Caps. 4 y 5: una introducción al análisis económico de la política. Las fallas del Estado pueden ser peores que las supuestas fallas de mercado

En toda sociedad hacen falta un mecanismo para permitir que se expresen las preferencias de los individuos y señales que guíen a los productores a satisfacerlas. En el caso de los bienes privados, hemos visto cómo el mercado cumple ese papel. También vimos que se presentan problemas para cumplirlo. En el caso de los bienes públicos, es la política: es decir, los ciudadanos expresan sus preferencias por bienes colectivos y hay un mecanismo que las unifica, resuelve sus diferencias (Buchanan 2009) y envía una señal a los oferentes —en este caso las distintas agencias estatales— para satisfacerlas. Como veremos, este también se enfrenta a sus propios problemas.

El siguiente análisis de las fallas de la política se basa en el espíritu de aquellas famosas palabras de Winston Churchill (1874-1965): “Muchas formas de gobierno han sido ensayadas y lo serán en este mundo de vicios e infortunios. Nadie pretende que la democracia sea perfecta u omnisciente. En verdad, se ha dicho que es la peor forma de gobierno, excepto por todas las otras que han sido ensayadas de tiempo en tiempo”.

Churchill nos dice que no hemos ensayado un sistema mejor, por el momento, pero que este no puede ser considerado perfecto. Por ello, cuando se ponen demasiadas esperanzas en él, pueden frustrarse, ya que la democracia no garantiza ningún resultado en particular —mejor salud, educación o nivel de vida—, aunque ciertas democracias lo hacen bastante mejor que las monarquías o las dictaduras.

Durante mucho tiempo, buena parte de los economistas se concentraron en analizar y comprender el funcionamiento de los mercados, y olvidaron el papel que cumplen los marcos institucionales y jurídicos de los Gobiernos. Analizaban los mercados suponiendo que funcionaban bajo un “gobernante benevolente”, definiendo como tal a quien persigue el “bien común”, sin consideración por el beneficio propio, y coincidiendo en esto con buena parte de las ciencias políticas y jurídicas[1]. Tal como define al Estado la ciencia política, tiene aquel el monopolio de la coerción, pero lo ejerce en beneficio de los gobernados.

Por cierto, hubo claras excepciones a este olvido. Inspirados en ellas, autores como Anthony Downs o James Buchanan y Gordon Tullock iniciaron lo que se ha dado en llamar “análisis económico de la política”, en el contexto de gobiernos democráticos, originando una abundante literatura. Su intención era aplicar las herramientas del análisis económico a la política y el funcionamiento del Estado, pues la teoría política predominante no lograba explicar la realidad de manera satisfactoria.

Uno de los primeros pasos fue cuestionar el supuesto del “gobernante benevolente” que persigue el bien común; porque, ¿cómo explicaba esto los numerosos casos en que los Gobiernos implementan medidas que favorecen a unos pocos? O más aún: ¿cómo explicar entonces que los gobernantes apliquen políticas que los favorecen a ellos mismos, en detrimento de los votantes/contribuyentes? Por último, ¿cómo definir el “bien común”[2]? Dadas las diferencias en las preferencias y valores individuales, ¿cómo se podría llegar a una escala común a todos? Esto implicaría estar de acuerdo y compartir dicha escala, pero el acuerdo que pueda alcanzarse tiene que ser necesariamente vago y muy general, y en cuanto alguien quiera traducir eso en propuestas específicas surgirán las diferencias. Por eso vemos interminables discusiones sobre la necesidad de contar con un “perfil de país” o una “estrategia nacional” que nos lleve a alcanzar ese bien común, pero, cuando se consideran los detalles, los “perfiles de país” terminan siendo más relacionados con algún sector específico o difieren claramente entre sí.

Los autores antes mencionados decidieron, entonces, asumir que en la política sucede lo mismo que en el mercado, donde el individuo persigue su propio interés, no el de otros. En el mercado, esa famosa “mano invisible” de Adam Smith conduce a que dicha conducta de los individuos termine beneficiando a todos. ¿Sucede igual en el Estado? Se piensa en particular en el Estado democrático, porque se supone que los Gobiernos tiránicos o autoritarios no le dan prioridad a los intereses de los gobernados.

Algunos economistas intentaron definir ese “bien común” en forma científica, como una “función de bienestar social”, pero sin éxito (Arrow 1951). Además, si hubiese alguna forma de definir específicamente ese bien común o bienestar general como una función objetiva, no importaría si es el resultado de una decisión democrática, de una decisión judicial o simplemente un decreto autoritario que lo imponga.

Como veremos, al cambiar ese supuesto básico, la visión que se tiene de la política es muy distinta: el político persigue, como todos los demás y como él mismo fuera de ese ámbito, su interés personal. No se puede definir algo como un “bien común”, un resultado particular que sea el mejor, pero sí se puede evaluar un proceso, en el que el resultado “bueno” sea aquél que es fruto de las elecciones libres de las personas. ¿Existe entonces un mecanismo similar a la “mano invisible” en el mercado, que guíe las decisiones de los votantes y las acciones de los políticos a conseguir los fines que persiguen los ciudadanos? Este enfoque, llamado en general “Teoría de la Elección Pública” (Public Choice) se centra en los incentivos. De ahí que también se le conozca como “análisis económico de la política”.

[1]. Esta visión, por supuesto, no es sorprendente. Madison (2001), por ejemplo, mostraba una posición clásica aun hoy muy popular, según la cual la búsqueda del “bien común” depende de la delegación del poder a los representantes correctos, no de la información y los incentivos existentes: “… un cuerpo de ciudadanos elegidos, cuya sabiduría pueda discernir mejor el verdadero interés de su país, y cuyo patriotismo y amor por la justicia harán muy poco probable que lo sacrifiquen a consideraciones parciales o temporales. Bajo tal regulación, puede bien suceder que la voz pública, pronunciada por los representantes del pueblo sea más consonante con el bien público que si fuera pronunciada por el pueblo mismo, reunido para tal propósito. Por otro lado, el efecto puede invertirse. Hombres de temperamento faccioso, prejuicios locales, o designios siniestros, pueden por intriga, corrupción u otros medios, primero obtener votos, y luego traicionar los intereses del pueblo”.

[2]. Muchos filósofos políticos han cuestionado este concepto. Entre los economistas, Hayek (1976 [1944]): “El ‘objetivo social’ o el ‘designio común’, para el que ha de organizarse la sociedad, se describe frecuentemente de modo vago, como el ‘bien común’, o el ‘bienestar general’, o el ‘interés general’. No se necesita mucha reflexión para comprender que estas expresiones carecen de un significado suficientemente definido para determinar una vía de acción cierta. El bienestar y la felicidad de millones de gentes no pueden medirse con una  sola escala de menos y más” (p. 89).Cap

Capítulos 2 y 3. Fallas de mercado y soluciones de políticas públicas. Y, además, ¿bienes públicos globales?

Con los alumnos de OMMA Madrid vemos los Caps 2 y 3, donde se trata la teoría de las así llamadas «fallas de mercado» y consideramos también las soluciones de políticas públicas que se proponen. El tema de la existencia de bienes públicos «globales» plantea un tema interesante, ya que quienes plantean que los bienes públicos han de ser provistos por el Estado deberían sostener la necesidad de un Estado global. Y si aceptan que algunos bienes públicos globales son provistos ahora in tal Estado, entonces puede ser que se provean sin necesidad de un monopolio.

El proceso de globalización, o la movilización de recursos por todo el mundo, plantea, para algunos autores, no solo la necesidad de bienes públicos nacionales, sino también “globales”. Sus características principales serían (Kaul et al 1999, p. 2) las ya mencionadas de no exclusión y no rivalidad en el consumo, y que sus beneficios sean “cuasi universales” en términos de países —cubriendo más de un grupo de países—, pueblos —llegando a varios, preferiblemente todos—, grupos poblacionales y generaciones —extendiéndose tanto a generaciones presentes como futuras, o por lo menos cubriendo las necesidades de las generaciones actuales, sin eliminar las opciones de desarrollo para generaciones futuras—. En tales circunstancias, pocas cosas quedan fuera de esta definición y la lista de bienes públicos aumenta considerablemente.

Estos autores clasifican a los bienes en públicos puros y públicos impuros. Los primeros fueron definidos antes y a nivel global se presenta como ejemplo la paz, ya que, “cuando existe, todos los ciudadanos de un país pueden disfrutarla y su gozo, digamos, por poblaciones rurales no reduce los beneficios de las poblaciones urbanas”. Ya hemos comentado antes el grado de colectividad de la defensa; ahora se suman también en esta categoría la provisión de la ley y el orden, y un buen manejo macroeconómico. En cuanto a los bienes públicos impuros, serían aquellos que cumplen parcialmente con las características mencionadas: es decir, son parcialmente no rivales o parcialmente no excluyentes. Como ejemplo, Kaul y otros plantean el caso del consumo de una comida nutritiva, que a primera vista parece ser un bien privado, pero que también brinda beneficios públicos, ya que mejora la salud y con ella la posibilidad de adquirir habilidades para desempeñar un trabajo productivo, lo cual beneficiaría no solamente a la familia, sino también a la sociedad en su conjunto, pese a que los beneficios inmediatos sean mayormente privados.

Está claro que con esta definición no hay bien o servicio alguno que no tenga algún tipo de impacto en los demás. Y en tanto vivamos en sociedad, parece que esto es inevitable. La discusión no es que produzcan o no produzcan algún tipo de impacto, sino cómo considerar si ese impacto es negativo o positivo, siendo que las valoraciones son subjetivas, y si el Estado es el único capaz de proporcionar determinados bienes. Así, “males” públicos demandarían soluciones colectivas que serían “bienes” públicos, incluyendo, según Kaul y otros, las crisis bancarias, crímenes y fraudes en Internet, problemas sanitarios debidos al mayor comercio y transporte de personas, y también del incremento de actividades riesgosas, como el abuso de las drogas y el tabaquismo.

Un programa para aliviar la pobreza en África, por ejemplo, sería un bien público global si, además de mejorar la situación de esa población contribuyera también a prevenir conflictos, o a fortalecer la paz internacional, o a reducir el deterioro ambiental, o a mejorar las condiciones sanitarias globales. Las organizaciones internacionales y las ONG internacionales serían las que proporcionan este tipo de bienes públicos globales (Martin 1999).

Pero si se pudiera justificar la existencia de cualquier bien o servicio con efectos para terceros por el hecho de ser proporcionado por el Estado, o a través de organismos internacionales financiados por los Estados, o en última instancia por contribuyentes nacionales, entonces prácticamente “todo” tiene características de bien público. Un bien público “puro” no sería ya un bien económico, como en el caso del aire puro; y todos los demás serían “impuros” y sujetos a ser proporcionados mediante decisiones políticas, y no por la decisión de los consumidores tomadas en el mercado.

Stiglitz (1999), por ejemplo, considera que el “conocimiento sobre el desarrollo” es un bien público que debería ser provisto por instituciones como el Banco Mundial. Es cierto que las ideas tienen características de bien público, ya que, una vez producidas, su costo de reproducción es mas bien bajo. Esto lleva a dicho autor a pensar que serán “subproducidas” en el mercado, problema que se puede superar con la provisión pública. Sin embargo, el ejemplo no podría ser peor elegido: una gran cantidad de autores han escrito sobre el tema y propuesto enseñanzas sobre el mismo, desde Adam Smith en La riqueza de las naciones hasta una gran cantidad de autores contemporáneos. ¿Por qué hacen eso, si luego, cuando un país se desarrolla —siguiendo, por ejemplo, las enseñanzas de Adam Smith— este o sus sucesores no pueden excluir a quienes implementaron esas ideas y no pagaron por esos beneficios? En otros términos: una vez que dicen cómo se desarrolla un país, nadie parece que les va a pagar por ello; entonces no habría propuestas y el mercado fracasaría en proporcionarlas.

Nada de eso sucede en la realidad, sino todo lo contrario: hay un sinnúmero de libros y artículos sobre las causas del desarrollo económico; un activo mercado de ideas donde compiten las propuestas de Stiglitz con muchas otras. ¿Por qué ofrecen los autores estas ideas, si luego no pueden cobrar por ellas? Existe una gran cantidad de incentivos para hacerlo: el autor cobra un porcentaje por las ventas de sus libros; es invitado a conferencias donde recibe honorarios, viaja a lugares que nunca conocería de otra forma y se aloja en los mejores hoteles; puede llegar hasta recibir el Premio Nobel, que, además de ser un premio suculento, le garantiza un flujo de ingresos asegurado de ahí en adelante, como sabe muy bien el mismo Stiglitz, que lo ha recibido[1].

[1]. “Gran parte del conocimiento que se necesita para el desarrollo exitoso no es patentable; no es el conocimiento que subyace en nuevos productos o procesos. Más bien, es conocimiento fundamental: cómo organizar empresas, cómo organizar sociedades, cómo vivir vidas más saludables de forma que ayudan al medio ambiente. Es conocimiento que afecta la fertilidad y el conocimiento acerca del diseño de políticas económicas que promueven el crecimiento económico” (Stiglitz 1999, p. 318). “Las ideas presentadas hasta aquí dejan en claro que ese conocimiento es un bien público, y sin un apoyo público activo, habrá una sub-provisión de ese bien. Las instituciones internacionales, incluyendo al Banco Mundial y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) cumplen un papel especial en la producción y diseminación de este conocimiento” (p. 319).

Capítulo 1: Individualismo metodológico, subjetividad del valor y ordenes espontáneos. La mano invisible en acción

Con los alumnos de la materia Economía e Instituciones, de OMMA Madrid, vemos el Capítulo 1 de “El Foro y el Bazar” que introduce, en forma breve, las contribuciones fundamentales de la economía para entender el accionar de las personas en sociedad: individualismo metodológico, subjetividad del valor y órdenes espontáneos. Acá, respecto a este último tema:

Los fenómenos sociales son complejos. Algunos los llaman sistemas, aunque tal vez sea preferible utilizar la palabra orden. Los hay de dos tipos: construidos y espontáneos. Toda sociedad es un orden, ya que, si no lo fuera, la supervivencia sería imposible, pues dependemos de los demás para satisfacer la mayoría de nuestras necesidades. Un orden permite coordinar las acciones de los individuos, cada uno de los cuales persigue intereses propios, y será un orden superior en tanto permita un mayor grado de coordinación de estas acciones.

El orden creado o construido, al que Hayek pone el nombre de taxis (Hayek 2006, p. 60), sería un orden dirigido, como una organización, aunque se debe tener en cuenta que incluso toda organización tienen algún componente de espontaneidad. La empresa creada por un emprendedor puede responder a su diseño inicialmente, pero luego quien la conduce solo en términos generales decide hasta los mínimos aspectos de su conformación. Por otro lado, el orden espontáneo lleva el nombre de cosmos, resultado de la evolución.

Los órdenes construidos son relativamente simples, se limitan a la capacidad de quien los ha creado, son observables a simple vista y persiguen los fines de quien los crea. Los espontáneos, por el contrario, pueden ser mucho más complejos, no se observan fácilmente y tampoco tienen un objetivo en particular, por más que sean útiles. Pensemos en el lenguaje, por ejemplo. Los idiomas que conocemos actualmente son resultado de largos procesos evolutivos, de extrema utilidad para comunicarnos y para coordinar nuestros planes, y al mismo tiempo complejos y sutiles, mucho más que los intentos de idiomas creados como el esperanto. Se van modificando, además, a medida que se utilizan, y a pesar de alguna que otra autoridad que quisiera tener un control mayor, pero termina a la zaga del lenguaje que realmente utiliza la gente. Muchos idiomas no tienen una “academia” —sí el español—, pero de todas formas la evolución de este idioma depende más de las palabras que usa y deja de usar la gente que de las definiciones de la Real Academia de la Lengua. El orden social es extremadamente complejo, porque cada uno de los participantes tiene movimiento propio .

La complejidad de un orden está determinada por la cantidad de elementos que lo componen, las relaciones que estos tienen entre sí, y la regularidad de los mismos. Solamente cuando se trata de pocos elementos, con limitadas relaciones y una alta regularidad, podremos hacer alguna predicción con alguna certeza de que se cumplirá. Cuando los elementos son muchos y la regularidad alta, podremos tener también algún grado de certeza, pero solamente para predecir ciertas tendencias, no un resultado específico. Cuando los elementos son muchos y la regularidad baja, esa capacidad de predicción es prácticamente inexistente. Esas regularidades serán las que estudiaremos aquí.

Los órdenes espontáneos funcionan incluso cuando las reglas que permiten su funcionamiento no son conocidas. El ejemplo más importante de orden espontáneo en economía es la metáfora de Smith sobre la mano invisible, para describir el funcionamiento de los mercados y el sistema de precios. Gran parte de los que participan en los mercados desconocen las conclusiones de la ley de la demanda o la ley de la oferta, de la utilidad marginal, no obstante lo cual participan intensamente en el mercado y mediante el mismo coordinan sus acciones con las de los demás, trátese bien de otros productores o bien de consumidores.

Este gran orden espontáneo que es el mercado desafía con frecuencia la capacidad de comprensión de muchos que presienten alguna “mano visible” dictando los destinos de cierto mercado o de toda una economía. Pero eso no es posible. Sí lo es, sobre todo para el que cuenta con el poder público, distorsionar el funcionamiento del orden espontáneo con normas que traban o impiden su normal desempeño, o lo desvían a un punto distinto de aquel al que los demás hubieran preferido alcanzar.

Hay ciertas normas, resultado de procesos evolutivos, que permiten una mayor y mejor coordinación de las acciones individuales y con las que, por lo tanto, se obtienen mejores resultados en la satisfacción de las necesidades humanas. Permiten acercarse al “equilibrio” como un resultado final en el que todas las acciones han sido coordinadas.

Comprender el proceso de cambio institucional: North & Thomas explican el crecimiento económico de Occidente

Con los alumnos de la materia Economía e Instituciones de OMMA-Madrid comenzamos viendo el ya clásico artículo de Douglass C. North y Robert P. Thomas “Una teoría económica del crecimiento del mundo occidental”, (Revista Libertas VI: 10 (Mayo 1989). Allí, los autores elaboran una teoría sobre el cambio institucional. North recibiría luego el premio Nobel por sus contribuciones en este campo, pero en alguna medida cambió su visión más adelante, particularmente en su libro “Understanding the process of economic change”, donde, en vez de presentar a los cambios en los precios relativos y la población como determinantes de esos cambios hace más hincapié en la evolución de los valores e ideas. Pero aquí, algunos párrafos de este trabajo:

North

“En este artículo nos proponemos ofrecer una nueva explicación del crecimiento económico del mundo occidental. Si bien el modelo que presentamos tiene implicaciones igualmente importantes para el estudio del desarrollo económico contemporáneo, centraremos nuestra atención en la historia económica de las naciones que formaron el núcleo del Atlántico Norte entre los años 1100 y 1800. En pocas palabras, postulamos que los cambios en los precios relativos de los productos y los factores de producción, inducidos inicialmente por la presión demográfica malthusiana, y los cambios en la dimensión de los mercados, dieron lugar a una serie de cambios fundamentales que canalizaron los incentivos hacia tipos de actividades económicas tendientes a incrementar la productividad. En el siglo XVIII estas innovaciones institucionales y los cambios concomitantes en los derechos de propiedad introdujeron en el sistema cambios en la tasa de productividad, los cuales permitieron al hombre de Occidente escapar finalmente al ciclo malthusiano. La llamada «revolución industrial» es, simplemente, una manifestación ulterior de una actividad innovadora que refleja esta reorientación de los incentivos económicos.”

“Las instituciones económicas y, específicamente, los derechos de propiedad son considerados en general por los economistas como parámetros, pero para el estudio de largo plazo del crecimiento económico son, evidentemente, variables, sujetas históricamente a cambios fundamentales. La naturaleza de las instituciones económicas existentes canaliza el comportamiento de los individuos dentro del sistema y determina, en el curso del proceso, si conducirá al crecimiento, al estancamiento o al deterioro económico.

Antes de avanzar en este análisis, debemos dar una definición. Resulta difícil asignar un significado preciso al término «institución», puesto que el lenguaje común lo ha utilizado en formas diversas para referirse a una organización (por ejemplo, un banco), a las normas legales que rigen las relaciones económicas entre la gente (la propiedad privada), a una persona o un cargo (un rey o un monarca), y a veces a un documento específico (la Carta Magna). Para nuestros fines, definiremos una «institución» o una disposición institucional (que es, en realidad, un término más descriptivo) como un ordenamiento entre unidades económicas que determina y especifica la forma en que -estas unidades pueden cooperar o competir.

Como en el caso más conocido de la introducción de un nuevo producto o un nuevo proceso, las instituciones económicas son objeto de innovaciones porque a los miembros o grupos de la sociedad les resulta aparentemente provechoso hacerse cargo de los costos necesarios para llevar a cabo tales cambios. El innovador procura obtener algún beneficio imposible de conseguir con los antiguos ordenamientos. El requisito básico para introducir innovaciones en una institución o un producto es que las ganancias que se espera obtener excedan los presuntos costos de la empresa; sólo cuando se cumple este requisito cabe esperar que se intente modificar la estructura de las instituciones y los derechos de propiedad existentes en el seno de la sociedad. Examinaremos sucesivamente la naturaleza de las ganancias potenciales y de los costos potenciales de tal innovación y exploraremos luego las fuerzas económicas que alterarían la relación de dichos costos y ganancias a lo largo del tiempo.”

En momentos en que se ha perdido el rumbo, Alberdi escribe sobre la importancia de tener claro el camino a la libertad

Con los alumnos de la UBA Derecho vemos a Alberdi en su «Sistema Económico y Rentístico». Aquí, en la conclusión, sobre el rumbo que debería tomar la República:

«Figuraos un buque que navega en los mares del cabo de Hornos con la proa al polo de ese hemisferio; esa dirección lo lleva al naufragio. Un día cambia de rumbo y toma el que debe llevarlo a puerto. ¿ Cesan por eso en el momento la lluvia, el granizo, la oscuridad y la tempestad de los sesenta grados de latitud? – No, ciertamente; pero con solo persistir en la nueva dirección, al cabo de algún tiempo cesan el granizo y las tempestades y empiezan los hermosos climas de las regiones templadas. – Pues bien: toda la actual política argentina, todo el sistema de su Constitución general moderna, es de mera dirección y rumbo, no de resultados instantáneos. La nave de nuestra Patria se había internado demasiado en regiones sombrías y remotas, para que baste un solo día a la salvación de sus destinos. – Nuestra organización escrita es un cambio de rumbo, un nuevo derrotero. Nuestra Constitución es la proa al puerto de salvación. Sin embargo, como todavía navegamos en alta mar, a pesar de ella tendremos borrascas, malos tiempos, y todos los percances del que se mueve en cualquier sentido, del que marcha en el mar proceloso de la vida libre. Sólo el que está quieto no corre riesgos, pero es verdad que tampoco avanza nada.

La libertad, viva en el texto escrito y maltratadac en el hecho, será por largo tiempo la ley de nuestra condición política en la América antes española. Ni os admiréis de ello, pues no es otra la de nuestra condición religiosa en la mayoría del mundo de la cristiandad. Porque en el hecho violemos a cada instante los preceptos cristianos, porque las luchas de la vida real sean un desmentido de la Religión que nos declara hermanos obligados a querernos como tales, ¿se dirá que no pertenecemos a la Religión de Jesucristo? ¿Quién, en tal caso, tendría derecho de llamarse cristiano? Impresa en el alma la doctrina de nuestra fe, marchamos paso a paso hacia su realización en la conducta. En política como en religión, obrar es más difícil que creer.

La libertad es el dogma, es la fe política de la América del Sud, aunque en los hechos de la vida práctica imperen con frecuencia el despotismo del gobierno (que es la tiranía) o el despotismo del pueblo (que es la revolución). Hace dos mil años que los hombres trabajan en obrar como creen en materia de moral. ¿Será extraño que necesiten largos años para obrar como creen en materia de política, que no es sino la moral externa aplicada al gobierno de los hombres?

Dejad que el pueblo sud-americano ame el ideal en el gobierno, aunque en el hecho soporte el despotismo, que es resultado de su condición atrasada e indigente. Dejad que escriba y sancione la república en los textos; un día vendrá en que la palabra de libertad encarne en los hechos de la vida real, misterio de la religión política de los pueblos comprobado por la historia de su civilización: y aunque ese día, como los límites del tiempo, nunca llegue, es indudable que los pueblos se aproximan a él en su marcha progresiva, y son más felices a medida que se acercan al prometido término, aunque jamás lo alcancen, como el de la felicidad del hombre en la tierra. Por fortuna no es de Sud-América únicamente esta ley, sino del pueblo de todas partes; es ley del hombre así en política como en moral. Su espíritu está cien años adelante de sus actos.

Pero todo eso es aplicable a la libertad política más bien que a la libertad económica – objeto de nuestro estudio, la menos exigente, la menos difícil, la más modesta y practicable de las libertades conocidas. La libertad económica esencialmente civil es la libertad de poseer y tener, de trabajar y producir, de adquirir y enajenar, de obligar su voluntad, de disponer de su persona y de sus destinos privados. Accesible, por la Constitución, al extranjero en igual grado que al ciudadano, y asegurada doblemente por tratados internacionales, recibe de esta condición su más fuerte garantía de practicabilidad, y asegura ella misma el porvenir de las otras libertades, tomando a su cargo su educación, su nutrición, su establecimiento y desarrollo graduales, como el de la capacidad siempre ardua de intervenir en la gestión de la vida política o colectiva del Estado.

Cosmides & Tooby: La evolución natural produjo la estructura de la mente, la interacción de las mentes, produce la mano invisible

Con los alumnos de Historia del Pensamiento Económico I, Económicas UBA, vemos algunos aportes muy recientes, tales como los de la psicología evolutiva. Leemos un artículo de Leda Cosmides y John Tooby, publicado por la American Economic Review, titulado “Better tan rational: Evolutionary Psychology and the Invisible Hand”; donde comentan que la economía está basada en supuestos sobre una conducta racional, y deduce desde allí sus teorías asumiendo una conducta racional, a la que se le agregan ciertas preferencias que cada individuo posee o adquiere.

Cuando la economía abrió las puertas a la psicología, lo hizo para tratar de explicar lo que aparecen como “rarezas” o “fallas” de la racionalidad, “sesgos” en el lenguaje de la ahora muy comentada Economía de la Conducta.

Los autores que esto es, al menos, extraño, porque la conducta racional no es el “estado de naturaleza” ya que éste incluye a planetas sin vida, sopa prebiótica, montañas, árboles. Todo desvío de este estado de naturaleza demanda una explicación. Las conductas de distintos animales varían mucho y también deben ser explicadas: los murciélagos no pueden hablar y nosotros no podemos volar utilizando eco-localización. Los humanos y otros animales razonan y actúan en base a instrumentos computacionales alojados en el tejido cerebral.

Todo modelo económico asume teorías sobre estos instrumentos computacionales, pero son generalmente implícitos, sumergidos en los supuestos del modelo. Actualmente, los economistas asumen que esos instrumentos de alguna forma generan decisiones “racionales”, pero Cosmides & Tooby creen que modelos modernos sobre el funcionamiento del cerebro pueden mejorar mucho la teoría económica y ser parte de esos modelos, no algo que queda afuera.

Al no tener eso en cuenta la teoría económica se ha quedado respecto al avance de las disciplinas que estudian el cerebro y la conducta humana, aunque los autores creen que mucho puede salir de la combinación de teoría económica, psicología y biología evolutiva.

Para empezar, que el proceso de selección natural es un proceso del tipo “mano invisible” y es el único componente del proceso evolutivo que genera mecanismos complejos en los organismos. En palabras de Hayek, la selección natural es también un “orden espontáneo”, como lo es la evolución biológica.

Esa selección natural es la que construyó el mecanismo de toma de decisiones en la mente humana, que genera toda la conducta económica. El proceso de mano invisible de la selección natural creó la estructura de la mente y la interacción de las distintas mentes es lo que genera la mano invisible de la economía. Una “mano invisible” creó la otra.

Para Cosmides & Tooby la mente no es una computadora de tipo general, y el ser humano no llega al mundo como una “página en blanco” sino que llega cargado de distintos programas computacionales que determinan ciertas conductas y fueron formados en los millones de años que fuimos cazadores-recolectores.

Para ellos, es necesario encontrar esos mecanismos, verificarlos, y esto nos dará una comprensión muy superior de la acción humana.

James Buchanan y el análisis económico de la política o teoría de la elección pública: la política sin romanticismo

Con los alumnos de Historia del Pensamiento Económico I, Económicas UBA, vemos al principal autor del llamado “análisis económico de la política”, James Buchanan, en un artículo titulado “Política sin Romanticismos”

Así describe el objetivo de la “teoría de la elección pública” o Public Choice:

“En esta conferencia me propongo resumir la aparición y el contenido de la «Teoría de la Elección Pública», o, alternativamente, la teoría económica de la política, o «la Nueva Economía Política». Esta tarea de investigación únicamente ha llegado a ser importante en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. De hecho, en Europa y Japón, la teoría sólo ha llegado a constituir el centro de atención de los estudiosos en los años setenta; los desarrollos en América provienen de los años cincuenta y sesenta. Como espero que mis observaciones sugieran, la Teoría de la Elección Pública no carece de antecedentes, especialmente en el pensamiento europeo de los siglos XVIII y XIX. El Eclesiastés nos dice que no hay nada nuevo bajo el sol y en un sentido auténtico tal pretensión es seguramente correcta, especialmente en las llamadas «ciencias sociales». Sin embargo, en el terreno de las ideas dominantes, la »elección pública» es nueva, y esta subdisciplina, situada a mitad de camino entre la Economía y la Ciencia Política, ha hecho cambiar la forma de pensar de muchas personas. Si se me permite utilizar aquí la manida expresión de Thomas Kuhn, creo que podemos decir que un viejo paradigma ha sido sustituido por otro nuevo. 0, retrocediendo un poco más en el tiempo y utilizando la metáfora de Nietzsche, ahora nosotros miramos algunos aspectos de nuestro mundo, y especialmente nuestro mundo de la política, a través de una ventana diferente.

El título principal que he dado a esta conferencia, «Política sin romanticismos» fue escogido por su precisión descriptiva. La Teoría de la Elección Pública ha sido el vehículo a través del cual un conjunto de ideas románticas e ilusiones sobre el funcionamiento de los Gobiernos y el comportamiento de las personas que gobiernan ha sido sustituido por otro conjunto de ideas que incorpora un mayor escepticismo sobre lo que los Gobiernos pueden hacer y sobre lo que los gobernantes harán, ideas que sin duda son más acordes con la realidad política que todos nosotros podemos observar a nuestro alrededor. He dicho a menudo que la elección pública ofrece una «teoría de los fallos del sector público» que es totalmente comparable a la «teoría de los fallos del mercado» que surgió de la Economía del bienestar de los años treinta y cuarenta. En aquel primer esfuerzo se demostró que el sistema de mercados privados fallaba en ciertos aspectos al ser contrastado con los criterios ideales de eficiencia en la asignación de los recursos y en la distribución de la renta. En el esfuerzo posterior, en la elección pública, se demuestra que el sector público o la organización política falla en ciertos aspectos cuando se la contrasta con la satisfacción de criterios ideales de eficiencia y equidad. Lo que ha ocurrido es que hoy encontramos pocos estudiosos bien preparados que están dispuestos a intentar contrastar los mercados con modelos ideales. Ahora es posible analizar la decisión sector privado-sector público que toda comunidad ha de tomar en términos más significativos, comparando los aspectos organizativos de varias alternativas realistas.

Parece cosa de elemental sentido común comparar las instituciones tal como cabe esperar que de hecho funcionen en lugar de comparar modelos románticos de cómo se podría esperar que tales instituciones funcionen. Pero este criterio tan simple y obvio desapareció de la conciencia culta del hombre occidental durante más de un siglo. Tampoco puede en absoluto decirse que esta idea sea aceptada hoy de forma general. Tenemos que admitir que la mística socialista de que el Estado, la política, consiguen alcanzar de alguna manera el «bien público» trascendente pervive todavía entre nosotros bajo diversas formas. E incluso entre aquellos que rechazan tal mística hay muchos que buscan incesantemente el ideal que resolverá el dilema de la política.”

North sobre las instituciones, la ideología y el desempeño económico. El papel de las ideas en la evolución institucional

Con los alumnos de Historia del Pensamiento Económico I , Económicas UBA, vemos a Douglass North  quien, como otros autores que hemos visto en la materia, enfatiza el papel que cumplen las ideas en la evolución de las sociedades. De su artículo “Instituciones, Ideología y Desempeño Económico”:

“Las ideologías subyacen las estructuras que poseen los individuos para explicar el mundo que los rodea. Las ideologías contienen un elemento normativo esencial; es decir, explican tanto cómo es el mundo y cómo debiera ser. Mientras que los modelos subjetivos suelen ser una combinación de creencias, dogmas, teorías cuerdas y mitos, usualmente contienen también elementos de una estructura organizada que los hacen mecanismos económicos para recibir e interpretar información.

La ideología no juega un papel en la teoría económica neoclásica. Los modelos racionales asumen que los actores poseen modelos correctos para interpretar el mundo que los rodea o para recibir información que los llevará a revisar y corregir sus modelos incorrectos. Quienes no se adapten fracasarán en los mercados competitivos que caracterizan a las sociedades. Uno de los temas importantes es la información que reciben los individuos acerca de sus modelos subjetivos, lo cual los llevará a ponerlos al día. Si la racionalidad instrumental de la teoría económica fuese correcta, anticiparíamos que las teorías falsas serían descartadas, y en cuanto a que la maximización de la riqueza es una característica del comportamiento humano, podríamos decir que el crecimiento sería característico en toda economía. Con un horizonte lo suficientemente lejano, puede ser que esto sea correcto, pero luego de 10,000 años de historia económica humana seguimos lejos de un crecimiento económico universal. El hecho simple es que no poseemos la información para poner al día nuestras teorías subjetivas y llegar a una sola teoría verídica; consecuentemente, no hay un equilibrio que se obtenga como producto. Al contrario, lo que existen son varios equilibrios que nos llevan en varias direcciones, incluida la estagnación y el decrecimiento de las economías. La ideología importa, pero ¿de dónde vienen los modelos subjetivos de los individuos, y cómo se alteran?

Los modelos subjetivos que las personas utilizan para descifrar el ambiente son en parte una consecuencia del crecimiento y de la transmisión del conocimiento científico, y en parte de la herencia cultural de cada sociedad. En la medida en que la primera forma de conocimiento (científico) determine las decisiones, un enfoque racional e instrumental es la mejor manera de analizar el desempeño económico, pero la gente siempre ha acudido a mitos, tabúes, religiones, y otras formas de herencia cultural para explicar su ambiente. La cultura es más que una mezcla de distintas formas de conocimiento; está cargada de valores y estándares de comportamiento que han evolucionado para resolver problemas de intercambio, ya sea éste social, político o económico. En toda sociedad evoluciona una estructura informal para estructurar la interacción humana. Esta estructura es el “inventario de capital” básico que define la cultura de una sociedad; es decir, que la cultura provee un orden conceptual basado en el idioma para codificar e interpretar la información que los sentidos le presentan al cerebro. Como resultado, la cultura no sólo juega un papel en formar las reglas formales sino también está por debajo de los frenos informales que son parte de las instituciones.

Las construcciones ideológicas que los individuos poseen para explicar su ambiente cambian. Estas construcciones son claramente influenciadas por los cambios fundamentales en los precios relativos, lo cual resulta en una inconsistencia persistente entre los resultados percibidos y los resultados predichos por los modelos subjetivos que poseen los individuos. Pero eso no es todo. Las ideas importan; la combinación de cambios generados en precios relativos filtrada a través de las ideas condicionadas culturalmente es la responsable de que los modelos subjetivos evolucionen.”

Juan Bautista Alberdi sobre el gasto público. Sobre el dinero malgastado y malversado, que proviene de las rentas privadas y el sudor

Con los alumnos de la UBA Derecho, vemos a Juan Bautista Alberdi en “Sistema Económico y Rentístico” sobre los fines del gasto público:

“El gasto público de la Confederación Argentina, según su Constitución, se compone de todo lo que cuesta el «constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común. promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad»; en una palabra, el gasto nacional argentino se compone de todo lo que cuesta el conservar su Constitución, y reducir a verdades de hecho los objetos que ha tenido en mira al sancionarse, como lo declara su preámbulo.

Todo dinero público gastado en otros objetos que no sean los que la Constitución señala como objetos de la asociación política argentina, es dinero malgastado y malversado. Para ellos se destina el Tesoro público, que los habitantes del país contribuyen a formar con el servicio de sus rentas privadas y sudor. Ellos son el límite de las cargas que la Constitución impone a los habitantes de la Nación en el interés de su provecho común y general.

Encerrado en ese límite el Tesoro nacional, como se ve, tiene un fin santo y supremo; y quien le distrae de él, comete un crimen, ya sea el gobierno cuando lo invierte mal, ya sea el ciudadano cuando roba o defrauda la contribución que le impone la ley del interés general. Hay cobardía, a más de latrocinio, en toda defraudación ejercida contra el Estado; ella es el egoísmo llevado hasta la bajeza, porque no es el Estado, en último caso, el que soporta el robo, sino. el amigo, el compatriota del defraudador, que tienen que cubrir con su bolsillo el déficit que deja la infidencia del defraudador.

Para mantener la Constitución y llevar a cabo los objetos de su instituto que hemos señalado más arriba, la misma Constitución instituye y funda el gobierno, cuyo costo se extiende y divide como los servicios de su cargo, y las necesidades públicas que deben satisfacerse con el Tesoro de la Confederación.

Según esto, los gastos se dividen primeramente en gastos nacionales y gastos de provincia.

Teniendo cada provincia su gobierno propio, revestido del poder no delegado por la Constitución al gobierno general, cada una tiene a su cargo el gasto de su gobierno local; cada una lo hace a expensas de su Tesoro de provincia, reservado justamente para ese destino. Según eso, en el gobierno argentino, por regla general, todo gasto es local o provincial; el gasto general, esencialmente excepcional y limitado, se contrae únicamente a los objetos y servicios declarados por la Constitución, como una delegación que las provincias hacen a la Confederación, o Estado general. Este sistema, que se diría entablado en utilidad de la Confederación, ha sido reclamado y defendido por cada una de las provincias que la forman. (Constitución argentina, parte 2a, título 2°, y pactos preexistentes invocados en su preámbulo.)

Su resultado puede influir grandemente en el progreso provincial, si se sabe dirigir con acierto. Dejándose a cada provincia el gasto de lo que cuesta su progreso y gobierno, tiene en su mano la garantía de una inversión oportuna y acertada. Por la regla muy cierta en administración, de que gasta siempre mal el que gasta de lejos, porque gasta en lo que no ve ni conoce sino por noticias tardías o infieles, el sistema argentino en esta parte consiste precisamente en esa descentralización discreta, que ha hecho la prosperidad interior de la Inglaterra, de los Estados Unidos, de la Suiza y de la Alemania. En lo administrativo y no en lo político está el mérito de las federaciones.

Así los gastos de provincia no son del resorte del Tesoro nacional en la Confederación Argentina. Pero es preciso no confundir con los gastos de provincia propiamente dichos los gastos de carácter nacional ocasionados en provincia. En este sentido, los gastos nacionales de la Confederación, considerados dentro de sus límites excepcionales, son susceptibles de la división ordinaria en gastos generales y gastos locales de carácter federal. Los gastos del servicio de aduanas, del de correos, de la venta de las tierras publicas, los gastos del ejército, que son todos gastos nacionales, se dividirán naturalmente en tantas secciones locales como las provincias en que se ocasionen. Esa división será necesaria al buen método y claridad del cálculo de gastos y a la confección de la ley de presupuestos. Por otra parte, residiendo el gasto público al lado de la entrada fiscal en cada sección de la Confederación, y no habiendo necesidad de que el Tesoro percibido en provincia viaje a la capital para volver a la provincia en que haya de invertirse, la división de entradas y gastos en dos órdenes, uno general y otro local, servirá para distribuir los gastos locales que pertenecen a la Confederación en el orden en que están distribuidas las entradas, sin necesidad de sacar los caudales del lugar de su origen y destino en la parte que tiene de federal o nacional. Bajo el antiguo régimen español del virreinato argentino, se observaba un método semejante que se debe estudiar como antecedente nacido de la experiencia de siglos.”

Milton Friedman desafía: el objetivo de los empresarios es ganar dinero; John Mackey, de Whole Foods, lo discute

Los alumnos de Historia del Pensamiento Económico I leyeron a Milton Friedman: “La responsabilidad social de los empresarios es incrementar sus ganancias”.

El artículo, publicado en la revisa del New York Times es claramente desafiante, típico de Friedman. Con un título agresivo busca llamar la atención de los lectores. Así lo comenta una alumna:

“Friedman hace hincapié en su rechazo a la responsabilidad social de la empresa. Friedman establece que no puede hablarse estrictamente sobre RSE ya que, quienes adquieren responsabilidades son las personas y no una corporación artificial. Quienes deben ser responsables son las personas y no una corporación artificial. Quienes deben ser responsables son los empresarios, dueños, o quienes representan a las compañías, es decir, los ejecutivos corporativos. Ahora bien, ¿en qué consiste esa responsabilidad?”

“El ejecutivo corporativo es también una persona en su propio derecho y, como tal, puede que tenga muchas otras responsabilidades que reconozca o asuma de forma voluntaria: para con su familia, su conciencia, sus sentimientos de caridad, su iglesia, sus clubes, su ciudad, su país. Puede que se sienta obligado por dichas responsabilidades a dedicar parte de sus ingresos a causas que considera respetables, a rechazar trabajar para ciertas corporaciones, e incluso a abandonar su trabajo, por ejemplo, para incorporarse al ejército de su país. Si lo deseamos, podemos referirnos a algunas de estas responsabilidades como “responsabilidades sociales”. Sin embargo, en este sentido el ejecutivo corporativo está actuando como principal y no como agente; está gastando dinero, tiempo o energía, y no el dinero de sus empleadores o el tiempo o la energía que por contrato se comprometido a dedicar a los objetivos de los mismos.”

El tema es tan sensible que muchos no llegan a ver los argumentos de Friedman. No digo estar de acuerdo, sino simplemente entenderlo. Lo mismo debe haber sucedido con muchos de sus lectores.

Pero los alumnos no leen solamente esto, sino también un muy interesante debate organizado por la Reason Foundation donde John Mackey, fundador y presidente de Whole Foods, la exitosa cadena de supermercados naturistas sostiene:

“Estoy muy en desacuerdo. Soy un empresario y un libertario del libre mercado, pero creo que la empresa inteligente debe crear valor para todos sus socios. Desde la perspectiva del inversor, el fin de los negocios es maximizar las ganancias. Pero no es el fin de otros stakeholders –clientes, empleados, proveedores y la comunidad. Cada uno de estos grupos definirá el objetivo de la firma en términos de sus propias necesidades y deseos, y cada perspectiva es válida y legítima.

Mi argumento no debería interpretarse como hostil hacia las ganancias. Creo que conozco algo sobre cómo crear valor para los accionistas. Cuando co-fundé Whole Food Markets hace 27 años comenzamos con $45.000 de capital, tuvimos ventas por $250.000 en nuestro primer año. En los últimos doce meses hemos tenido ventas por más de $4.600 millones, ganancias netas de más de $160 millones y una capitalización de mercado superior a los $8.000 millones

Pero no hemos logrado ese tremendo aumento en el valor de los accionistas haciendo que el valor de las acciones sea nuestro objetivo principal. En mi matrimonio, la felicidad de mi mujer es un fin en sí mismo, no solamente un medio para mi propia felicidad; el amor me lleva a poner la felicidad de mi mujer en primer lugar, pero al hacerlo soy feliz también yo. Igualmente, los negocios más exitosos ponen al cliente en primer lugar, antes que los inversores. En una empresa centrada en las ganancias la felicidad de los clientes es simplemente un medio para un fin: maximizar las ganancias. En una empresa centrada en los clientes, su felicidad es un fin en sí mismo, y será buscado con mayor interés, pasión y empatía de lo que puede hacerlo una empresa centrada en las ganancias.”