Alberdi sobre la moneda, los seguros, la propiedad y la propiedad privada de caminos y canales

Con los alumnos de Economía Política y Economía Argentina, de Derecho, Universidad de Buenos Aires, vemos a Juan Bautista Alberdi y su texto “Sistema Económico y Rentístico…”. Ahora estamos viendo el capítulo III, Artículo II, que trata “De cómo puede ser anulada la Constitución, en materia económica, por las leyes orgánicas anteriores a su sanción” (antes había considerado cómo puede suceder con las leyes que se dicten desde la sanción de la CN). Algunos párrafos separados muestran el conocimiento de Alberdi sobre economía y el funcionamiento de los mercados, la moneda, etc.:

Alberdi 3

Critica al código civil francés:

“Distinguiendo la restitución del préstamo hecho en lingotes o barras, de la restitución del préstamo hecho en plata amonedada, el código civil francés ha resucitado viejas preocupaciones de los legistas sobre la moneda, que, según ellos, recibe su valor de la voluntad del legislador y no del estado del mercado.”

Comprende el fundamental papel a cumplir por las sociedades comerciales y los seguros:

“El contrato de sociedad que, aplicado a la producción de la riqueza, es una fuerza que agranda en poder cada día, ha recibido una organización incompleta y estrecha del código francés, según la observación de los economistas. La sociedad o compañía industrial, llamada a desempeñar un rol importantísimo en la producción y distribución de la riqueza, no ha sido ni prevista por el código.

Los seguros que, según la hermosa expresión de Rossi, arrancan a la desgracia su funesto poder dividiendo sus efectos, y por cuyo medio el interés se ennoblece tomando en cierto modo las formas de la caridad, el seguro terrestre sobre todo, no ha merecido un recuerdo del código civil francés.”

Luego comenta brevemente (y lo hace extensamente en otras partes del libro), sobre el derecho de propiedad:

“El derecho de propiedad consagrado sin limitación, concluye con los ejidos, campos de propiedad común, situados a la entrada de las ciudades coloniales, que no se podían edificar.”

Sobre las “aduanas internas”:

“Los art. 9, 10, 11 y 12, según los cuales no hay más aduanas que las nacionales, quedando libre de todo derecho el tránsito y circulación interna terrestre y marítima, hacen inconstitucional en lo futuro toda contribución provincial, en que con el nombre de arbitrio o cualquier disfraz municipal se pretenda restablecer las aduanas interiores abolidas para fomentar la población de las provincias por el comercio libre. En Francia se restauraron con el nombre de octroi (derecho municipal) las aduanas interiores, abolidas por la revolución de 1789. Es menester no imitar esa aberración, que ha costado caro a la riqueza industrial de la Francia.”

Y señala que los caminos y canales pueden ser ‘cosas de propiedad privada’:

“Los caminos y canales comprendidos por el antiguo derecho en el número de las cosas públicas, serán por la Constitución de propiedad de quien los construya. Ella coloca su explotación por particulares en el número de las industrias libres para todos. Desde entonces, los caminos y canales pueden ser cosas de propiedad privada. Ni habría posibilidad de obtener los para la locomoción a vapor, sino por asociaciones de capitales privados, visto lo arduo de su costo para las rentas de nuestro pobre país.”

¿A qué escuela pertenece la Constitución Argentina según quien la inspirara? Alberdi lo aclara

Con los alumnos de la UBA Derecho comenzamos a ver el libro de Juan Bautista Alberdi, “Sistema Económico y Rentístico de la Confederación Argentina”. En su introducción, Alberdi analiza las distintas escuelas económicas y a cual pertenece la Constitución:

Alberdi 3

“Hay tres elementos que concurren a la formación de las riquezas:

1° Las fuerzas o agentes productores, que son el trabajo, la tierra y el capital.

2° El modo de aplicación de esas fuerzas, que tienen tres fases, la agricultura, el comercio y la industria fabril.

3° Y, por fin, los productos de la aplicación de esas fuerzas.

Sobre cada uno de esos elementos ha surgido la siguiente cuestión, que ha dividido los sistemas económicos: – En e1 interés de la sociedad, ¿vale más la libertad que la regla, o es más fecunda la regla que la libertad? Para el desarrollo de la producción, ¿es mejor que cada uno disponga de su tierra, capital o trabajo a su entera libertad, o vale más que la ley contenga algunas de esas fuerzas y aumente otras? ¿Es preferible que cada uno las aplique a la industria que le diere gana, o conviene más que la ley ensanche la agricultura y restrinja el comercio, o viceversa? ¿Todos los productos deben ser libres, o algunos deben ser excluidos y prohibidos, con miras protectoras?

He ahí la cuestión más grave que contenga la economía política en sus relaciones con el derecho público. Un error de sistema en ese punto es asunto de prosperidad o ruina para un país. La España ha pagado con la pérdida de su población y de su industria el error de su política económica, que resolvió aquellas cuestiones en sentido opuesto a la libertad.

Veamos, ahora, cómo ha sido resuelta esta cuestión por las cuatro principales escuelas en que se divide la economía política.

La escuela mercantil, representada por Colbert, ministro de Luis XIV, que sólo veía la riqueza en el dinero y no admitía otros medios de adquirirla que las manufacturas y el comercio, seguía naturalmente el sistema protector y restrictivo. Colbert formuló y codificó el sistema económico introducido en Europa por Carlos V y Felipe II. Esa escuela, perteneciente a la infancia de la economía, contemporánea del mayor despotismo político en los países de su origen galo-español representa la intervención limitada y despótica de la ley en el ejercicio de la industria.

A esta escuela se aproxima la economía socialista de nuestros días, que ha enseñado y pedido la intervención del Estado en la organización de la industria, sobre bases de un nuevo orden social más favorable a la condición del mayor número. Por motivos y con fines diversos, ellas se dan la mano en su tendencia a limitar la libertad del individuo en la producción, posesión y distribución de la riqueza.

Estas dos escuelas son opuestas a la doctrina económica en que descansa la Constitución argentina.

Enfrente de estas dos escuelas y al lado de la libertad, se halla la escuela llamada physiocrática, representada por Quesnay, y la grande escuela industrial de Adam Smith.

La filosofía europea del siglo XVIII, tan ligada con los orígenes de nuestra revolución de América, dió a la luz la escuela physiocrática o de los economistas, que flaqueó por no conocer más fuente de riqueza que la tierra, pero que tuvo el mérito de profesar la libertad por principio de su política económica, reaccionando contra los monopolios de toda especie. A ella pertenece la fórmula que aconseja a los gobiernos: – dejar hacer, dejar pasar, por toda intervención en la industria.

En medio del ruido de la independencia de América, y en vísperas de la revolución francesa de 1789, Adam Smith proclamó la omnipotencia y la dignidad del trabajo; del trabajo libre, del trabajo en todas sus aplicaciones -agricultura, comercio, fábricas- como el principio esencial de toda riqueza. «Inspirado por la nueva era social, que se abría para ambos mundos (sin sospechado él tal vez, dice Rossi), dando al trabajo su carta de ciudadanía y sus títulos de nobleza, establecía el principio fundamental de la ciencia.» Esta escuela, tan íntima, como se ve, con la revolución de América, por su bandera y por la época de su nacimiento, que a los sesenta años ha tenido por neófito a Roberto Peel en los últimos días de su gloriosa vida, conserva hasta hoy el señorío de la ciencia y el respeto de los más grandes economistas. Su apóstol más lúcido, su expositor más brillante es el famoso Juan Bautista Say, cuyos escritos conservan esa frescura imperecedera que acompaña a los productos del genio.

A esta escuela de libertad pertenece la doctrina económica de la Constitución Argentina, y fuera de ella no se deben buscar comentarios ni medios auxiliares para la sanción del derecho orgánico de esa Constitución.”

«Cerca de la revolución, yo estoy cantando esta canción»: Un análisis de sus incentivos económicos

Del libro «El foro y el bazar»:

Un límite último y final al abuso de poder es la revolución, esto es el cuestionamiento al monopolio del poder en un determinado momento con el objetivo de modificarlo o derribarlo. Estas revoluciones pueden ser promovidas por acciones violentas o por resistencia civil, generalmente pacífica. Sin duda que hay casos de revoluciones que han sido exitosas en lograr la limitación del abuso de poder, más las pacíficas que las violentas. Pero esto no se extiende a todas ellas, muchas revoluciones terminaron con regímenes más totalitarios que los existentes.

La ciencia política ha tratado este tema desde antaño, no es nuestra intención siquiera resumirlo aquí. Sólo desde una perspectiva económica, Tullock (1971), plantea el dilema individual de participar en una revolución o en la resistencia civil ya que podría haber costos importantes como el castigo que pudiera imponer el régimen o incluso la muerte en la lucha, que parecerían exceder los beneficios, teniendo en cuenta que el individuo puede evaluar que su participación personal no llegará a ser determinante del resultado final. Y los beneficios que pudieran obtenerse, tendrían la característica de “bienes públicos”, los recibiría de todas formas, incluso no participando. Si buscara maximizar su utilidad sería un “free rider” de los esfuerzos de otros y no participaría, pero tampoco lo harían los demás.

El problema planteado se extendería a otro camino de larga tradición en la literatura de la ciencia política, el tiranicidio. Éste sería también inexplicable, al igual que las conductas de los terroristas suicidas, como los que perpetraron el ataque de las Torres Gemelas. Obviamente, el modelo del homo economicus que asume Tullock no logra explicar estas acciones, recurrentes en la historia.

Estas acciones pueden explicarse como parte de la figura del emprendedor “institucional” que es considerada en el Cap. 9 sobre cambio institucional y el papel que cumplen estos individuos que proponen un cierto cambio del status quo, para bien o para mal, y promueven ese cambio con más o menos éxito.  El costo de esta acción empresarial se ha visto notoriamente reducido con la extensión de las redes sociales como Facebook, YouTube o Twitter. Ahora, organizar una manifestación en la principal plaza de una capital puede hacerse con mensajes en cualquiera de esas redes, como ha ocurrido, con distinto resultado, en Túnez, Irán, Moldavia o Egipto[1].

[1] “Debido a que las protestas se organizaron principalmente a través de redes informales online, su éxito hizo preguntarse si un nuevo movimiento opositor se había formado que pudiera desafiar cualquier gobierno recién establecido. El Primer Ministro Mohamed Ghannouchi, un estrecho aliado del pueblo del presidente anunció en la televisión estatal que tomaba el poder como presidente interino. Pero ese paso violaba la Constitución de Túnez, la que establece la sucesión hacia el presidente del Congreso, algo que el Sr. Ghannouchi trató de obviar describiendo al Sr. Ben Ali como “temporalmente” inhabilitado para gobernar. Sin embargo, para el viernes a la noche (7/1/11), las páginas de Facebook en Túnez encabezadas por el eslogan revolucionario “Fuera Ben Ali” habían sido remplazadas por el nombre del presidente interino, declarando  “Fuera  Ghannouchi”.  Y los protestantes utilizaron intensamente los medios sociales en la Web como Facebook o Twitter para circular videos de cada demostración y para emitir llamados para la siguiente” (Kirkpatrick, David D., “President of Tunisia Flees, New York Times, 14/1/11:

http://www.nytimes.com/2011/01/15/world/africa/15tunis.html?_r=1

¿Para proteger derechos se necesita un poder central fuerte o uno débil? Estados Unidos y Suiza

Del libro «El Foro y el Bazar»:

Como vemos se presentan dos opiniones distintas: ¿es necesario un poder central fuerte para evitar el abuso hacia los derechos de los individuos por parte de los gobiernos locales o, por el contrario, es necesario un poder central débil para evitar el abuso de éste sobre los derechos de los estados y, por ende, de  los individuos? ¿Existirá alguna salida para este dilema?

La evidencia empírica no parece brindarnos una respuesta clara al respecto. Entre todos los países del mundo podemos encontrar dos con una estabilidad institucional prolongada que nos permita realizar una comparación: Estados Unidos, como el de una federación y Suiza, como ejemplo de una confederación. No obstante el ejemplo de Suiza como una confederación se remonta desde 1291 con la firma del pacto entre los cantones de Schwyz, Uri y Unterwalden hasta la constitución de 1848, a partir de la cual se convierte en una federación.

La supervivencia de esa confederación durante cinco siglos y medio muestra que dicha configuración es posible. En cuanto al argumento “federalista” de la necesidad de un poder central fuerte para evitar el abuso de los gobiernos locales, la historia de Suiza muestra un ejemplo que refuta esta tesis. Los cantones suizos mantuvieron una profunda convicción y práctica democrática, si bien los de las ciudades fueron centralizados y poco democráticos (Kendall & Louw, 1989, p. 12). Uno de las principales pruebas a las que la libertad individual fue sometida fueron los conflictos religiosos entre católicos y protestantes con motivo de la Reforma.

Estos conflictos fueron similares a los ocurridos en otros países de Europa, pero su solución fue claramente diferente. En 1526 se realizó un debate público en Baden, en el cual se resolvió que los cantones decidirían si permanecían con la Iglesia de Roma o adoptaban la Reforma. Luego de algunos disturbios e intentos de forzar una u otra salida, la Paz de Kappeler fue firmada dando a cada comunidad local, por voto mayoritario, el poder de decidir sobre el asunto. En el cantón de Thurgau, por ejemplo, catorce distritos decidieron ser católicos, 18 protestantes y 30 eligieron la igualdad religiosa, Appenzell se dividió en dos en el año 1595, y en el borde entre uno u otro los propietarios de tierras pudieron elegir a cuál pertenecerían. Por cierto que la religión es un tema de decisión individual y no colectiva, pero el proceso mencionado es un ejemplo en una época donde lo que predominaba no era precisamente la libertad religiosa. En estos años, los poderes centrales no garantizaban libertad sino que la eliminaban. Es decir, para seguir el debate de los federalistas, es cierto que un gobierno local puede someter a una minoría, pero no lo es que un gobierno central sea garante perfecto de la libertad, ya que puede ser todo lo contrario.

En cuanto al grado de centralización/descentralización de los gastos del estado, es necesario tener en cuenta que el tamaño de los mismos fue muy pequeño durante siglos y que cuando se inicia su expansión en el siglo XX ya ambos países contaban con un modelo similar, lo que impide la comparación entre federación y confederación en ese sentido. En la actualidad, ambos se encuentran entre los países más libres y con calificaciones similares en los estudios comparativos de libertad.

Según Vaubel (1996, p. 79), pese a que Madison en El Federalista Nº 45 (p. 197) afirmaba que el número de empleados del gobierno federal iba a ser mucho más pequeño que el de los empleados por los gobiernos estaduales, doscientos años después, los primeros son más que todos los empleados estaduales juntos y en casi todos los países federales, el gasto del gobierno central (incluyendo la seguridad social) supera la mitad del gasto público total siendo la única excepción Canadá. En los Estados Unidos la participación del gobierno federal en el total del gasto público era del 34% en 1902, creció hasta alcanzar un máximo del 69% en 1952 y luego descender hasta el 58% en 1992 (Oates, 1998, p. xviii)[1].

Según el estudio de Vaubel, realizado con datos del período 1989-91, los países menos centralizados serían las Antillas Holandesas (donde un 44,8% del gasto total está en manos del gobierno central), Canadá (49,4%) y Suiza (53,8%). En promedio, los estados federales serían más descentralizados que los unitarios y los países industriales más que los países en desarrollo. El promedio de gasto del gobierno central sobre gasto total en los países industriales federales en el mencionado período sería de 65,9% y en los industriales unitarios del 84,7%. El mismo promedio en los países federales en desarrollo sería de 78,8% y en los unitarios en desarrollo 98,7%. El promedio de todos los países federales (industriales y en desarrollo) sería de 71,8%. Bird & Vaillancourt (1997, p. 12) comparan ocho países en desarrollo (Argentina, China, Colombia, India, Indonesia, Marruecos, Pakistán y Túnez) con cinco países desarrollados (Australia, Canadá, Alemania, Suiza y Estados Unidos) y constatan que el promedio de gastos locales en el total del gasto público es de 35% para los países en desarrollo y del 47% para los desarrollados siendo la variación mucho más grande en el primer caso que en el segundo (ya que no diferencian entre países federales o unitarios). Para Mochida & Lotz (1998, p. 3) en el caso de Japón el gasto local sería del 30,8% y el del gobierno central del 69,2%.

En definitiva, la evidencia empírica nos muestra que los países federales son más descentralizados que los unitarios, y que los países desarrollados lo son que los en desarrollo. Pero no es éste un análisis que nos permita arribar a algún tipo de conclusión más allá de la que muestra que un país federal resulta levemente más descentralizado y que esta circunstancia, “ceteris paribus”, permitiría alcanzar un mayor grado de control sobre el poder político y un grado de alineamiento mayor entre las preferencias de los ciudadanos y los bienes  y servicios públicos que reciben.

[1] Stigler [(1957) 1998] afirma que: “En 1900, virtualmente todas las cuestiones relacionadas con la vivienda, salud pública, crimen y transporte local eran tratadas por los estados o los gobiernos locales, y el papel del gobierno federal en la educación, la regulación de prácticas comerciales, el control de los recursos naturales y la redistribución del ingreso era mínima. Hoy, el gobierno federal es muy activo en todas estas áreas, y su grado de participación crece gradualmente.” (p. 3)

Federalistas y Anti-Federalistas: los límites al poder y el crecimiento (¿inevitable?) del Estado

Inicialmente las colonias (norteamericanas) se habían organizado como una confederación. Sus principales críticos fueron los autores de los Papeles Federalistas, Alexander Hamilton, James Madison y John Jay quienes publicaron setenta y siete artículos desde Octubre de 1787 hasta Mayo de 1788 en tres periódicos de la ciudad de Nueva York. Los problemas que aquejaban a la Confederación tendrían su origen en el colapso del sistema judicial real (Dietze, 1960, p. 130) y la debilidad del ejecutivo. El vacío había sido ocupado por las legislaturas creadas por las nuevas constituciones las que, influenciadas por los deudores, comenzaron a suspender acciones judiciales, modificar o anular sentencias y determinar los méritos de las disputas. Esta negación de los que Dietze llama “gobierno libre” (definido como el gobierno popular donde la mayoría es limitada por la constitución para proteger los derechos de las minorías y donde la participación popular en el gobierno es sólo un medio para protección de la vida, la libertad y la propiedad, nota p. 69) no podía, según los Federalistas, ser frenada por la confederación ya que la Unión era un mero tratado entre las partes y no hubiera podido impedir la tiranía de la mayoría en los estados[1].

El objetivo de los Papeles Federalistas fue el de proponer una “más perfecta UNION” (en mayúscula en los originales). No obstante, Dietze (p. 160) señala diferencias entre estos autores, ya que en el caso de Hamilton, si bien reconoce las bondades de la división territorial e institucional del poder, no deja dudas de que prefiere una concentración a una dispersión del poder. Esto implica la superioridad de la legislación federal sobre la estadual y la posibilidad de ejecutar esa ley federal dentro de los estados. Esa superioridad, a su vez necesita de la existencia de una autoridad federal que sea capaz de imponerla y alguna autoridad federal que resuelva las diferencias entre uno y los otros. Este sería el rol de Corte Suprema. Esta supremacía del poder central sería controlada de su abuso por la revisión judicial, para lo cual se requiere la absoluta independencia de la justicia.

Madison, por el contrario destaca las bondades de un gobierno federal principalmente porque crea balances de poder, es decir, enfatiza el valor de los estados miembros. Para él, el federalismo es una institución diseñada para proteger a los estados y aunque reconoce que la soberanía reside en última instancia en el gobierno central, el federalismo no sería compatible con la concentración de poder en manos de éste. Sostiene que una confederación tendería a reducir el poder del gobierno central[2]. Señalando los casos de la liga aquea y la confederación lisia señala que ninguna de las dos mostró una tendencia a degenerar en un solo gobierno consolidado.

Esta era, precisamente, la preocupación de los Anti-Federalistas y se mantiene hoy como uno de los principales puntos de debate respecto al federalismo y la descentralización. Ya que si bien de Tocqueville ([1835] 1957, p. 86) pudo afirmar,

“Lo que más llama la atención al europeo que recorre los Estados Unidos es la ausencia de lo que se llama entre nosotros el gobierno o la administración. En Norteamérica, se ven leyes escritas, se palpa su ejecución cotidiana, todo se mueve en torno nuestro, y no se descubre en ninguna parte su motor. La mano que dirige la máquina social se oculta a cada instante”

Lo cierto es que a los anti-federalistas les preocupaba precisamente que la existencia de un poder central fuerte tendiera a eliminar o limitar el poder de los estados y los derechos de los individuos.[3] Según Gordon (1998, p. 8) la Bill of Rights fue incorporada en la constitución no como la entrega masiva de poder al gobierno central para controlar supuestas violaciones de derechos individuales por parte de los estados sino para proteger a las comunidades de éstos de la inevitable tendencia del gobierno central a acumular poder, siendo el elemento esencial de la misma la 10ª. Enmienda que afirma la soberanía de los estados y define los poderes del gobierno central como “enumerados” y “delegados”. Opinión similar mantienen Wilson (1995) y Pilon (1995).

Este último afirma que la doctrina de los “poderes enumerados y delegados” ha sido abandonada por intermedio de dos cláusulas constitucionales: la comercial y la del bienestar general. La primera otorga al Congreso el poder de regular el comercio entre los estados, y tuvo su origen en la preocupación por la existencia de barreras comerciales entre ellos. Pero los constitucionalistas no habrían imaginado que ésta iba a ser utilizada (desde 1937: NLRB v. Jones & Laughlin Steel Corp., 301 U.S. 1) no ya como un escudo contra el abuso de los estados sino como un mecanismo que permitiría luego al Congreso pretender el logro de innumerables fines sociales y económicos. Ya que el Congreso ahora se atribuye el poder de regular cualquier cosa que afecte el comercio interestatal, es decir prácticamente todo. La segunda tenía el objetivo de prevenir que el Congreso actuara en defensa de algún beneficio particular pero en 1937 (Helvering v. Davis, 301 U.S. 619, 640) la Corte mantuvo que si bien había que mantener la diferencia entre interés particular e interés general no iba a controlar esa distinción, dejando al Congreso que se controle por sí mismo.

[1] Madison lo señala de esta forma en El Federalista XLV (Hamilton, et al, 1943, p. 196): “Hemos visto en todos los ejemplos de las confederaciones antiguas y modernas, que la tendencia más potente que continuamente se manifiesta en los miembros, es la de privar al gobierno general de sus facultades, en tanto que éste revela muy poca capacidad para defenderse contra estas extralimitaciones…

Los gobiernos de los estados tendrán siempre la ventaja sobre el gobierno federal, ya sea que los comparemos desde el punto de vista de la dependencia inmediata del uno respecto del otro, del peso de la influencia personal que cada lado poseerá, de los poderes respectivamente otorgados a ellos, de la predilección y el probable apoyo del pueblo, de la inclinación y facultad para resistir y frustrar las medidas del otro”.

[2] También en el “El Federalista” XLV afirma: “Hemos visto en todos los ejemplos de las confederaciones antiguas y modernas, que la tendencia más potente que continuamente se manifiesta en los miembros, es la de privar al gobierno general de sus facultades, en tanto que éste revela muy poca capacidad para defenderse contra estas extralimitaciones”.

 

[3] Así, escribe Centinel en la Carta I (Storing, 1981, p. 18) que: “…si los Estados Unidos han de ser fusionados en un solo imperio, deberán ustedes considerar si tal gobierno, como sea construido, ¿sería elegible en todo en un territorio tan extenso, y si sería practicable, consistente con la libertad? Es la opinión de los más importantes escritores, que un país muy extenso no puede ser gobernado por principios democráticos, o ningún otro plan, que una confederación de pequeñas repúblicas, poseyendo todos los poderes del gobierno interior, pero unidas en el manejo de sus asuntos exteriores y generales. No sería difícil probar, que nada menos que el despotismo, podría unir a un país tan grande bajo un gobierno, y que cualquier plan que ustedes establezcan terminaría en despotismo”.

 

Separación de poderes y federalismo: ¿federación o confederación? el debate norteamericano

Otro tipo de separación de poderes es la que ocurre “verticalmente”, entre un gobierno nacional y unidades sub-nacionales (provincias o estados) o gobiernos locales. Ostrom (1991, p.9, 57), señala que la palabra federalismo se deriva del latín foedus, que significa pacto, palabra que tendría un significado similar al de la palabra hebrea b’rit, la cual ocuparía un lugar fundamental en las tradiciones bíblicas de los pactos con Dios y con aquellos que eligieran manejar sus relaciones con otros por medio de un pacto o convenio. Según él, existiría una “teología federal” en los siglos XVI y XVII desarrollada por algunos protestantes quienes concebían una organización de la Iglesia basada en los conceptos de convenios del Viejo Testamento y los relatos sobre la organización de las primeras comunidades cristianas. Los puritanos de Nueva Inglaterra, por ejemplo eran congregacionistas que adherían a la teología federal y en el Convenio del Mayflower (los primeros emigrantes a las tierras que hoy forman los Estados Unidos) se comprometieron a un pacto mutuo constituyendo una organización civil. Según Ostrom esto puede ser interpretado como un compromiso básico con un sistema federal de gobierno, con un sistema de pactos mutuos. Asimismo señala que existe un paralelo interesante con el uso del lenguaje en la Suiza de habla alemana. Allí se llama a la confederación Eidgenossenschaft, siendo el significado de Genossenschaft asociación o camaradería. Una Eidgenossenschaft es una asociación sostenida en un compromiso especial expresado en juramentos recíprocos. El origen de la organización social como fruto de un pacto sería muy diferente que el que fuera resultado de la autoridad., y el primero habría sido el origen de la organización social en esos territorios, extendiéndose desde allí a las cartas coloniales, las constituciones de los estados, los Artículos de la Confederación y la Constitución de los Estados Unidos. Vale la pena recordar que la Constitución Argentina tiene su origen también en “pactos federales”.

Así, la Orden Fundamental de Connecticut (1639) creó un gobierno común para los pueblos de Hartford, Windsor y Wethersfield reteniendo intactos los gobiernos locales y sus atribuciones. Estos antecedentes de “auto-gobierno” nutrieron las discusiones posteriores a la independencia de las colonias inglesas en el Norte de América, donde se presenta el primer debate explícito y formal acerca de las ventajas de la descentralización ya sea por medio de una confederación (primer intento) o de un estado federal (Constitución de 1789).

El federalismo así interpretado, lejos está de ser una mera propuesta de descentralización administrativa, se trata más bien de un mecanismo para limitar y controlar el abuso de poder y garantizar la libertad, la vida y la propiedad de los individuos.

Klatt (1993) le otorga un fundamento que actúa en dos sentidos: uno para agregar distintas jurisdicciones dentro del marco de una más amplia, y otro para permitir la protección de las minorías[1]. Según Dietze (1960, p. 69) si bien los motivos iniciales de buscar una asociación de las distintas ex colonias se relacionaban con la seguridad y la paz, la libertad ocupó un papel preponderante durante la lucha contra Inglaterra y así fue reconocido en los Artículos de la Confederación. El Preámbulo de la Constitución concluye sosteniendo que una más perfecta Unión fue creada para asegurar los beneficios de la libertad para los americanos y su posteridad.

No obstante lo cual, se desarrolló entonces un profundo debate acerca del tipo de organización que supuestamente podría garantizar dicha libertad, descartando que la misma habría de ser una organización descentralizada, en el sentido de que el poder estaría repartido no solamente en las tres funciones tradicionales (ejecutivo, legislativo y judicial) sino también en distintos niveles de regionales de gobierno. El debate entre los autores de los Papeles Federalistas y los así llamados Anti-Federalistas es esencialmente un debate entre la confederación y la federación. ¿Cuáles son las diferencias entre una y otra?

En la primera el gobierno central es débil, los estados retienen la mayoría de las atribuciones y el poder soberano y el poder central no puede intervenir en ellas, dependiendo legalmente de la voluntad de los estados; es un pacto entre iguales para crear un gobierno coordinador, del cual es posible excluirse por medio de la secesión unilateral. En la segunda se crea un poder central fuerte donde reside el poder soberano, si bien limitado a los poderes que oportunamente le delegaran los estados y la secesión no es posible a menos que sea aceptada por los demás miembros.

[1] “La fundamentación histórico política del federalismo asume que una organización federal sirve de instrumento y forma para constituir, a partir de un múltiplo de unidades políticas independientes, una nueva unidad política más grande. Ejemplos de estados federales como forma de crear una unidad política son los EE.UU., Suiza y Alemania. Sin embargo, el federalismo no sirve únicamente como marco para un nuevo Estado nacional, le corresponde además la función de servir de instrumento para una amplia descentralización de estados hasta el momento unitarios. El ejemplo de Bélgica es ilustrativo de un caso en que la federalización se utiliza como herramienta para garantizar al país la supervivencia como unidad política.

Un justificativo sustancial es la función que tiene el federalismo como marco destinado a brindar amplia protección a las minorías. Esta justificación se desprende del hecho de que la población en una serie de países está compuesta de diferentes etnias o en la que existen fuertes minorías (lingüísticas, religiosos o socioculturales en general). Una organización política federal se adecua a las necesidades de minorías de este tipo, relativamente cerradas y por ende delimitables territorialmente, cuando éstas sólo están dispuestas a la unidad política si la estructura federal les permite preservar su identidad étnica. Este objetivo se encuentra por ejemplo en Suiza, Canadá e India.”

La separación de poderes desde una perspectiva económica: la competencia limita el poder

Hemos visto que los mercados son imperfectos, y también que la política lo es, siendo un instrumento que puede no solamente no solucionar los problemas que el mercado pueda presentar sino empeorarlos. Hay una forma de controlar cualquier abuso de poder que ocurra en el mercado: a través de la competencia. Si algún producto o servicio no resulta como fuera prometido o simplemente si pensamos que hay otro mejor podemos cambiar de proveedor. Ninguno nos tiene atrapado a menos que tuviera un monopolio y no tuviéramos otros productos o servicios sustitutos.

Pero el estado es un monopolio por definición. ¿Cómo controlamos el poder que le hemos otorgado?[1] La respuesta clásica y, en parte, vigente en muchas republicas modernas, es la que desarrollaran Locke, Montesquieu y otros: limitación y división del poder. La división del poder tiene en objeto que ningún individuo o grupo en particular lo concentre. Esta división se produce por medio de la división “horizontal” de los poderes (ejecutivo, legislativo y judicial), como también una división “vertical” del poder, sobre todo a través del federalismo y la descentralización, tema que veremos en el Capitulo 14.

La limitación se busca por vía de la existencia de normas constitucionales de protección de los derechos individuales que los excluyen de eventuales decisiones mayoritarias (Bills of Rights), la revisión judicial de los actos gubernamentales, la renovación de mandatos y otros.

La separación de poderes ha sido un tema desarrollado especialmente por la ciencia política, ¿cuál es la visión de la economía al respecto? Pues se asocia al concepto de competencia, por un lado, y al de costos de transacción por otro. En relación al primero, la división del poder sujeta a los distintos actores a un cierto grado de competencia entre unos y otros, tanto sea por recursos (éste es típicamente el caso de la competencia entre gobiernos nacionales con provincias o estados sub-nacionales) como por áreas y poder de decisión. Esta competencia puede actuar como un freno, aunque también si termina en un “cartel” como un motor del crecimiento del gasto público y el endeudamiento. Por otro lado, la democracia, como un mecanismo para la selección y renovación pacífica de los gobernantes en base a la preferencia de cierta mayoría, contiene también elementos de competencia, aunque se trata de la competencia para obtener cierto grado de monopolio.

En cuanto a los costos de transacción cuando se trata de transacciones voluntarias, se ven favorecidas cuando esos costos son bajos. Pero si se trata de transacciones que tienen como objetivo obtener algún tipo de privilegio, entonces es mejor que los costos de esa transacción sean altos. La separación y división de poderes aumenta los costos de hacer “lobby”. En una sociedad donde todo el poder está concentrado en una persona, sea un rey, un dictador o gobernante electo con poder absoluto, tan sólo hace falta “convencer” o “sobornar” a esa persona, teniendo en cuenta que pude haber dos clases de acciones para buscar influencias: legales e ilegales.  Pero en una sociedad donde el poder se encuentra dividido y disperso el costo de lobby es mucho mayor: puede ser necesario convencer a funcionales del ejecutivo, a legisladores y eventualmente enfrentar el cuestionamiento judicial de la norma.

 

[1] Comenta Madison: “Se escuchan quejas por doquier de nuestros ciudadanos más virtuosos y considerados, que nuestros gobiernos son muy poco estables; que el bien público no es considerado en los conflictos entre partidos rivales; y que se toman a menudo medidas, no según las reglas de justicia y los derechos del partido minoritario, sino por la fuerza superior de una abrumadora e interesada mayoría.” (2001).

Límites al abuso de poder. Cartas de Derechos y la hermenéutica de la búsqueda de la felicidad

Uno de los primeros instrumentos republicanos para la limitación de los poderes otorgados por los ciudadanos a los gobiernos consistió en la redacción y firma de “cartas de derechos” (bill of rights). Se relacionan con los derechos “individuales” desarrollados básicamente en Occidente desde la Grecia ateniense y, particularmente en su versión más moderna y actual desde la Carta Magna firmada por Juan sin Tierra en Inglaterra el 15 de junio de 1215, origen de las constituciones y parlamentos. Este documento fundacional de los derechos individuales modernos es también una clara demostración de que no existe una separación lógica entre libertades “políticas” y “económicas”, se refieren todas a la libertad de acción sin violar derechos de terceros y al control de los poderes del gobernante. De hecho, en esta Carta, unos se encuentran a continuación de otros, sin diferencia.[1]

La primera que recibió ese nombre fue aprobada en 1689 en Inglaterra, impuesta por el parlamento al príncipe Guillermo de Orange, incluyendo, entre otras, las siguientes limitaciones al poder del soberano:

  • No habría interferencia real con la justicia. El rey no dictaba justicia ni podía establecer cortes reales.
  • No podía establecer impuestos sin la aprobación del Parlamento (este principio ya estaba en la Carta Magna)
  • Libertad para realizar reclamos al rey sin temor a ser castigado
  • No podía mantener un ejército permanente en tiempo de paz sin aprobación parlamentaria
  • No podía interferir en la elección de parlamentarios, ni en la libertad de poseer armas para su propia defensa, ni en la libertad de expresión

Otro ejemplo proviene de los Estados Unidos. Se llama con el mismo nombre a las primeras diez enmiendas de la constitución aprobadas en 1791, incluyendo muchas similares a las británicas, y en este caso se reserva a los estados o al pueblo todos los derechos no delegados al gobierno federal. También la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano aprobada por la Asamblea francesa en 1789.

El establecimiento de derechos individuales al nivel constitucional actúa como un límite al poder de cualquier mayoría eventualmente en el gobierno ya que no pueden ser avasallados por el o violados por el gobernante. Estos principios fueron incorporados en casi todas las constituciones americanas del siglo XIX.

Ahora bien, ¿establecen realmente una barrera infranqueable  para la protección de esos derechos? Su respeto, en definitiva, estaría garantizado por la posibilidad de cuestionar la constitucionalidad de un acto de gobierno que pudiera violar esos principios, la división de poderes y la revisión constitucional en manos de una Corte Suprema. El peligro se encuentra en la posibilidad que disposiciones del ejecutivo o leyes del legislativo interfieran o vacíen de contenido y terminan en la práctica derogando esos derechos básicos. Esa fue una preocupación clara de los constituyentes americanos. En el caso argentino, Alberdi ([1854] 1993) se refiere a las “disposiciones y principios de la Constitución Argentina referentes a las producción de las riquezas” señalando que el Preámbulo expresa como objetivo “promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros y para todos los hombre del mundo que quieran habitar el suelo argentino”, y señalando luego que el art. 64, inciso 16, otorga al legislativo “el poder de realizar todo lo que puede ser conducente a la prosperidad del país, al adelanto y bienestar de todas las provincias y al progreso de la ilustración”.

El problema está en la “hermenéutica” de estos textos. Como el caso de la Declaración de Derechos de Virginia, redactada por George Mason, la que incluía la famosa frase: “Que todos los hombres son por naturaleza libres e independientes, los que, cuando entran en sociedad no pueden ser desprovistos por ningún tipo de alianza o desposeer su posteridad, tales como el goce de la vida y la libertad, con los medios para adquirir y poseer propiedad, persiguiendo y obteniendo felicidad y seguridad”. Esta frase fue redactada luego por Thomas Jefferson en la Declaración de Independencia como: “sostenemos estas verdades como evidentes en sí mismas, que todos los hombres son creados iguales, que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, y que entre ellos se encuentran la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad”.

Se dejó de lado la mención expresa a la propiedad, y la dificultad de llenar de un contenido específico a frases generales como la “búsqueda de la Felicidad” o “promover el bienestar general” ha dado como resultado que se terminara avasallando muchos de los derechos básicos en aras de supuesto “bien común” interpretado por el gobierno de turno o una mayoría circunstancial. Alberdi era consciente de este peligro[2] en especial relación con las libertades económicas y pensaba que tanto sea la vigencia de libertades políticas individuales como un artículo constitucional específico y claro al respecto serían suficientes: Art. 28, “Los principios, derechos y garantías reconocidos en los anteriores artículos no podrán ser alterados por las leyes que reglamenten su ejercicio”. Señala que los derechos que generalmente llamaríamos “políticos” cumplen un claro papel en relación a las libertades económicas:

  • La libertad o derecho de petición ofrece el camino para obtener leyes que protejan al capital, la tierra o el trabajo
  • La libertad o derecho de locomoción facilitan el comercio y la actividad económica
  • La libertad de publicar por la prensa como garantía tutelar de todas las garantías y libertades
  • La libertad de usar y disponer de su propiedad como complemento de la libertad de trabajo y el derecho de propiedad
  • La libertad de asociación como uno de los resortes poderosos de la producción económica moderna
  • El derecho a profesar libremente su culto, ya que sin ella podría no recibir la inmigración que traería conocimientos y brazos aptos para la industria
  • La libertad de enseñar y aprender como forma de perfeccionar la educación industrial y de eliminar los contratos de aprendizaje
  • Igual trato para los extranjeros, para que ejerzan todo tipo de industria[3]

 

Sin embargo, esa “alteración” que se menciona en el artículo 28 es precisamente lo que ocurrió. Nada pudo frenar el empuje último de ideas diferentes. Las garantías y derechos fueron interpretados desde otra perspectiva, el lenguaje manipulado o los textos simplemente ignorados. Veremos en el Capítulo 9 el cambio institucional y el papel que cumplen las ideas, como determinantes finales del rumbo que las sociedades recorren.

 

[1] Por ejemplo: “39) Ningún hombre libre podrá ser detenido o encarcelado o privado de sus derechos o de sus bienes, ni puesto fuera de la ley ni desterrado o privado de su rango de cualquier otra forma, ni usaremos de la fuerza contra él ni enviaremos a otros que lo hagan, sino en virtud de sentencia judicial de sus pares y con arreglo a la ley del reino.  40) No venderemos, denegaremos ni retrasaremos a nadie su derecho ni la justicia. 41) Todos los mercaderes podrán entrar en Inglaterra y salir de ella sin sufrir daño y sin temor, y podrán permanecer en el reino y viajar dentro de él, por vía terrestre o acuática, para el ejercicio del comercio, y libres de toda exacción ilegal, con arreglo a los usos antiguos y legítimos. Sin embargo, no se aplicará lo anterior en época de guerra a los mercaderes de un territorio que esté en guerra con nosotros. Todos los mercaderes de ese territorio hallados en nuestro reino al comenzar la guerra serán detenidos, sin que sufran daño en su persona o en sus bienes, hasta que Nos o nuestro Justicia Mayor hayamos descubierto como se trata a nuestros comerciantes en el territorio que esté en guerra con nosotros, y si nuestros comerciantes no han sufrido perjuicio, tampoco lo sufrirán aquéllos. 42) En lo sucesivo todo hombre podrá dejar nuestro reino y volver a él sin sufrir daño y sin temor, por tierra o por mar, si bien manteniendo su vínculo de fidelidad con Nos, excepto en época de guerra, por un breve lapso y para el bien común del Reino. Quedarán exceptuadas de esta norma las personas que hayan sido encarceladas o puestas fuera de la ley con arreglo a la ley del reino, las personas de territorios que estén en guerra con Nos y los mercaderes–que serán tratados del modo indicado anteriormente. Carta Magna, traducción disponible en: http://www.der.uva.es/constitucional/verdugo/carta_magna.html

[2] Al analizar el texto constitucional referente a los derechos individuales (art. 14) y su mención que todos los habitantes gozan de tales derechos conforme a las leyes que reglamentan su ejercicio, comenta ([1854, 1993, p. 16): “Conforme a las leyes que reglamenten su ejercicio, es concedido el goce de las libertades económicas. La reserva deja en manos del legislador, que ha sido colono español, el peligro grandísimo de derogar la Constitución por medio de los reglamentos, con sólo ceder al instinto y rutina de nuestra economía colonial, que gobierna nuestros hábitos ya que no nuestros espíritus. Reglamentar la libertad no es encadenarla. Cuando la Constitución ha sujetado su ejercicio a reglas, no ha querido que estas reglas sean un medio de esclavizar su vuelo y movimientos, pues en tal caso la libertad sería una promesa mentirosa, y la Constitución libre en las palabras sería opresora en la realidad.

Todo reglamento que so pretexto de organizar la libertad económica en su ejercicio, la restringe y embaraza, comete un doble atentado contra la Constitución y contra la riqueza nacional, que en esa libertad tiene su principio más fecundo”

[3] “Estas garantías, que solo parecen tener un interés político y civil, son de inmensa trascendencia en el ejercicio de la producción económica, como es fácil demostrarlo. No hay seguridad ni confianza en las promesas de un comerciante cuya persona puede ser acometida o cada instante y sepultada en prisión o desterrada. No puede haber tráfico ni comercio donde los caminos abundan de asechanzas contra los comerciantes. Es imposible concebir producción rural, agrícola ni minera donde los hombres pueden ser arrebatados a sus trabajos para formas las filas del ejército. La inviolabilidad del hogar comprende la del taller y de la fábrica. El respeto a las correspondencia y a los papeles privado importa de tal modo al buen éxito de los negocios del comercio y de la industria, que sin él sería imposible el ejercicio de los negocios a través de la distancia.” (p. 26.).

Angus Deaton: la ayuda internacional contra la pobreza socava el crecimiento y la democracia

Angus Deaton, el último premio Nobel de Economía, no es ningún libertario, pero tiene algunas opiniones notables. Por ejemplo, respecto a la ayuda internacional para combatir la pobreza dice, en su libro “The Great Escape”:

Deaton

“Uno de los hechos sorprendentes sobre la pobreza global es cuán poco haría falta para eliminarla, si pudiéramos mágicamente transferir dinero a las cuentas bancarias de los pobres del mundo. En 2008, había unos 800 millones de personas en el mundo viviendo con menos de un dólar al día. En promedio, a cada una de estas personas les falta 0,28 centavos por día; su gasto promedio diario es de 72 centavos en lugar de un dólar, que los sacaría de la pobreza. Podríamos cubrir lo que falta con menos de 220 millones de dólares por día; esto es, 28 centavos por 800 millones. Si los Estados Unidos quisieran hacer eso ahora, cada norteamericano, tendría que pagar 75 centavos por día, o un dólar si eximiéramos a los niños. Podríamos reducir esto a 50 centavos por persona por día si se sumaran los adultos de Gran Bretaña, Francia, Alemania y Japón. Aún esto es más de lo que se necesitaría. Casi todos los pobres del mundo viven en países donde los alimentos, la vivienda y otras cosas básicas son más baratas que en los países ricos; un dólar gastado en India compra casi el equivalente de 2,5 dólares de las cosas que los pobres necesitan. Tomando esto en cuenta, tenemos la notable conclusión que la pobreza del mundo podría ser eliminada si cada norteamericano adulto donara 30 centavos por día, o si pudiéramos construir una coalición de todos los que quisieran en GB, Francia, Alemania y Japón, para poner cada uno 15 centavos por día. …

Este es un ejemplo de la visión ‘hidráulica’ de la ayuda internacional: si bombeamos agua en un lado, debe salir del otro extremo. Resolver la pobreza mundial y salvar las vidas de niños es visto como un problema de ingeniería, como arreglar las tuberías o un auto roto.

Pero el problema central de la ayuda internacional es éste: cuando las “condiciones para el desarrollo” están presentes, no se necesita ayuda. Cuando las condiciones locales son hostiles al desarrollo, la ayuda no es útil y hará daño si termina perpetuando esas condiciones. Las agencias internacionales de desarrollo se encuentran siempre en esta situación: la ayuda es efectiva solamente donde menos se la necesita, pero los donantes insisten en ayuda efectiva para los que más la necesitan…Si la pobreza no es el resultado de la falta de recursos u oportunidades, sino de pobres instituciones, mal gobierno y política tóxica, dar dinero a los países pobres –particularmente dar dinero a los gobiernos de los países pobres- es probable que termine perpetuando y prolongando la pobreza, no eliminándola. El enfoque hidráulico de la pobreza está equivocado, y resolver el tema de la pobreza no es como arreglar un auto o como sacar a un niño que se está ahogando en un estanque. …

Para entender cómo funciona la ayuda es necesario estudiar la relación entre ésta y la política. Las instituciones políticas y legales cumplen un papel central en establecer un entorno que pueda nutrir la prosperidad y el crecimiento económico. La ayuda extranjera, especialmente cuando es mucha, afecta el funcionamiento de las instituciones y su cambio. Muchas veces la política ha ahoga al crecimiento económico, y aun en el mundo anterior a la ayuda, había buenos y malos sistemas políticos. Pero el influjo de grandes cantidades de ayuda puede cambiar la política local para mal y minar las instituciones que promueven el crecimiento a largo plazo. La ayuda también socava la democracia y la participación cívica, una pérdida directa que se agrega al deterioro del crecimiento económico.”

Límites al oportunismo politico. Otros dos: aprobación electoral de impuestos y que sean explícitos

  1. Aprobación electoral de nuevos impuestos o alícuotas

La limitación para crear nuevos impuestos está en la raíz de la historia de la república moderna y la limitación del poder absoluto del gobernante. Formaba parte de la Carta Magna (1215) aquél famoso principio “no habrá impuestos sin la aprobación de los representantes”. En casi todas las constituciones, los impuestos tienen que ser aprobados por el Congreso, por los representantes de los votantes.

En las democracias modernas esta restricción funciona cuando el poder se encuentra dividido, por ejemplo, cuando el parlamento está controlado por un partido político o coalición diferente al control del poder ejecutivo. Un ejemplo en Estados Unidos es  cuando el presidente es demócrata y el Congreso está controlado por los republicanos. Cuando ambos poderes se encuentran controlados por la misma mayoría el control se diluye o directamente no existe.

Es por eso que se sugiere como mecanismo de control del gasto que cada vez que se quieran crear nuevos impuestos o subir las alícuotas se las someta a la consulta de los votantes por medio de un referéndum. La ventaja de este procedimiento es que los votantes pocas veces están dispuestos a pagar más impuestos a menos que el servicio que a partir de ellos se obtenga sea realmente apreciado y no pueda producirse con los recursos existentes. El problema que puede presentar es que la mayoría abuse de la minoría aprobando impuesto sobre ésta que ella misma no pagaría. No es de extrañar que muchas veces los representantes hayan  incluido a los impuestos dentro de una lista de temas que no pueden ser sometidos a consulta popular.

  1. Impuestos explícitos

Relacionado con el punto anterior, las dificultades que tiene cada individuo para evaluar el verdadero costo del gasto público le impiden evaluar su verdadero peso. Resulta casi imposible para un individuo determinar cuál es la real carga impositiva que está sufriendo, porque el “precio” resulta borroso. En un intercambio normal de mercado existe un precio directamente visible y el costo resulta claro. Si consideramos en cambio una compra que se realiza mediante una cuota mensual (la cuota de un club, el pago de un seguro) la relación no es tan directa pero aún es fuerte. Sería comparable a que un ciudadano recibiera una factura mensual por todos los servicios que le brindara el Estado.

En cambio, si esos pagos se deducen de su recibo mensual de sueldo, la relación es un poco más débil, ya que no hay un acto de “pago”, no hay que tomar una decisión positiva para realizarlo.

Algo similar sucede con los impuestos: los indirectos son menos obvios y evidentes que los directos, sobre todo si es necesario preparar una declaración anual y pagar un determinado monto. Menos lo son sin esos pagos se deducen directamente del salario. En cuanto a los indirectos, menos evidentes son si aparecen como parte del precio y no en forma separada. Y menos aún si el gasto se financia vía inflación, considerada a menudo como un “impuesto”[1].

Con esas percepciones debilitadas, terminará aceptando niveles de gasto más altos de los que estaría dispuesto a pagar. No extraña que el crecimiento del gasto público haya llegado con la multiplicación de estos modos de esconder su verdadero peso.

Por eso, una alternativa para facilitar la evaluación de costos y beneficios del gasto público es explicitar los impuestos: que el impuesto indirecto aparezca separado del precio del producto o servicio y haga evidente ese pago adicional. Imaginemos un conductor que llena su tanque de combustible y recibe el siguiente mensaje: “$30 de combustible y $ 70 de impuesto”; que el impuesto directo demande un acto explícito de pago; que distintos servicios gubernamentales demanden un pago directo para recibirlos.

[1] “Una persona no recibe un paquete divisible y transferible de servicios gubernamentales. Y no paga un precio “directo” por el acceso o uso de servicios públicos provistos por el gobierno. Tampoco recibe una factura mensual o trimestral como las que recibe de electricidad o teléfono. Los pagos para los servicios provistos públicamente son extraídos de distintas formas. Sus ingresos o ganancias pueden recibir impuestos, los productos que compra pueden estar sujetos a impuestos indirectos; su propiedad puede estar tasada con objetivos fiscales y una cantidad de otras actividades estar sujeta a impuestos. En definitiva, cada persona, por supuesto, deberá entregar algo a cambio de los servicios gubernamentales. Pero este valor total no será independiente de su propia conducta reactiva o de la conducta de otros en la comunidad. Más aún, el individuo nunca recibirá una estimación externa y experta del valor que paga. Debe, a tientas, evaluar ese total, un proceso que será mucho más costoso, y dimensionalmente diferente, del que se requiere para evaluar los precios y el costo de los bienes que compre en mercados privados” (Buchanan & Wagner, 2000, p. 135).