Los límites al poder. El año que viene se cumplen 800 años de la firma de la Carta Magna

¿Por qué es necesario limitar al poder? Después de todo, ¿no es la democracia el gobierno del pueblo? ¿Y para qué se va a limitar el pueblo a sí mismo? Estas preguntas, por supuesto, han sido tratadas por siglos en el ámbito de la filosofía política. ¿Qué puede agregar la economía al respecto?

Dados los problemas de incentivos e información que enfrenta la política y el potencial de abuso que significa el monopolio de la coerción en manos del estado, particularmente evidente en gobiernos totalitarios, se hace necesario limitar ese poder y tratar que su estructura institucional conste de incentivos para perseguir el bien común (si es que de alguna forma podemos definirlo), o al menos para minimizar el potencial daño si persigue políticas que llevan a peligrosas crisis futuras o que benefician a grupos específicos de la sociedad. Tal vez eso sea simplemente el bien común, la minimización del daño que nos podemos hacer unos a otros.

Un elemento importante para alcanzar este objetivo son los valores e ideas que predominan en una sociedad en determinado momento histórico. Son el determinante último de la existencia o ausencia de limitaciones al poder. Ninguna constitución o norma detendrá la concentración y abuso del poder si los miembros de una sociedad lo toleran y no lo resisten. Se atribuye al escritor y político irlandés Edmund Burke aquella frase “para que triunfe el mal, sólo hace falta que los buenos no hagan nada”. Y cuando vimos (en el libro) los incentivos que tenemos para estar informados en la política, es probable que no hagamos nada porque ni siquiera nos informamos sobre el abuso que pueda estar ocurriendo o porque creemos que no lo es, o porque no nos importa.

Esas ideas y valores determinan también, en última instancia, el tipo de normas constitucionales que una sociedad tendrá, y éstas pueden proteger las libertades individuales mejor o peor, al mismo tiempo que pueden ser más fácilmente modificadas o no. Entre otros instrumentos, se buscó limitar esos abusos con “cartas de derechos”. Una de las primeras fue la Carta Magna (1215). Aquí algunos de sus artículos:

 

Por ejemplo: “39) Ningún hombre libre podrá ser detenido o encarcelado o privado de sus derechos o de sus bienes, ni puesto fuera de la ley ni desterrado o privado de su rango de cualquier otra forma, ni usaremos de la fuerza contra él ni enviaremos a otros que lo hagan, sino en virtud de sentencia judicial de sus pares y con arreglo a la ley del reino. 40) No venderemos, denegaremos ni retrasaremos a nadie su derecho ni la justicia. 41) Todos los mercaderes podrán entrar en Inglaterra y salir de ella sin sufrir daño y sin temor, y podrán permanecer en el reino y viajar dentro de él, por vía terrestre o acuática, para el ejercicio del comercio, y libres de toda exacción ilegal, con arreglo a los usos antiguos y legítimos. Sin embargo, no se aplicará lo anterior en época de guerra a los mercaderes de un territorio que esté en guerra con nosotros. Todos los mercaderes de ese territorio hallados en nuestro reino al comenzar la guerra serán detenidos, sin que sufran daño en su persona o en sus bienes, hasta que Nos o nuestro Justicia Mayor hayamos descubierto como se trata a nuestros comerciantes en el territorio que esté en guerra con nosotros, y si nuestros comerciantes no han sufrido perjuicio, tampoco lo sufrirán aquéllos. 42) En lo sucesivo todo hombre podrá dejar nuestro reino y volver a él sin sufrir daño y sin temor, por tierra o por mar, si bien manteniendo su vínculo de fidelidad con Nos, excepto en época de guerra, por un breve lapso y para el bien común del Reino. Quedarán exceptuadas de esta norma las personas que hayan sido encarceladas o puestas fuera de la ley con arreglo a la ley del reino, las personas de territorios que estén en guerra con Nos y los mercaderes–que serán tratados del modo indicado anteriormente. Carta Magna, traducción disponible en: http://www.der.uva.es/constitucional/verdugo/carta_magna.html

 

El estado es un monopolio: ¿hay competencia de otros estados o por la licencia exclusiva?

Los Estados son monopólicos por definición. Así los describe Max Weber (1919):

“…debemos decir, sin embargo, que un estado es una comunidad humana que (exitosamente) reclama el monopolio del uso legítimo de la fuerza física en un cierto territorio”.

Max Weber

No obstante, de la misma forma que podemos afirmar que un monopolio en el mercado sería “ineficiente” en la medida que la falta de competencia podría permitirle cobrar “precios de monopolio” por productos o servicios que serían de cuestionable calidad, lo mismo puede suceder en el caso de un Estado. No sólo eso, en el mercado puede darse la situación de que en un momento determinado exista un solo oferente, quien ha alcanzado esa posición por ser más eficiente que los demás, pero no podría cobrar “precios de monopolio” porque eso alentaría el ingreso de competidores y el desvío de las decisiones de los consumidores hacia ellos, pero el monopolio del Estado, por ser el monopolio del uso de la fuerza, por definición impide el ingreso de otro competidor. Y cuando sucede lo llamamos “guerra” o “sedición interna”.

Sin embargo, aun cuando los gobiernos son organizaciones monopólicas y no están expuestas a la competencia, se encuentran compitiendo con otros estados en el ámbito internacional, ya que los recursos productivos tienen movilidad y cierta capacidad de decidir dónde instalarse. Incluso un cierto grado de competencia se daría a nivel interno entre los distintos niveles de gobierno, particularmente en los estados de carácter federal.

La competencia es un proceso, no un estado final. En ese proceso competitivo se demuestran en el mercado las preferencias de los consumidores y se moviliza el accionar de los oferentes para satisfacerlas. Es un proceso que genera alta creatividad e innovación.

La competencia en la política, no obstante, es diferente de la competencia en el mercado por el carácter monopólico del estado. Por ello, se trata de una competencia por el monopolio, en la cual el ganador se lleva todo por un determinado período de tiempo. En el mercado pueden obtener el producto o servicio de su preferencia tanto aquellos que compran “A”, como los que prefieren “B” o “C”. En la política, inevitablemente, todos obtendrán “A” si es el que ha obtenido la mayor cantidad de votos. Pero existe, por supuesto, competencia para ser el elegido.

Gordon Tullock (1965) ha sido el primero en presentar a la competencia política como algo similar a las subastas periódicas que se realizan para otorgar una licencia exclusiva, en particular con aquellos servicios que se cree poseen un monopolio natural. La “licitación” periódica de ese monopolio (elecciones) permitiría limitar algunos abusos del gobierno.     La competencia en este caso no es “en el campo de juego”, sino “por el campo de juego”.

La competencia política tendría estas similitudes respecto a las licitaciones por un monopolio: estaría basada en declaraciones de promesas sobre un desempeño futuro, realizadas por potenciales productores, uno de los cuales obtiene el derecho exclusivo de proveer ciertos bienes y servicios por un determinado período de tiempo.

No obstante, Wohlgemuth (2000, p. 278), señala diferencias con el modelo de la licitación porque existen problemas para evaluar la calidad y la eficiencia de los contendientes, luego para asegurar eso una vez que hayan ganado y para que las ofertas sean suficientemente competitivas. Estas licitaciones se vuelven muy complejas debido a que el futuro es incierto y el servicio que se contrata es muy complejo. Es muy difícil especificar las condiciones de lo que se está licitando, y esto lo es más en el ámbito de la política donde estamos hablando de todos los servicios del Estado, no ya de uno solo. Los que tienen que decidir entre diferentes “paquetes” propuestos por distintos proveedores son los votantes, y hemos visto antes los problemas existentes de racionalidad y conocimiento para tomar tales decisiones. En el caso de las licitaciones de servicios públicos se podría reducir la cotización simplemente a un precio, pero esto exige una definición casi perfecta de lo que se licita. Si esto no es así, se introducen criterios cualitativos que abren la puerta a la manipulación del resultado por parte de los expertos llamados a seleccionar la mejor oferta, problemas generados por la falta de conocimiento o directamente por la corrupción.

En el caso de la política, es prácticamente imposible llegar a ese “precio”. ¿Cuál sería, la tasa de un determinado impuesto? ¿O la presión impositiva como porcentaje del PIB? Ya esta segunda hace más difícil al votante evaluar el impacto personal de las distintas propuestas. ¿Será mejor para mí una propuesta de 22%/PIB que otra de 18%/PIB? ¿Y cuál será la calidad del servicio que finalmente obtendré de uno u otro? En verdad, de “los servicios” ya que estamos eligiendo por un gran paquete. Tampoco las ofertas se harán sobre un lote determinado de servicios, ya que muchos políticos prometen nuevos, o eliminar otros.

La “licencia” es un contrato incompleto, y en el caso de la política no solamente sería incompleto, sino además implícito o hasta inexistente (Wohlgemuth, 2000, p. 279). Y pese a todas las connotaciones negativas que sugiere esta ausencia de un “contrato” que comprometa al agente a cumplir con el mandato del principal, es esa misma latitud la que permite al “emprendedor político” realizar innovaciones que los votantes ni siquiera imaginaron y que incluso no hubieran aprobado de conocerlas. Por cierto que éstas pueden terminar bien o mal, o esas innovaciones pueden dirigirse a satisfacer el interés del político y no del votante.

El Contrato Social y los juegos repetidos: ¿por qué cumplir con las promesas y contratos?

Al considerar la Teoría de los Juegos para analizar el Contrato Social, Anthony de Jasay (La Antinomia del Contractualismo, Libertas 23, Octubre de 1995) considera lo que llama el “dilema del contrato”. En síntesis, este se pregunta por qué alguien va a cumplir su parte del contrato si la otra parte ya lo ha hecho. Incluso si fueran contratos regulares, repetidos, aunque pudiera tener incentivos para cumplirlos para poder realizar los contratos siguientes, ¿por qué tendría incentivos para cumplir el último? ¿Y si alguien no va a cumplir el último, por qué la otra parte va a cumplir el ante-último, y así sucesivamente? Así analiza el tema en base a juegos repetidos:

De Jasay

“Supongamos que un viajero llega a un puerto exótico y lo engañan, le venden objetos falsificados y un mozo insolente le cobra un precio excesivo por la comida que le sirve. El viajero, a falta de otra manera de recuperar lo que es suyo, se va sin dejar propina. Cabe el interrogante de si lo habría hecho en el caso de que lo hubieran tratado mejor. De cualquier modo, él no prestará dinero a los nativos ni éstos le venderán mercaderías a crédito. Para todos, el contrato con él es un “último contrato”; no volverá nunca, y si lo hiciera algún día, no podría decir con quién ha tratado la primera vez; él sabe que es así, todos saben que lo sabe y si no lo supiera debería saberlo. Sin embargo, si actúa como si no lo supiera y participa en “últimos contratos” en los cuales a la otra parte no le interesa demasiado actuar correctamente, esto se debe a que al viajero no le importa tanto que el contrato sea correcto o a que no cuenta con información alguna ni puede obtenerla fácilmente, y la otra parte tiene poco que perder si la obtiene. De esto se deriva el Teorema del Viajero de Paso: uno de los que suscriben un “último contrato” es un viajero de paso y ninguna de las partes tiene mucho que arriesgar. A menos que se den ambas condiciones, es improbable que un contrato sea el “último” en el sentido que esta palabra tiene dentro de la teoría de los juegos.

Cuando las partes tienen la expectativa de un nuevo convenio o esperan tratar con alguien que a su vez haya tratado, o pueda hacerlo aún, con la otra parte, o esté vinculado a ella por lazos de parentesco, amistad, solidaridad o posible reciprocidad, o que tenga acceso a las mismas fuentes de información y se entere de las mismas murmuraciones locales y de las mismas noticias respecto de los negocios, cuando, en resumen, las partes viven en una sociedad real, es muy improbable que un contrato entre ellas funcione de acuerdo con la pura lógica de esa abstracción que es el “último contrato”. Ésta puede desempeñar un papel importante en la “gran sociedad” de Hayek, con su “orden extendido”, y en el “gran grupo” cuyos miembros, anónimos, actúan en forma aislada, sin que los demás sepan nada de ellos (aunque no resulta claro cómo podrían encontrar, en ese caso, alguien que quisiera tratar con ellos sin conocerlos). Rara vez puede darse entre personas que tienen nombres, viven en lugares determinados, se ganan la vida con ocupaciones particulares, tienen un pasado y aspiran a tener cierta clase de futuro.

Alguien que tiene un nombre, vive en un lugar, trabaja en algo y forma parte de la sociedad lo pensará dos veces antes de considerar las promesas recíprocas tal como el dilema del prisionero de una única jugada dice que debe hacerlo. Tendrá que reflexionar muy cuidadosamente sobre sus asuntos y atar todos los cabos sueltos antes de dejar de cumplir un contrato como si fuera el último en que va a intervenir. Al sentirse tentado, pensará en la famosa respuesta dada por Hobbes, e impropia de él, al “Tonto” bastante hobbesiano que piensa que la razón puede dictar el incumplimiento de una promesa y la contumacia: “Por lo tanto, el que quebrantare su Convenio, y consecuentemente declarare que a su juicio le asiste razón para hacerlo, no podrá ser recibido en sociedad alguna, cuyos miembros se unen en procura de la Paz y la Defensa, como no sea por error de quienes le recibieron; y cuando fuera recibido, no podrá ser retenido por ellos, sin que vean el peligro del error que han cometido” (Hobbes, 1651, 1985, p. 205).

 

Morales Solá no acierta: no hay ausencia de normas internacionales de quiebras soberanas

Leo con interés los editoriales de Joaquín Morales Solá en La Nación. Aprendo de su interpretación de la política argentina. Cuando el análisis se vincula con la economía, no obstante, el nivel no es el mismo. Veamos el último artículo de la semana pasada, titulado “Cristina y Kiciloff empujan al país al default”, aunque la crítica que le haré está relacionada con la economía “institucional”, no con cuestiones de finanzas públicas o mercados de capitales. http://www.lanacion.com.ar/1723238-cristina-y-kicillof-empujan-al-pais-al-default

Con todo lo crítico que es del gobierno, le da la razón precisamente donde no la tiene. Dice así:

“Pero el gobierno de Cristina Kirchner se empeña en perder la razón hasta cuando la tiene. Tiene razón cuando dice que el sistema internacional carece de una legislación para ordenar la quiebra de los países. Todas las naciones cuentan con una legislación interna que establece en qué condiciones se reestructurará la deuda de una empresa quebrada. En la Argentina, por ejemplo, una mayoría de dos tercios (66,66 por ciento) a favor de una propuesta de pago obliga al acatamiento del total de los acreedores. Eso sucede en el plano privado y en el interior del país. No hay leyes ni reglas, en cambio, para las deudas que se resuelven en el sistema internacional.”

No es correcto decir que a nivel internacional no hay reglas, todo lo contrario. Es cierto que no hay “leyes” ya que no existe tal cosa como un gobierno mundial y un parlamento global, por suerte. Pero hay reglas claras. Y estas se encuentran en los contratos. Es decir, son las partes las que establecen cuáles son las reglas y, además, cuál es la jurisdicción en la que se resolverá alguna disputa sobre el cumplimiento de esas reglas.

Por ejemplo, Argentina emitió ciertos bonos que básicamente son contratos. Estos contratos tenían ciertas cláusulas y una jurisdicción para resolver los problemas (Nueva York). Primero el jue, luego la Cámara de Apelaciones y luego la Corte Suprema decidieron el tema. No parece haber aquí “ausencia de reglas”.

Además, esas reglas cambian según las circunstancias y el aprendizaje que realiza el mercado. Cambian de dos formas: por un lado, dado que el sistema norteamericano es heredero del sistema del “common law” británico, es la jurisprudencia de los fallos judiciales la que va desarrollando el sistema de reglas. En este sentido, el caso argentino aporta una serie de nuevas reglas para casos futuros. Por otro lado, los nuevos contratos ya toman nota de lo ocurrido en este caso y modifican las clausulas para contratos futuro. No hace falta ningún sistema internacional que reduzca la mayoría a los dos tercios, esto ya está ocurriendo en los nuevos contratos, los nuevos bonos que ahora se emiten. Esto lo dice el mismo Morales Solá:

“El viernes, una organización internacional, la International Capital Market Association, que representa a bancos muy importantes del mundo, anunció que hará recomendaciones sobre las reestructuraciones futuras de deudas soberanas para que no se repita el «caso argentino». Aconsejará que en las propuestas de pago se incluya una «cláusula de acción colectiva», que significa, precisamente, la obligatoriedad de todos de aceptar la decisión de una mayoría calificada.”

En el libro cito un trabajo del profesor Julio Olivera quien presenta una tesis interesante. Él dice que hay una demanda y una oferta de normas. Cuando la oferta de normas excede a la demanda, esto es, hay más normas de las necesarias, entonces se desarrolla la economía informal que busca realizar contratos eludiendo esas normas. Y cuando la demanda es mayor que la oferta, es decir hay escasez de normas, ese vacío lo llenan los contratos entre particulares. Es lo que ocurre en este caso.

No hay vacío de normas, hay contratos, que también son normas. Hay partes que deciden a qué normas someterse y quién decidirá las disputas. No hace falta nada más.

Convenio YPF-Petronas, tribunales en Francia y jurisdicción en Canadá. Competencia inter-jurisdiccional

En el medio del conflicto judicial con los holdouts, La Nación informa que “YPF cerró un acuerdo similar al de Chevron”: http://www.lanacion.com.ar/1722583-ypf-cerro-con-petronas-un-acuerdo-similar-al-de-chevron

El acuerdo, dice el artículo, “activará en 2015 un proyecto de inversión de hasta u$s 550 millones en Vaca Muerta, de los cuales la compañía extranjera pondrá u$s 475 millones”.

Petronas

Muy bien, hasta aquí es la descripción de un acuerdo de inversión en este promisorio yacimiento de shale oil, pero quiero referirme aquí a lo que se comenta en este párrafo:

“El convenio es similar al que YPF cerró con Chevron el año pasado y despertó una fuerte polémica. Estipula que un eventual conflicto entre las partes se definirá en tribunales de Francia, se rige por legislación internacional (del estado de Alberta, Canadá) y no se difundirá públicamente.”

La polémica a la que hace referencia se refiere a su no difusión, amparada en el hecho de que todavía se trata de una empresa “privada”, aunque gestionada por el estado, y que estas empresas no tienen ninguna obligación de hacer públicos sus contratos.

Pero lo que resulta interesante comentar más detenidamente es el resto del párrafo, que los conflictos se definirán en tribunales de Francia y que el contrato se rige por legislación del estado de Alberta, Canadá. Claro, no podía ser New York. Esto muestra un fenómeno importante: la globalización de la justicia, o, mejor dicho, la competencia entre jurisdicciones.

La ciencia política define al estado como aquella entidad que ejerce el monopolio de la coerción dentro de un determinado territorio. Como parte de ese poder administra unas fuerzas armadas, policías y la justicia. Pero he aquí que la llamada “globalización” pone en cuestión al menos parte de ese monopolio. Las partes de todo tipo de contrato internacional pueden elegir la jurisdicción en la cual se van a dirimir sus conflictos. Esto pone en competencia a los distintos sistemas jurídicos, donde aquellos que ofrecen “seguridad jurídica” terminan “atrayendo consumidores” y quienes no los pierden.

Es el caso de este contrato. Al margen de toda retórica nacionalista, lo cierto es que YPF no hubiera podido conseguir inversores, ni Chevron ni Petronas, si hubiera exigido jurisdicción nacional. Esto quiere decir que la jurisdicción nacional no es confiable, que pierde en esa competencia global entre jurisdicciones.

Ante esta circunstancia nos quedan las siguientes opciones:

  1. Dar prioridad a la soberanía, reclamar la jurisdicción local y quedarnos sin las inversiones extranjeras. Esta posición puede adular el sentimiento nacionalista de muchos pero nos deja sin explotar el recurso ya que no existe ahorro interno suficiente como para financiar semejante inversión.
  2. Aceptar una jurisdicción que sea confiable para el inversor, como en este caso los tribunales de Francia. Se obtiene la inversión pero si hay algún problema se tendrá que resolver en otros tribunales.
  3. Lograr que el sistema jurídico sea confiable. Es decir, “competir” exitosamente con las otras jurisdicciones. Esto requeriría parlamentos que no modifican los contratos con sus legislaciones o violan derechos de propiedad y luego jueces que hacen cumplir los contratos y no avalan su violación.

Lamentablemente, toda la discusión actual se centra, básicamente, en las opciones 1 y 2, pero en verdad la mejor es la 3, ya que eso no solamente protegería a inversores extranjeros sino también a todos los ciudadanos locales, que podrían también confiar en su sistema judicial.

En definitiva, el caso YPF-Petronas nos muestra que el sistema jurídico está sujeto a la competencia. Tal vez la mejor forma de honrar el espíritu nacional sería contar con un sistema jurídico que los extranjeros elijan para sus contratos. Imaginemos que un contrato entre una empresa china y otra en Uganda dijera que cualquier disputa se resolverá en los tribunales argentinos. Parece totalmente imposible, pero no lo es. Después de todo, Alberta, Canadá no es muy diferente de, digamos, Chubut. Solo nos diferencia la “seguridad jurídica”.

La persecución estatal a las monedas privadas como el Bitcoin, Liberty Dollar y E-gold

Todos tenemos alguna preferencia u opinión sobre el que podría ser el mejor sistema monetario. Algunos proponen una moneda manejada discrecionalmente por la autoridad monetaria, otros que sea sujeta a algún tipo de regla, como sea vincular el valor de la moneda con otra o con algún objetivo de inflación; otros más adoptar la moneda de otro país o región (el dólar o el euro, por ejemplo), y más allá quienes proponen el retorno a una moneda metálica.

Bitcoin

Por cierto que, al margen de este debate, el mercado mismo está dando una respuesta alternativa. Esta es, monedas privadas y en competencia, que la gente puede eventualmente elegir. El caso más conocido de estas es el Bitcoin.

Pero no es la única. Larry White, profesor de Economía de George Mason publica un artículo en el Cato Journal donde cuenta la historia de otras dos monedas privadas, el Liberty Dollar y el E-gold; que terminaron mal, con sus creadores en prisión y sus activos confiscados por el gobierno norteamericano: http://object.cato.org/sites/cato.org/files/serials/files/cato-journal/2014/5/cato-journal-v34n2-5.pdf

¿Acaso porque hubo algún tipo de fraude? Pues no, más bien parece que a los gobiernos, monopólicos por definición, no les gusta la competencia. En el caso de estas dos monedas había responsables visibles, con domicilios establecidos, que aprovecharon las autoridades para capturarlos. Claro, en el caso del Bitcoin no sabrían ni a quién detener, ni dónde ir a buscarlo, ya que no se sabe ni quién lo creó y tampoco hay nadie que lo maneje, se trata de un algoritmo que ha creado un mercado donde demandantes y oferentes realizan transacciones en esa moneda.

Lo que está ocurriendo es fascinante e impensado, aunque no tanto. Ya hace unas décadas, F. A. von Hayek había lanzado la idea de la competencia de monedas, dejando que sea la gente que decida la moneda que quiere usar. Decía en “Choice in Currency”:

“¿Por qué no dejar a la gente elegir libremente la moneda que quiere usar? Por “gente”, quiero decir los individuos que deberían tener el derecho a decidir si quieren comprar o vender por francos, dólares, marcos u onzas de oro”.

Los potenciales competidores a las monedas de cierto gobierno podrían ser:

  1. Las monedas fiduciarias de otros gobiernos (es nuestro caso, por ejemplo, con el dólar)
  2. Las monedas de oro o plata y billetes convertibles en ellas, como quería ser el Liberty Dollar
  3. Balances contables en oro transferibles electrónicamente, como era el E-gold
  4. Las Ciber monedas, por ejemplo el Bitcoin o el Litecoin.

Concluye White:

“Las barreras legales a la competencia de monedas en los Estados Unidos no son solamente (1) las leyes de curso legal en la medida que generan dudas si una corte estadounidense podría exigir una resolución específica de un contrato que no sea en dólares, (2) los impuestos a las ganancias de capital y los impuestos a las ventas de los estados sobre los metales preciosos y (3) las normas que prohíben la emisión privada. Superando las barreras legales para un estándar monetario paralelo, como muestra el caso del E-gold, debe incluir también (4) la eliminación de todo elemento de las leyes anti-lavado, o de secreto bancario, o de requerimiento de licencias para transferencias monetarias o su aplicación por agencias federales, que discriminan contra sistemas de pago que utilicen unidades distintas al dólar. Esta última barrera está siendo más importante en la medida que FinCEN avanza para restringir al Bitcoin y a los mercados de Bitcoin.

El derecho a despedir, y a renunciar, y la quiebra como un acto ¿terrorista?

La reciente quiebra de una empresa gráfica, Donnelley, y el consiguiente despido de sus empleados generó preocupación y polémica. Preocupación porque parece un signo más de los inevitables resultados de una economía en recesión; y polémica porque se atribuye la propiedad parcial de esta empresa estadounidense a un “fondo buitre” (aunque luego se supo que se trata de Black Rock, un fondo que incluso apoyó a la Argentina en el juicio de Nueva York): http://www.lanacion.com.ar/1719264-daniel-scioli-ley-antiterrorista-ley-abastecimiento

El gobierno planteó el tema en estos términos y presentó una denuncia judicial en base a la “Ley Antiterrorista”, lo cual generó aún más polémica. Al margen de esto, quiero tratar aquí un tema más básico y general: ¿existe el derecho a despedir?

Las manifestaciones de estudiantes, las acciones de sindicalistas y la acción gubernamental parecen denotar que no existe tal cosa, pero esto parece difícil de sustentar. Comencemos analizando su contraparte: ¿existe el derecho a renunciar a un trabajo? Supongo que todos diríamos que sí, ya que lo contrario es similar a la esclavitud. La única diferencia con la esclavitud sería que estaría basada en un contrato. Es decir, uno firmaría un contrato que lo comprometería de por vida. Eso, en verdad, no existe, ni siquiera en el matrimonio. Siguiendo el mismo razonamiento, si una de las partes no puede ser atada de por vida, tampoco lo debería ser la otra, pues en ese caso el esclavo sería el empleador.

Desde el punto de vista económico el efecto sería claro: si en cada empleo que tome quedo atado para siempre todos buscaríamos ser “trabajadores independientes”, o en otras palabras, libres de semejante compromiso. Del otro lado, los empleadores no tomarían empleados con semejante carga.

En definitiva se trata de un contrato entre dos partes y, dado que los contratos son necesariamente incompletos ya que no pueden predecir todos los eventos futuros, y siendo que las situaciones van a cambiar y no sabemos cómo por anticipado, todo contrato introduce algún grado de indefinición y flexibilidad para poder adaptarse a esos cambios de circunstancias. En otras palabras, todo contrato tiene “cláusulas de salida”, para que de alguna forma se pueda modificar o terminar una relación cuando las cosas han cambiado.

La salida de un contrato se produce, entonces, en cumplimiento de esas cláusulas. En el caso de nuestro país, esas cláusulas son establecidas por una ley de contrato de trabajo más las que hayan sido establecidas en convenciones colectivas y en los contratos individuales.

En este caso en cuestión, pareciera que efectivamente las condiciones de producción han cambiado. En un artículo algo más específico se presentan el análisis de la empresa: http://www.lanacion.com.ar/1719219-un-derrotero-de-perdidas-que-terminaron-en-quiebra

«El período comprendido entre enero de 2013 y mayo de 2014, el quebranto acumulado ascendió a $ 40.855.050», dice textualmente el escrito judicial. «En los últimos años, diversas circunstancias, entre otras, el incremento de los costos laborales, los mayores precios en la materia prima, los aumentos de los costos de energía y el incremento en las tasas de interés de la financiación bancaria han generado a RRD Argentina (tal es el nombre de la sociedad) una constante pérdida operativa. Los accionistas y directores de RRD Argentina intentaron revertir esta tendencia deficitaria mediante distintas acciones, buscando una eficiencia en la operación que mejorara la situación operativa y financiera», relata el documento.

Comenta el artículo que la ley requiere que una empresa explique los motivos de la decisión que toma (pero no pide que lo haga un empleado que renuncia). Ahora se estaría cuestionando que esto no es así, sino que la verdadera motivación es de tipo “terrorista”.

¿Cómo saber si una acción es “terrorista”? Supongo que lo puede ser por sus características o por sus intenciones. Es decir, si me encuentran en el acto de poner una bomba con un detonador será evidente ya que la gente normalmente no hace estas cosas a menos que tenga intención de matar o dañar a otros. Pero hay otras acciones que tanto pueden ser hechas por un terrorista como por una persona normal y corriente: por ejemplo, miro en detalle la puerta de la casa de gobierno. En este caso puede ser que sea un turista curioso o que esté pensando dónde sería mejor dejar la bomba. ¿Cómo saber si es un caso u otro? Se hace necesario evaluar las intenciones. Si atribuyéramos a todo el que observa esa puerta intenciones terroristas sería una clara equivocación y estaríamos violando los derechos de turistas, locales y extranjeros, a mirar y conocer, a trasladarse.

La intención, tal vez, tiene que ser evidente: por ejemplo soy un reconocido terrorista y pruebo el tamaño de distintos paquetes. En fin, tampoco es sencillo. Entonces, la pregunta en este caso es: ¿es la acción de la empresa algo que normalmente suele suceder en las economías que se encuentran en recesión en las que caen las ventas, o es algo que tiene la evidente intención de ocasionar un daño?

Y, ¿qué daño? Porque cuando se combate al terrorismo se combate el daño físico (crimen, destrucción) aunque puedan tener consecuencias económicas (como cuando se pone una bomba en un oleoducto, por ejemplo). Es decir, pareciera que siempre tiene que haber daño físico, al menos.

No parece haberlo en este caso, sino más bien ser una acción que suele ser bastante común dado que no se pueden sostener pérdidas por mucho tiempo ya que se consume el capital.

Entonces, el juez simplemente tiene que considerar lo siguiente: ¿se cumplieron las cláusulas de recisión de los contratos?