollo y del 47% para los desarrollados siendo la variación mucho más grande en el primer caso que en el segundo (ya que no diferencian entre países federales o unitarios). Para Mochida & Lotz (1998, p. 3) en el caso de Japón el gasto local sería del 30,8% y el del gobierno central del 69,2%.

En definitiva, la evidencia empírica nos muestra que los países federales son más descentralizados que los unitarios, y que los países desarrollados lo son que los en desarrollo. Pero no es éste un análisis que nos permita arribar a algún tipo de conclusión más allá de la que muestra que un país federal resulta levemente más descentralizado y que esta circunstancia, “ceteris paribus”, permitiría alcanzar un mayor grado de control sobre el poder político y un grado de alineamiento mayor entre las preferencias de los ciudadanos y los bienes  y servicios públicos que reciben.

[1] Stigler [(1957) 1998] afirma que: “En 1900, virtualmente todas las cuestiones relacionadas con la vivienda, salud pública, crimen y transporte local eran tratadas por los estados o los gobiernos locales, y el papel del gobierno federal en la educación, la regulación de prácticas comerciales, el control de los recursos naturales y la redistribución del ingreso era mínima. Hoy, el gobierno federal es muy activo en todas estas áreas, y su grado de participación crece gradualmente.” (p. 3)