Hayek, entre el instinto y la razón: el futuro de la economía hay que buscarlo en las teorías evolutivas

Con los alumnos de Historia del Pensamiento Económico II, Escuela Austriaca, terminamos el curso a toda orquesta, con el extraordinario primer capítulo del último libro de Hayek “La Fatal Arrogancia”. Ese capítulo, titulado “Entre el instinto y la razón”, consolida el vínculo entre los escoceses (Hume, Smith, Ferguson), las teorías evolutivas (Darwin) y la escuela austríaca (Menger, Böhm-Bawerk, Mises, Hayek y otros). Así comienza:

Hayek

“Como queda dicho, nuestra capacidad de aprender por imitación es uno de los logros más fundamentales del largo proceso de evolución de nuestros instintos. Tal vez la cualidad más importante del legado genético de cada individuo, aparte las respuestas innatas, sea la posibilidad de acceder a ciertas habilidades a través de la imitación y el aprendizaje. De ahí la importancia de precaverse, desde el primer momento, contra cualquier planteamiento proclive a lo que he denominado «la fatal arrogancia»: esa idea según la cual sólo por vía de la razón pueden alcanzarse esas nuevas habilidades. La realidad no puede ser más opuesta, pues también la razón es fruto de la evolución, al igual que nuestros esquemas morales, aunque con un distinto desarrollo evolutivo. No podemos, por tanto, instituir a la razón en árbitro supremo ni sostener que deben ser consideradas válidas tan sólo aquellas normas que logren superar la prueba de la razón.

Abordaremos luego más detalladamente todas estas cuestiones, por lo que en el presente contexto me limitaré a anticipar algunas conclusiones. Entiendo que el título «Entre el instinto y la razón» de este capítulo debe ser interpretado casi literalmente. En efecto, quisiera llamar la atención del lector sobre el hecho de que las cuestiones que ocupan nuestra atención deben quedar ciertamente situadas entre el instinto y la razón.

Por desgracia, la trascendencia de estos problemas suele ser minimizada por entenderse que sólo hay un espacio vacío entre uno y otro de los indicados dominios. La conclusión fundamental a la que, en mi opinión, deberá concederse especial atención es que esa evolución cultural que, según hemos señalado, desborda por completo al instinto –al que frecuentemente contradice– tampoco es, como más adelante veremos, fruto del ejercicio de la razón.

Mis opiniones al respecto, expuestas en anteriores trabajos (1952/79, 1973 1979), pueden resumirse como sigue. La capacidad de aprender es más el fundamento que el logro de nuestra razón de nuestro entendimiento. El hombre no viene al mundo dotado de sabiduría, racionalidad y bondad: es preciso enseñárselas, debe aprenderlas. No es la moral fruto de la razón, sino que fueron más bien esos procesos de interacción humana propiciadores del correspondiente ordenamiento moral los que facilitaron al hombre la paulatina aparición no sólo de la razón sino también de ese conjunto de facultades con las que solemos asociarla. El hombre devino inteligente porque dispuso previamente de ciertas tradiciones –que ciertamente hay que emplazar entre el instinto y la razón– a las que pudo ajustar su conducta. A su vez, ese conjunto de tradiciones no derivan de la capacidad humana de racionalizar la realidad, sino de los hábitos de respuesta. Más que ayudarle a prever, se limitan a orientarle en cuanto a lo que en determinadas situaciones reales debe o no debe hacer.

Todo ello hace que no podamos por menos de tener que sonreír al constatar cómo ciertos trabajos científicos sobre la evolución –algunos realizados por expertos de la mayor solvencia–, tras admitir que el orden existente es fruto de algún pretérito proceso ordenador de carácter espontáneo, conminan, sin embargo, a la humanidad a que, sobre la base de la razón –precisamente en momentos en los que las cosas se han vuelto tan complejas– asuma el control pleno del proceso en cuestión. Contribuye a nutrir tan ingenua pretensión ese equivocado enfoque que en anteriores ocasiones he denominado «racionalismo constructivista» (1973), enfoque que, pese a carecer de todo fundamento, tan decisiva influencia ha ejercido sobre el pensamiento científico contemporáneo, hasta el punto de quedar explícitamente recogido en el título de una obra ampliamente difundida de cierto famoso antropólogo de inclinación socialista. Man Makes Himself (v. Gordon Childe, 1936) –tal es el título de la obra de referencia–, se ha convertido de hecho en lema que ha inspirado a una amplia familia de socialistas (Heilbroner, 1970:106). Semejantes planteamientos se basan en la noción científicamente infundada –y hasta animística– según la cual en algún momento de la estructuración evolutiva de nuestra especie se instaló en nuestro organismo un ente llamado intelecto o alma, que, a partir de entonces se convirtió en rector de todo ulterior desarrollo cultural (cuando lo que en realidad sucedió fue que el ser humano fue adquiriendo poco a poco la capacidad de aprehender el funcionamiento de esquemas de elevada complejidad que le permitían reaccionar más eficazmente a los retos de su entorno). Ese supuesto, que postula que la evolución cultural es cronológicamente posterior a la biológica o genética, hace caso omiso de los aspectos más fundamentales de una evolución, a  lo largo de la cual nuestra capacidad racional fue adquiriendo su actual estructura. La idea de que la razón, fruto de ese proceso, pueda hoy determinar el curso de su propia evolución (por no aludir a las muchas otras capacidades que infundadamente le suelen ser también atribuidas) es inherentemente contradictoria y fácilmente refutable (véase, al respecto, los capítulos V y VI).

Es más inexacto suponer que el hombre racional crea y controla su evolución cultural que la suposición contraria de que la cultura y la evolución crean la razón. En cualquier caso, la idea de que, en determinado momento, surgió en la humanidad la posibilidad de establecer racionalmente el curso de su propio destino, desplazando así la incidencia de los procesos evolutivos, intenta simplemente sustituir una explicación científica por otra de carácter casi sobrenatural. La ciencia evidencia que no fue esa realidad psíquica que denominamos mente lo que originó la aparición del orden civilizado, y menos aún que, llegada a cierto grado de desarrollo, asumiera el control de su evolución futura. Lo que realmente sucedió fue que tanto la mente como la civilización alcanzaron simultáneamente su potencial actual. Eso que llamamos mente no es algo con lo que el individuo nace –como nace con un cerebro– ni algo que el cerebro produce, sino una dotación genética (p. ej. un cerebro con una estructura y un volumen determinados) que nos permite aprender de nuestra familia, y más tarde, en el entorno de los adultos, los resultados de una tradición que no se transmiten por vía genética. En este sentido, nuestra capacidad racional no consiste tanto en conocer el mundo y en interpretar las conquistas humanas, cuanto en ser capaces de controlar nuestros instintivos impulsos, logro que escapa a las posibilidades de la razón individual, puesto que sus efectos abarcan a todo el colectivo. Estructurada por el entorno en el que para cada sujeto transcurre la infancia y la pubertad, la mente va a su vez condicionando la preservación, desarrollo, riqueza y variedad de las tradiciones que otras mentes más tarde asimilarán. Al ser transmitidos en el contexto del entorno familiar, ese conjunto de hábitos queda sometido a la influencia de una pluralidad de condicionamientos morales a los que pueden ajustar su comportamiento quienes, ajenos a la colectividad en cuestión, se incorporan a ella más tarde. De ahí que pueda plantearse seriamente la cuestión de si alguien que no hubiese tenido la oportunidad de estar en contacto con algún modelo cultural habría podido acceder verdaderamente a la racionalidad.

Así como el instinto precedió a la costumbre y a  la tradición, así también estas últimas son anteriores a la  propia razón. Tanto desde el punto de vista lógico como desde el psicológico e histórico, la costumbre y la  tradición deben, pues, quedar ubicadas entre el instinto y la razón. No derivan de lo que solemos denominar «inconsciente»; no son fruto de la intuición, ni tampoco de la  aprehensión racional. Aunque en cierto modo se  basan en la experiencia –puesto que tomaron forma a lo largo de nuestra evolución cultural–, nada tienen que ver con algún comportamiento de tipo racional ni surgen porque se haya advertido conscientemente que los hechos evolucionaban de determinada manera. Aun cuando ajustemos nuestro comportamiento a los esquemas aprendidos, en innumerables ocasiones no sabemos por qué hacemos lo que hacemos. Las normas y usos aprendidos fueron progresivamente desplazando a nuestras instintivas predisposiciones, no porque los individuos llegaran a constatar racionalmente el carácter favorable de sus decisiones, sino porque fueron capaces de crear un orden de eficacia superior –hasta entonces por nadie imaginado– a cuyo amparo un mejor ensamblaje de los diversos comportamientos permitió finalmente –aun cuando ninguno de los actores lo advirtiera– potenciar la expansión demográfica del grupo en cuestión, en detrimento de los restantes.”

Una crítica al corazón de la teoría económica predominante: Rothbard sobre la utilidad y el bienestar

Con los alumnos de Historia del Pensamiento Económico II (Escuela Austriaca), vemos un artículo esencial de Murray Rothbard: “Hacia una reconstrucción de la economía de la utilidad y el bienestar”, donde analiza el fundamento de toda la economía, la teoría del valor y la utilidad modernas. En estos párrafos se refiere a las “curvas de indiferencia”:

Rothbard

“Los revolucionarios de Hicks reemplazaron el concepto de la utilidad cardinal con el concepto de clases de indiferencia y durante los últimos veinte años, las revistas de economía han estado plagadas de curvas de indiferencia bidimensionales y tridimensionales, tangentes, “líneas de presupuesto” y demás. La consecuencia de una adopción de la aproximación de la preferencia demostrada es que todo un concepto de clase de indiferencia debe caer por tierra, junto con la complicada superestructura erigida sobre él.

La indiferencia nunca puede demostrarse por la acción. Todo lo contrario. Toda acción significa necesariamente una decisión y cada decisión significa una preferencia concreta. La acción implica lo contrario de la indiferencia. El concepto de indiferencia es un ejemplo particularmente desafortunado del error de psicologización. Se supone que las clases de indiferencia existen  subyaciendo en algún lugar y aparte de la acción. Esta suposición se muestra particularmente en aquellas explicaciones que tratan de “mapear” empíricamente curvas de indiferencia mediante el uso de complicados cuestionarios.

Si una persona es realmente indiferente ante dos alternativas, no puede elegir y no elegirá entre ambas.[29] Por tanto la indiferencia nunca es relevante para la acción y no puede probarse en la acción. Por ejemplo, si a un hombre le es indiferente el uso de 5,1 onzas y 5,2 onzas de mantequilla debido a lo mínimo de la unidad, n tendrá ocasión de actuar sobre estas alternativas. Usará la mantequilla en unidades más grandes cuando las cantidades variables no le sean indiferentes. El concepto de “indiferencia” puede ser importante para la psicología, pero no para la economía. En psicología nos interesa descubrir nuestras intensidades de valor, la posible indiferencia y todo eso. Sin embargo, en economía solo nos interesan valores revelados mediante decisiones. A la economía le resulta indiferente si un hombre elige la alternativa A en lugar de la alternativa B, porque prefiera con mucho A o porque haya lanzado una moneda. El hecho de clasificar es lo que importa a la economía, no las razones por las que el individuo llega a esa clasificación.

En años recientes el concepto de indiferencia ha estado sujeto a serias críticas. El profesor Armstrong apuntaba que bajo la curiosa formulación de “indiferencia” de Hicks, es posible que una persona sea “indiferente” entre dos alternativas y aun así elegir una por encima de la otra.[30] Little tiene alguna buena crítica del concepto de indiferencia, pero su análisis está viciado por su ansia de usar teoremas defectuosos para llegar a conclusiones sociales y por su metodología radicalmente conductivista.[31] El profesor Macfie ha planteado un ataque muy interesante al concepto de indiferencia desde el punto de vista de la psicología.[32] Los teóricos de la indiferencia tienen dos defensas básicas del papel de la indiferencia en la acción real. Una es citar la famosa fábula del asno de Buridán. Es el asno “perfectamente racional” quien demuestra indiferencia quedándose parado y hambriento, equidistante de dos balas de heno igualmente atractivos.[33]

Como las dos balas son igualmente atractivas en todos sus aspectos, el asno no puede escoger ninguna y por tanto muere de hambre. Se supone que este ejemplo indica cómo puede revelarse la indiferencia en la acción. Por supuesto, es difícil concebir un asno o persona que pueda ser menos racional. En realidad, no tiene dos alternativas sino tres, siendo la tercera morir de hambre donde se encuentra. Incluso partiendo la base de los teóricos de la indiferencia, esta tercera alternativa se clasificaría por debajo de las otras dos en la escala de valores del individuo. No elegiría morir de hambre.

Si ambas balas de heno son igualmente atractivas, entonces el asno u hombre que debe elegir una u otra, dejará que la suerte, por ejemplo lanzando una moneda, decida cuál. Pero entonces la indiferencia sigue sin revelarse por esta decisión, pues el lanzamiento de una moneda ¡le ha permitido establecer una preferencia![34]

El otro intento de demostrar las clases de indiferencia se basa en la falacia de la coherencia-constancia, que hemos analizado antes. Así, Kennedy y Walsh afirman que un hombre puede revelar indiferencia si, cuando se le pide que repita sus decisiones entre A y B a lo largo del tiempo, elige cada alternativa un 50% de las veces.[35]

Si el concepto de la curva individual de indiferencia es completamente falso, es bastante evidente que el concepto de Baumol de la “curva de indiferencia comunitaria”, que pretende construir a partir de curvas individuales, merece la mínima atención posible.[36]”

Hayek: el principal descubrimiento de las ciencias sociales: la existencia de ‘órdenes espontáneos’

Con los alumnos de la UBA Económicas, vemos a Hayek sobre la idea más importante elaborada por las ciencias sociales: los “órdenes espontáneos”. De su artículo “Clases de orden en la sociedad”:

“Llamamos sociedad a una multitud de hombres cuando sus actividades están mutuamente ajustadas entre sí. Los hombres en una sociedad pueden perseguir exitosamente sus metas porque saben qué esperar de sus pares. Sus relaciones, en otras palabras, muestran un cierto orden. Cómo puede producirse o ser logrado un orden semejante de las múltiples actividades de millones de hombres es el problema central de la teoría social y de la política social.

Algunas veces la misma existencia de tal orden es negada cuando se asevera que la sociedad – o más particularmente, sus actividades económicas – es «caótica». La ausencia completa de un orden, sin embargo, no puede ser sostenida seriamente. Lo que significa presumiblemente esa queja es que la sociedad no es todo lo ordenada que debería ser. El orden de una sociedad existente puede inclusive ser capaz de una gran mejora; pero la crítica es debida principalmente a la circunstancia que tanto el orden que existe como la manera en que se forma no son fácilmente percibidos. El hombre sencillo estará al tanto de un orden de los asuntos sociales sólo a un punto tal que ese orden haya sido arreglado deliberadamente; y está inclinado a culpar la ausencia aparente de un orden en mucho de lo que ve al hecho de que nadie ha ordenado deliberadamente esas actividades. El orden, para la persona común, es el resultado de la actividad de ordenar de la mente que ordena. La mayoría del orden de la sociedad del que hablamos no es, sin embargo, de este tipo. Y el reconocimiento que tal orden existe requiere una cierta cantidad de reflexión.

La principal dificultad es que el orden de los eventos sociales generalmente no puede ser percibido por nuestros sentidos mas puede solamente ser rastreado por nuestro intelecto. Esto es, como veremos, un orden abstracto y no uno concreto. Es también un orden muy complejo. Y es un orden que, aunque es el resultado de la acción humana, no fue creado por los hombres acomodando deliberadamente los elementos en un modelo preconcebido. Estas peculiaridades del orden social están conectadas íntimamente, y será la tarea de este ensayo el hacer sus interrelaciones claras. Veremos que, aunque no hay absoluta necesidad de que un orden complejo sea siempre espontáneo y abstracto, cuanto más complejo es el orden que deseamos, más debemos confiar en las fuerzas espontáneas para provocarlo, y más nuestro poder de control será confinado en consecuencia de rasgos abstractos y no se extenderá a las manifestaciones concretas de ese orden.

Los términos «concreto» y «abstracto», que deberemos usar frecuentemente, son a menudo utilizados en una variedad de significados. Será útil, por lo tanto, enunciar en qué sentido van a ser usados. Como «concreto», describiremos determinados objetos reales dados a la observación por nuestros sentidos, y consideraremos como la característica distintiva de tales objetos concretos que siempre habrá en ellos aún más propiedades a ser descubiertas que las que ya conocemos o hemos percibido. En comparación con cualquier objeto determinante, y el conocimiento intuitivo que podemos adquirir de él, todas las imágenes y conceptos del mismo son abstractas y poseen un número limitado de atributos. Todo pensamiento es en este sentido necesariamente abstracto, aunque hay grados de abstracción. Sin embargo, hablando estrictamente, el contraste entre lo concreto y lo abstracto, como lo usaremos, es el mismo que entre un hecho del cual siempre conocemos sólo atributos abstractos pero siempre podemos descubrir aún más de tales atributos, y todas esas imágenes, concepciones y conceptos que retenemos cuando no contemplamos más el objeto determinado.

Un orden abstracto de cierto tipo puede comprender diferentes manifestaciones de ese orden. La distinción se vuelve particularmente importante en el caso de órdenes complejos basados en una jerarquía de relaciones de orden, donde varios de esos órdenes pueden concordar en los principios más generales de ordenamiento, pero diferir en otros. Lo que es significativo en el presente contexto es que puede ser importante que un orden posea ciertos aspectos abstractos independientes de sus manifestaciones concretas, y que podemos tener en nuestro poder el hacer que un orden que espontáneamente se forma por sí solo tendrá esas características deseables, pero no el determinar las manifestaciones concretas o la posición de los elementos individuales. La simple concepción de un orden del tipo que resulta cuando alguien pone las partes de un pretendido todo en sus lugares apropiados se aplica en muchas partes de la sociedad. En el campo social, el tipo de orden alcanzado arreglando las relaciones entre las partes de acuerdo a un plan preconcebido se llama una organización. La magnitud en que el poder de muchos hombres puede ser incrementado por tal coordinación deliberada de sus esfuerzos es bien conocida, y muchos de los logros del hombre se basan en el uso de esta  técnica. Es un orden que todos entendemos porque sabemos cómo fue hecho. Pero no es el único ni aún el principal tipo de orden en el que el trabajo de la sociedad descansa; ni puede la totalidad del orden de una sociedad ser producido de esta manera.

El descubrimiento que existe en la sociedad órdenes de otro tipo, los cuales no han sido diseñados por los hombres pero han resultado de la acción de individuos sin que ellos pensaran crear tal orden, es el logro de la teoría social. O, más bien, fue este descubrimiento que ha mostrado que había un objeto para la teoría social. Sacudió la creencia profundamente inculcada en los hombres que donde había un orden debía también haber habido un ordenador personal. Ha tenido consecuencias más allá del campo de la teoría social desde que proveyó las concepciones que hicieron posible una explicación teórica de las estructuras de fenómenos biológicos.5 Y en el campo social proveyó los fundamentos para una disputa sistemática a favor de la libertad individual.”

¿Qué es lo que verificamos con estadísticas y econometría? ¿Hipótesis generales o particulares?

Con los alumnos de Historia del Pensamiento Económico II (Escuela Austriaca), vemos a un autor poco considerado entre los autores austriacos, Fritz Machlup. Aquí de su artículo “El problema de la verificación en Economía”, Revista Libertas 40 (Mayo 2004)

“Cada uno de nosotros ha estado últimamente tan ocupado con el análisis estadístico de curvas de demanda, de funciones de ahorro, consumo e inversión, de elasticidades y propensiones, que una descripción de estas y similares investigaciones no es realmente necesaria. El problema con la verificación de hipótesis empíricas basadas en análisis estadísticos y econométricos es que la sucesión de estimados sobre la base de nuevos datos ha sido siempre seriamente divergente. Por supuesto, esas variaciones en el tiempo entre las relaciones numéricas no son realmente sorprendentes. Pocos de nosotros han esperado que esas relaciones sean constantes o incluso aproximadamente estables. Así, cuando nuevos datos y nuevos cómputos arrojan estimados revisados de parámetros económicos, no existe manera de decir si las hipótesis previas eran incorrectas o si las cosas han cambiado.

El hecho que las relaciones numéricas descriptas por las hipótesis empíricas pueden estar sujetas a cambios impredecibles altera esencialmente su carácter. Las hipótesis que están estrictamente limitadas al tiempo y al espacio no son “generales” sino “especiales,” o también llamadas proposiciones históricas. Si las relaciones medidas o estimadas en nuestra investigación empírica no son universales sino históricas, el problema de la verificación es completamente diferente. Tan diferente que de acuerdo a las intenciones expresadas en la introducción no deberíamos estar interesados en ellas. Pues nuestro propósito fue discutir la verificación de generalizaciones, no de eventos o circunstancias confinadas a particulares tiempos y lugares. Si todas las proposiciones de la economía fuesen de este tipo, el dictado de la vieja escuela histórica, que la economía no puede contar con “leyes generales” o con una “teoría general,” sería plenamente justificado.

Si una hipótesis acerca de una relación numérica entre dos o más variables fue formulada sobre la base de datos estadísticos cubriendo un período particular, y luego es comparada con datos de un período diferente, esa comparación podría contarse como verificación sólo si la hipótesis hubiese sido formulada como una de carácter universal, es decir, si la relación medida o estimada hubiese sido considerada como constante. En la ausencia de tales expectativas, el test por un “acierto” continuo (entre hipótesis y nuevos dato) es simplemente una comparación entre dos situaciones históricas, un intento de encontrar si las particulares relaciones eran estables o cambiantes. Una verificación genuina de hipótesis previamente formuladas acerca de un período dado requiere de una comparación con datos adicionales del mismo período, para así evaluar si las observaciones previas y su descripción numérica fueron o no precisas. En breve, una proposición histórica sólo puede ser verificada por nuevos datos acerca de la situación histórica a la cual refiere. Esto es así también para proposiciones geográficas y comparaciones entre distintas áreas.

Sin embargo, aunque las “estructuras” cambiantes estimadas por la econometría y la estadística no son más que proposiciones históricas, pueden existir límites en sus variaciones. Por ejemplo, seguramente podemos generalizar que la propensión marginal a consumir no puede ser en el largo plazo mayor que la unidad, o que la elasticidad de la demanda para ciertos tipos de exportación de cierto tipo de países no será en el largo plazo menor que la unidad. Proposiciones sobre límites definitivos en la variación de proposiciones especiales o históricas son de nuevo hipótesis generales. Estas no son estrictamente empíricas sino universales, en el sentido de ser deducibles de generalizaciones de alto nivel en el sistema teórico de la economía. Los varios estimados sucesivos de estructuras cambiantes pueden ser considerados como verificaciones de hipótesis generales, de acuerdo a las cuales ciertos parámetros o coeficientes deben estar dentro de ciertos límites. Debido a que estos límites son usualmente bastante amplios, la verificación no será por supuesto de la rigurosa manera en que lo es en las ciencias físicas, con sus constantes numéricas y estrechos márgenes de error.

Pero ni esto ni ninguna otra cosa que se ha dicho en este artículo debería ser interpretado como un intento de desanimar el testeo empírico en economía. Por el contrario, la conciencia de los límites de la verificación debería tanto prevenir de las desilusiones como presentar desafíos al trabajador empírico. Él debe ponerse a la altura de ellos, y proceder con inteligencia y fervor mediante cualquiera de las técnicas que se hallen disponibles.”

A los turistas nos cobran más caro, se aprovechan de nuestra ignorancia: algunos asumen ese costo

Con los alumnos de la UBA Económicas, Historia del Pensamiento Económico II, Escuela Austriaca, vemos a Murray Rothbard en “Monopolio y competencia”. En este caso sobre la posibilidad de precios diferentes en el mercado para bienes homogéneos:

Rothbard

“Un fenómeno que a veces aparece, sin embargo, es el de los precios multiformes. (Por supuesto, debemos contemplar el caso de un bien realmente homogéneo; de otro modo, no habría más que precios diferentes para bienes distintos.) Siendo así, ¿cómo pueden aparecer los precios multiformes?, y ¿acaso tiene de algún modo sentido atribuirles violación de las normas o de la ética, dentro de una sociedad de mercado libre?

Tenemos que empezar por separar los bienes en dos especies: los que pueden revenderse y los que no tienen esa cualidad. A la segunda categoría corresponden todos los servicios de carácter intangible, los que son consumidos directamente o se desgastan en el proceso de producción; en cualquier caso, esos mismos bienes no pueden ser revendidos por el primer adquirente. Los servicios no revendibles comprenden también el uso locativo de un bien tangible, ya que en ese caso, el bien en sí no se compra, sino que se adquieren sus servicios conjuntos durante un período. Puede servir como ejemplo el “alquiler” de espacio dentro de un camión fletero.

Ocupémonos primero de los bienes revendibles. ¿Cuándo puede haber precios multiformes para tales bienes?

Claro está que es condición necesaria la ignorancia por parte de algún vendedor o comprador. El precio de mercado de cierta clase de acero puede, por ejemplo, ser de una onza de oro por tonelada; pero un vendedor, únicamente por ignorancia, puede seguir vendiéndolo a media onza de oro por tonelada.

¿Qué ocurrirá? En primer lugar, alguna persona despierta le comprará el acero al vendedor desinformado y lo revenderá al precio de mercado, estableciendo así la efectiva uniformidad. En segundo lugar, se presentarán otros compradores que ofrecerán más que el primer interesado para aprovechar la ocasión, con lo cual informarán al vendedor acerca de su precio bajo. Por último, el vendedor que persiste en su ignorancia no podrá continuar comerciando durante mucho más tiempo. (Por supuesto, puede ocurrir que el vendedor tenga vehemente inclinación a vender acero por debajo del precio de mercado en virtud de motivos “filantrópicos”.) Pero si persiste, su acción se traduce sencillamente en comprar algo que para él es un bien de consumo: la filantropía, cuyo precio paga al recibir menores ingresos. Procede así como consumidor y no como empresario, tal como ocurriría si contratara a un pariente inepto a expensas de disminuir sus ganancias. Por ende, no se trataría de un ejemplo de auténtica fijación multiforme de precios, para cuyo caso el bien tiene siempre que ser homogéneo.

Tampoco el comprador se encuentra en situación diferente. Si el comprador es un ignorante y continúa adquiriendo acero a dos onzas de oro la tonelada, cuando el precio de mercado es de una onza de oro, algún otro vendedor pronto disipará el error al ofrecerle en venta el acero por mucho menos. En caso de que no haya más que un solo vendedor, el comprador que adquiere más barato puede aún revender con ganancia al comprador que tenga un precio más alto. Y un comprador que persista en su ignorancia también quedará eliminado de los negocios.

No hay más que un único caso en el que existiría la posibilidad de establecer un precio multiforme para un bien susceptible de ser revendido: el de aquel adquirido por sus consumidores, sus últimos compradores. Mientras que los compradores que no adquieren para consumir habrán de estar alerta con respecto a las diferencias en los precios, y uno de ellos puede revender un bien a otro, al que le cobra un precio más alto, en cambio los consumidores definitivos no contemplan habitualmente la posibilidad de revender lo que compran. Un caso clásico se presenta cuando los turistas americanos van a un bazar oriental.

El turista no tiene ni tiempo ni inclinación para un estudio cuidadoso de los mercados de consumo, y, en consecuencia, todo turista ignora el precio corriente de cualquier bien.

Por lo tanto, el vendedor está en condiciones de aislar a cada comprador, cobrando mayores precios a los compradores más interesados, precios menos elevados a los que no demuestren tanto interés, y totalmente bajos a los compradores marginales, siempre por el mismo bien.

De esa manera, el vendedor alcanza un objetivo vedado en general a todos sus colegas: sacarles algo más que el “excedente del consumidor” a los compradores. En este caso se cumplen las dos condiciones: los consumidores ignoran el precio corriente y no entran al mercado para revender.

¿Acaso –como a menudo se imputa– los precios multiformes distorsionan la estructura de la producción y son hasta cierto punto algo contrario a la moral o abusivos? ¿En qué afectan a la moral? Como siempre, el vendedor se propone aumentar todo lo posible sus ganancias dentro de un intercambio voluntario y, ciertamente, no puede ser responsabilizado por la ignorancia del comprador. Si los compradores no se toman la molestia de obtener información sobre la situación del mercado, se hallan, entonces, dispuestos a que parte de su excedente psíquico resulte aprovechado en su regateo por el vendedor.

Tampoco se trata de un acto irracional por parte del comprador. Su manera de proceder nos indica que prefiere permanecer en la ignorancia antes que hacer el esfuerzo o pagar la información referente a la situación del mercado. La adquisición de conocimientos, en cualquier terreno que sea, requiere tiempo y esfuerzo, y con frecuencia cuesta dinero, por lo que es perfectamente razonable que una persona, no importa el mercado de que se trate, prefiera correr riesgos en materia de precios, utilizando sus escasos recursos en otra dirección. La elección es absolutamente clara en el caso del turista en vacaciones, pero también es posible en cualquier otro mercado. El turista impaciente que prefiere pagar más caro y no gastar tiempo y dinero en averiguaciones sobre el mercado, y el compañero suyo que dedica varios días a un estudio intensivo del mercado de bazares, proceden de acuerdo con sus preferencias y la praxeología no puede considerar más racional al segundo que al primero. Además, no hay manera de medir los excedentes del consumidor, ganados o perdidos en el caso de ambos turistas. En consecuencia, debemos aceptar que el establecimiento de precios multiformes, en el caso de bienes revendibles, no distorsiona en absoluto la distribución de los factores productivos; por el contrario, es compatible con ella y, en el caso del turista, es la única manera de fijar precios compatibles con la satisfacción de las preferencias del consumidor.”

Un elemento de la teoría económica austriaca que no aparece en la neoclásica: el papel del emprendedor

Con los alumnos de la UBA Económicas, vemos un tema que ha quedado al margen de la teoría microeconómica predominante: el papel del emprendedor. Para ello, leemos un artículo de uno de los autores que más ha escrito sobre el tema, Israel Kirzner, titulado “El empresario”:

kirzner1

“La función empresarial en el mercado es difícil de comprender. Lo demuestra la eliminación virtual de dicho papel en las exposiciones más recientes de las teorías de los precios, así como en los múltiples y cuidadosos intentos de autores anteriores para definir al empresario y distinguir su papel del capitalista o el empleado dirigente. Estos intentos reflejan el deseo de identificar con precisión algo cuya presencia se siente indudablemente pero que, superficialmente, sólo se presta a una definición vaga. A mi modo de ver, es posible aferrar ese elemento esquivo de la empresarialidad de una manera satisfactoria.

Además, creo que es de la mayor importancia conseguirlo para comprender el proceso del mercado. Una de las distinciones entre la teoría del mercado aquí definida y la que predomina en los textos sobre teoría de los precios hoy en día es que esta última carece de una apreciación adecuada de la naturaleza y función de la empresarialidad en el sistema del mercado.

Un esquema preliminar de mi posición sobre la naturaleza de la empresarialidad puede resultar útil. Afirmo que en toda acción humana está presente un elemento que, aunque es crucial para la actividad economizante en general, no se puede analizar en términos de economía, maximización o con criterios de eficiencia. Voy a calificar este elemento, por razones de las que daré cuenta, como elemento empresarial. Afirmo, además, que el papel empresarial en el mercado se puede comprender de la mejor manera por analogía con lo que he denominado elemento empresarial en la acción individual humana.

La distribución de recursos a través de las fuerzas impersonales del mercado se compara frecuentemente con la toma de decisiones del individuo. Es esto lo que da una base a la analogía que he utilizado. De la misma forma que los criterios de eficiencia, por sí mismos, no bastan para comprender la acción individual humana, dado que un factor crucial para la emergencia de una actividad individual economizante es el elemento empresarial «extraeconómico», tampoco la función distribuidora del proceso mercadológico se puede comprender únicamente en términos de la interacción de actividades individuales maximizadoras. Un mercado que conste exclusivamente de individuos que actúan economizando y maximizando no da lugar al proceso mercadológico que queremos comprender. Para que surja el proceso de mercado se requiere, además, un elemento que, en sí mismo, no resulta comprensible dentro de los limites conceptuales estrechos de la conducta economizante. Entiendo que este elemento de mercado es la empresarialidad: ésta ocupa precisamente la misma relación lógica con los elementos «economizantes» del mercado que en la acción individual corresponde a los elementos empresariales en relación con los aspectos de eficiencia en la toma de decisiones.”

Ciclos y fluctuaciones económicas: la teoría austriaca en el modelo gráfico de Roger Garrison

Con los alumnos de Historia del Pensamiento Económico II, Económicas, UBA, vemos la Teoría Austriaca del Ciclo Económico (ABCT en inglés), a través de la modelización moderna de Roger Garrison, quien comenta los fenómenos de sobre-consumo y ahorro forzoso. Algunos párrafos:

Garrison

Sobre-consumo y ahorro forzoso, aunque aparentes antónimos, son en verdad conceptos análogos que describen diferentes fases del ciclo económico, como ha sido explicado por distintos economistas austríacos. Reconocer el sentido en el cual los dos términos son compatibles ayuda a resolver las diferencias terminológicas y sustantivas dentro de la escuela austríaca y a mostrar por qué el término “ahorro forzoso” ha sido un obstáculo para comprenderla – tanto dentro como fuera de la escuela. La explicación del sobre-consumo (como también de la sobre-inversión) permite una cierta reconciliación entre las visiones austríaca y neoclásica, mejorando al mismo tiempo la lógica interna de la Teoría Austríaca. Como un resultado lateral importante, ciertos defectos no percibidos o solo levemente en la teorización de F. A. Hayek pueden ayudarnos a explicar por qué Hayek resultó inefectivo en responder a sus críticos y por qué no produjo una crítica efectiva y a tiempo de la Teoría General de Keynes.

La teoría del ciclo económico desarrollada por Ludwig von Mises y Friedrich A. Hayek en el período de entre guerras, es la teoría del auge insostenible. Respondiendo a las políticas de crédito barato del Banco Central, la economía puede encontrarse a sí misma en un camino de crecimiento que resulta inconsistente con las realidades económicas subyacentes.1 Las tensiones internas en las fuerzas de mercado que guían las decisiones de consumo y de inversión eventualmente precipitan una recesión.

Esta comprensión del proceso de mercado que lleva a la economía a través de auges y recesiones apareció poco a poco y en una progresión sucesiva en los escritos de Mises y Hayek. Mises primero le dio a la teoría su identidad austríaca en su trabajo Teoría del Dinero y del Crédito (1912. pp. 357-366). Claramente, la teoría emerge como una combinación de la dinámica de la tasa de interés introducida por el economista sueco Knut Wicksell y la Teoría Austríaca del capital delineada por Carl Menger y desarrollada por Eugen von Böhm-Bawerk. (La divergencia entre la tasa de interés de mercado y la tasa natural causa una malasignación de recursos en la secuencia temporal de etapas de producción.) Las “tensiones internas”, que se hacen más pronunciadas en el momento más elevado del ciclo, se manifiestan en el relato original de Mises como “contra-movimientos” en los precios de los bienes de consumo relativos a los precios de los bienes de producción. Estos precios relativos caen durante el auge pero eventualmente suben, provocando los correspondientes contra-movimientos de recursos y marcando la transición de la economía del auge a la recesión.

A mediados de los años 1920, Hayek aplicó la teoría misiana al auge fomentado por la política en los Estados Unidos. Pero habiendo sido persuadido por Gottfried Haberler de que la formulación inicial de Mises de la teoría era demasiado esquemática para servir a este propósito, Hayek (1984, pp. 27-28) agregó una nota al pie de mas de 500 palabras que dio inicio a su propia versión de la teoría de Mises.2 Los contra-movimientos en el relato de Hayek toman la forma de movimientos en la demanda de materias primas en las etapas iniciales de la producción. Cuando la tasa de interés es artificialmente baja, esta demanda se fortalece, pero debido a limitaciones finales de recursos y demandas en otros lados, debe eventualmente declinar.

Ahora que proponen reglas monetarias con tasa de interés ‘natural’, Mises explica el interés originario

Con los alumnos de la UBA Económicas vemos a Mises en “Acción Humana” explicar el concepto de “interés originario”. En momentos donde se discuten distintas reglas monetarias, y muchas de ellas incorporan una idea de “tasa de interés natural”, vale la pena analizar estas ideas fundamentales:

Mises3

“El interés originario es igual a la razón existente entre el valor atribuido a satisfacer una necesidad en el inmediato futuro y el valor atribuido a dicha satisfacción en épocas temporalmente más distantes. Dentro de la economía de mercado, el interés originario se manifiesta en el descuento de bienes futuros por bienes presentes. Se trata de razón existente entre precios de mercaderías, no de un precio en sí. Dicha razón tiende en el mercado a una cifra uniforme cualesquiera que sean las mercancías de que se trate.

El interés originario en modo alguno puede definirse como «el precio pagado por los servicios del capital» ‘. Aquella mayor productividad de los métodos de producción de superior complejidad, consumidores de más tiempo, a la que Bóhm-Bawerk y posteriores economistas apelaron para explicar el interés, en realidad no nos aclara lo que de verdad se precisa averiguar. Antes al contrario, sólo el fenómeno del interés originario nos hace comprender por qué el hombre recurre a métodos productivos que consumen menos tiempo, pese a que hay otros sistemas de mayor inversión temporal cuya productividad, por unidad de inversión, resulta superior. Es más: únicamente el fenómeno del interés originario explica por qué cabe comprar y vender parcelas de tierra a precios ciertos. Si los servicios futuros del terreno se valoraran igual que los presentes, no habría precio específico alguno suficientemente elevado como para inducir al vendedor a enajenar la correspondiente parcela. La tierra no podría por sumas dinerarias ciertas ser objeto de compraventa ni tampoco cabría intercambiarla por bienes que reportaran tasados servicios.  Unicamente el intercambio de unas tierras por otras sería imaginable. El precio de un edificio que durante un período de diez años pudiera producir una renta anual de cien dólares se cifraría (independientemente del solar) en mil dólares al comenzar el aludido período; en novecientos al iniciarse el segundo año, y así sucesivamente.

El interés originario no es un precio que el mercado determina sobre la base de la oferta y la demanda de capital o de bienes de capital. Su cuantía no depende de la aludida demanda u oferta. Es, al contrario, el interés originario lo que determina tanto la demanda como la oferta de capital y bienes de capital. Marca cuál porción de los existentes bienes deberá consumirse en el inmediato futuro y cuál convendrá reservar para aprovisionar más remotos períodos. Las gentes ahorran y acumulan capital no porque haya interés. No constituye este último ni el impulso que hace ahorrar ni la compensación o premio otorgado a quien renuncia al inmediato consumo. Es la razón existente entre el valor otorgado a los bienes presentes y el reconocido a los futuros.

El mercado crediticio no determina la tasa del interés. Acomoda el interés de los préstamos a la cuantía del interés originario, según resulta del descuento de bienes futuros. El interés originario constituye categoría del humano actuar. Aparece en toda evaluación de bienes externos al hombre y jamás podrá esfumarse. Si reapareciera aquella situación que se dio al finalizar el primer milenio de la era cristiana, en la cual había un general convencimiento del inminente fin del mundo, las gentes dejarían de preocuparse por la provisión de las necesidades terrenales del mañana. Los factores de producción perderían todo valor, careciendo de trascendencia para el hombre. No desaparecería, sin embargo, el descuento de bienes futuros por presentes. Muy al contrario, tncrementaríase de modo impresionante. El desvanecimiento del interés originario, en cambio, implicaría que las gentes dejaban de interesarse por satisfacer sus más inmediatas necesidades; supondría que sobrevaloraban dos manzanas a disfrutar dentro de mil o de diez mil años a una manzana disponible hoy, mañana, dentro de uno o diez años.

La OPEP corrobora la teoría: un cartel se cae cuando no puede limitar el ingreso de competidores

El diario La Nación, o más bien el Wall Street Journal Americas publica un artículo que no puede ser más apropiado para explicar la competencia en los mercados y las posibilidades de formación de carteles que la restrinjan. Aunque el caso se refiere al mercado mundial del petróleo y al papel que intenta cumplir el cartel más conocido, la OPEP, sus comentarios se aplican de la misma forma a todo mercado cartelizado en el cual no existan barreras regulatorias para el ingreso de nuevos competidores.

El artículo se titula “La OPEP choca con el escepticismo del mercado”: http://www.lanacion.com.ar/1942637-la-opep-choca-con-el-escepticismo-del-mercado También choca contra la lógica de la competencia en el mercado.

  1. Primero trata sobre las dificultades para lograr un acuerdo de cartelización que involucre a todos los productores, ya que el incentivo para cualquier productor es a que los demás restrinjan su producción pero no uno:

“…los detalles sobre cómo alcanzar los objetivos del organismo son escasos.

Esto quiere decir que los miembros del cartel tendrán que acordar las cuotas correspondientes a cada uno de ellos, además de determinar quién estará exento y quien realizará las mayores reducciones. Estos temas ya han desbaratado otros acuerdos para reducir la producción. El miércoles, Irak dijo que no confiaba en las cifras de producción que suele utilizar la OPEP para determinar cuánto puede bombear cada país, mientras que se prevé que Irán solicite exenciones hasta que logre ciertos niveles de producción.”

  1. No hay incentivos para ofrecer fuertes reducciones de las cuotas de producción:

“Si la OPEP disminuye su producción a 33 millones de barriles diarios, eso no bastaría para equilibrar la oferta con la demanda de crudo sino hasta el segundo semestre de 2017, según los cálculos de la Agencia Internacional de la Energía.

Además, algunos analistas estiman que los recortes podrían ser mucho más modestos. Gran parte de ello depende de lo que ocurra con Irán y Libia, donde la producción recién empieza a recuperarse, así como con Nigeria, donde puede volver a aumentar, según los estrategas de Société Générale.”

  1. Luego tienen que cumplir las promesas:

“Los productores de crudo no han anunciado cómo harán que se cumplan las restricciones a la producción. Los analistas señalan que los países miembros a menudo no cumplen con las cuotas, en especial cuando la demanda es sólida.

De todos modos, algunos sostienen que la demanda actual es lo suficientemente débil, los inventarios son lo suficientemente altos y los precios lo suficientemente bajos para que los productores petroleros tengan incentivos para ajustarse a los recortes prometidos.”

Es decir, van a hacer lo que harían de todas formas dadas las condiciones del mercado.

  1. Actuarían “estratégicamente” antes de que entrara en vigencia el acuerdo:

“El posible acuerdo no sería alcanzado sino hasta el 30 de noviembre como mínimo, de modo que la producción actual no se verá afectada.

Mientras tanto, se prevé que los inventarios se acumulen en el cuarto trimestre de este año, según el banco de inversión suizo UBS, un período en el que también existe la posibilidad de que suministro que ha sido interrumpida vuelva al mercado.”

  1. Y como no pueden frenar el ingreso de quienes no forman parte del cartel, tampoco tienen mucho poder para lograr su objetivo:

“Un pacto entre los productores de bajo costo puede ser contraproducente si un alza de los precios del petróleo incentiva mayores actividades de perforación en el mundo y los productores de mayores costos regresan al mercado antes de lo previsto.

Si las cotizaciones del crudo exceden los US$50 el barril, los productores estadounidenses de petróleo de esquisto probablemente aumentarán su producción, indican los analistas. A su vez, las constantes mejoras tecnológicas de las petroleras siguen reduciendo los costos de extracción.

«Si este recorte propuesto se cumple rigurosamente y apuntala los precios, esperaríamos que resulte contraproducente a mediano plazo y genere una gran reacción perforadora en todo el mundo», dijeron los estrategas del banco de inversión Goldman Sachs, quienes sacaron a colación la reducción de producción de la OPEP en 1987, que provocó un repunte de la actividad en las plataformas en tierra de los productores que no integran la organización.”

La inflación es un problema monetario, pero Mises critica la teoría cuantitativa del dinero y su ecuación

Con los alumnos de Historia del Pensamiento Económico II, Escuela Austriaca, de Económicas, UBA, vemos a Mises en Acción Humana. Un capítulo que se titula “Intercambio Indirecto” y que, trata gran parte de los temas relacionados con la moneda. Mises, por supuesto, entendía que la inflación es un fenómeno monetario, pero era crítico de muchos aspectos de la llamada “teoría cuantitativa del dinero”. Aquí algunos comentarios:

Mises1

“Si tantos economistas no hubieran tan lastimosamente errado en estas materias atinentes a los problemas monetarios, aferrándose después con obcecación a sus yerros, difícilmente podrían hoy prevalecer todas esas perniciosas prácticas, inspiradas en populares doctrinas monetarias, que han desorganizado la política dineraria en casi todos los países.

Error, en este sentido, de grave trascendencia fue el de suponer constituía el dinero factor de índole neutral. Tal idea indujo a muchos a creer que el «nivel» de los precios sube y baja proporcionalmente al incremento o disminución de la cantidad de dinero en circulación. Olvidábase que jamás puede variación alguna que las existencias dineradas registren afectar a los precios de todos los bienes y servicios al mismo tiempo y en idéntica proporción. No se quería advertir que las mutaciones del poder adquisitivo del dinero forzosamente han de ser función de cambios sufridos por las relaciones entre compradores y vendedores. Con miras a demostrar la procedencia de esa idea según la cual la cantidad de dinero existente y los precios proporcionalmente han de aumentar o disminuir siempre, adoptóse, al abordar la teoría del dinero, una sistemática totalmente distinta a la que la moderna economía emplea para dilucidar todos los demás problemas. En vez de comenzar examinando, como la cataláctica invariablemente hace, las actuaciones individuales, pretendióse estudiar el tema analizando la economía de mercado en su total conjunto. Ello obligaba a manejar conceptos como la cantidad total de dinero existente en la economía; el volumen comercial, es decir, el equivalente monetario de todas las transacciones de mercancías y servicios practicados en la economía-, la velocidad media de circulación de la unidad monetaria; el nivel de precios, en fin.

Tales arbitrios aparentemente hacían aceptable la doctrina del nivel de precios. Ese modo de razonar, sin embargo, meramente supone lucubrar en típico círculo vicioso. La ecuación de intercambio, en efecto, presupone la propia doctrina del nivel de precios que pretende demostrar. No es más que una expresión matemática de aquella —insostenible’— tesis según la cual existe uniforme proporcionalidad entre los precios y las variaciones cuantitativas del dinero.

Al examinar la ecuación de intercambio, presupónese que uno de sus elementos —la cantidad total de dinero, el volumen comercial, la velocidad de circulación— varía, sin que nadie se pregunte cuál sea la causa motivadora de tal cambio. Esas mutaciones indudablemente no aparecen, en la economía, por generación espontánea; lo que cambia en verdad es la disposición personal de los individuos que en la correspondiente economía actúan, siendo las múltiples actuaciones de tales personas lo que provoca las aludidas variaciones que la estructura de los precios registra. Los economistas matemáticos escamotean esa efectiva demanda y oferta de dinero desatada por cada una de las personas en la economía intervinientes. Recurren, en cambio, al engañoso concepto de la velocidad de la circulación basado en ideas tomadas de la mecánica.

No interesa, de momento, discutir si los economistas matemáticos tienen o no tienen razón cuando proclaman que los servicios que el dinero presta estriban, exclusivamente, o fundamentalmente al menos, en el rodar del mismo, en su circular. Aun cuando el aserto fuera cierto, no por ello dejaría de resultar ilógico pretender basar en tales servicios la capacidad adquisitiva —el precio— de la unidad monetaria. Los servicios que el agua, el whisky o el café prestan al hombre no determinan los precios que el mercado efectivamente paga por tales mercancías. Dichos servicios nos hacen comprender por qué las gentes, una vez advierten las propiedades de aquellas mercancías, demandan, en específicos casos, cantidades determinadas de las mismas. Es invariablemente la demanda, no el valor objetivo en uso, lo que determina los precios.