John Stuart Mill sobre el impacto del consumo en la producción. El consumo nunca necesita incentivo

Con los alumnos de Historia del Pensamiento Económico I, Ciencias Económcias, UBA, vemos la famosa y maltratada “Ley de Say”. Además de leer al autor original, vemos al clásico del siglo XIX, John Stuart Mill, sobre el impacto del consumo en la producción. Así comienza:

“Antes del surgimiento de aquellos grandes autores cuyos descubrimientos han dado a la política económica su actual carácter relativamente científico, las ideas sostenidas universalmente tanto por los teóricos como por los hombres prácticos acerca de las causas de la riqueza nacional tuvieron su fundamento en ciertos puntos de vista generales que en la actualidad casi todos aquellos que se han dedicado a investigar el tema consideran, con justicia, completamente erróneos.

Entre los errores más perjudiciales en cuanto a sus consecuencias directas y que contribuyeron en mayor medida a que no se lograra una concepción adecuada de los objetivos de la ciencia, o de la prueba aplicable a la solución de los interrogantes que plantea, figuraba la gran importancia atribuida al consumo. Crear consumidores era el fin principal de la legislación en materia de riqueza nacional, de acuerdo con la opinión generalizada. Un gran y rápido consumo era lo que los productores de todas las clases y categorías deseaban para enriquecerse a sí mismos y enriquecer al país. Este objetivo, bajo las distintas denominaciones de una gran demanda, una circulación activa, un gran gasto de dinero y a veces totidem verbis un gran consumo se consideró como la condición fundamental para la prosperidad.

En el estado actual de la ciencia, no es necesario debatir esta doctrina en su forma y aplicación más absurda. Ya no se sostiene la utilidad de un gran gasto gubernamental con el objeto de fomentar la industria. En la actualidad no se piensa que los impuestos son «como el rocío que vuelve en forma de lluvia fecunda». Ya no se considera que se beneficia al productor, al tomar su dinero, siempre que se le devuelva a cambio de sus bienes. No hay nada que impresione más a una persona reflexiva, con un profundo sentido de la superficialidad de los razonamientos políticos de los dos últimos siglos, que la favorable acogida general otorgada hace tanto tiempo a una doctrina que, si es que prueba algo, prueba que la gente más se enriquece cuanto más se toma de sus bolsillos para gastar en los placeres propios; que el hombre que roba dinero de un negocio, siempre que lo gaste nuevamente en el mismo negocio, es un benefactor del comerciante a quien le roba y que la misma operación, repetida con suficiente frecuencia, originaría la fortuna del comerciante.

En oposición a estos evidentes absurdos, los economistas políticos establecieron triunfalmente que el consumo nunca necesita incentivo. Todo lo que se produce ya está consumido, sea con el fin de la reproducción o del goce. La persona que ahorra sus ingresos no es menos consumidora que aquella que los gasta: los consume de manera diferente; el ingreso proporciona alimentos y vestimenta para ser consumidos, herramientas y materiales que serán utilizados por los trabajadores productivos. Por lo tanto, hay consumo hasta el punto máximo admitido por el monto de producción. Pero de las dos clases de consumo, reproductivo e improductivo, el primero incrementa la riqueza nacional mientras que el segundo la perjudica. Lo que se consume por el mero goce, desaparece; lo que se consume; para reproducir, deja a cambio bienes de igual valor, generalmente con el agregado de una ganancia. El efecto habitual de los intentos del gobierno para incentivar el consumo es simplemente impedir el ahorro; es decir, promover el consumo improductivo a costa del reproductivo y disminuir la riqueza nacional por los mismos medios con que se intentaba incrementarla.

Lo que un país necesita para enriquecerse nunca es el consumo sino la producción. Donde hay producción, podemos estar seguros de que no falta el consumo. Producir implica que el productor desea consumir, si no ¿por qué se dedicaría a un trabajo inútil? El productor puede no desear consumir lo que é1 mismo produce, pero su motivo para producir y vender es el deseo de comprar. Por lo tanto, si los productores generalmente producen y venden cada vez más, ciertamente también compran, cada vez más. Una persona puede no necesitar más de lo que produce, pero necesita más de lo que otro produce; y, produciendo lo que el otro necesita, desea obtener lo que el otro produce. Por lo tanto, nunca habrá una cantidad producida de bienes en general mayor que la cantidad de consumidores. Pero puede haber, y siempre hay, una gran cantidad de personas que desean convertirse en consumidores de alguna clase de bienes pero no pueden satisfacer su deseo porque no cuentan con los medios necesarios para producirlos o para producir algo a cambio de ellos. Por lo tanto, el legislador no necesita preocuparse por el consumo. Siempre habrá consumo para todo lo que puede producirse hasta que se satisfagan por completo las necesidades de aquellos que poseen los medios de producción, y entonces la producción ya no se incrementará. El legislador sólo debe tener en cuenta dos elementos: que no exista obstáculo alguno que impida que aquellos que poseen los medios de producción los utilicen de la forma que consideren más conveniente para su interés; y que aquellos que no cuentan en la actualidad con los medios de producción para satisfacer su deseo de consumo tengan todo tipo de facilidad para adquirir los medios que, al convertirse en productores, tendrán la posibilidad de consumir.”

Jean Baptiste Say nunca se imaginó que su «ley» sería el centro del debate económico en el siglo XX

Los alumnos de Historia del Pensamiento Económico I, en Económicas, UBA, leen a Jean Baptiste Say (1767-1832), un ‘clásico’ francés quien nunca debe haber sospechado la importancia que adquiriría en la política económica del siglo XX. Seguramente han conocido la famosa “Ley de Say” presentada como “toda oferta crea su propia demanda”. Desde el punto de vista, digamos, del ‘marketing’, la frase parece absurda; nadie tiene garantizado que simplemente por ofrecer algo exista alguien que esté dispuesto a comprarlo. Pero, ¿es eso lo que dijo Say?, o ¿es eso lo que quiso decir?

La lectura es sobre el capítulo de su libro ‘Tratado de Economía Política’ donde precisamente presenta esta idea:

Jean Baptise Say, A treatise on political economy, capítulo XV «Of the demand of market for products»: http://www.econlib.org/library/Say/sayT15.html#Bk.I,Ch.XV

En castellano: http://www.eseade.edu.ar/files/Libertas/33_10_Say.pdf

“Una persona que dedique su esfuerzo a invertir en objetos de valor que tienen determinada utilidad no puede pretender que otros individuos aprecien y paguen por ese valor, a menos que dispongan de los medios para comprarlo. Ahora bien, ¿en qué consisten estos medios? Son los valores de otros productos que también son fruto de la industria, el capital y la tierra. Esto nos lleva a una conclusión que, a simple vista, puede parecer paradójica: es la producción la que genera la demanda de productos.”

“Si un comerciante dijera: «No quiero recibir otros productos a cambio de mi lana; quiero dinero», sería sencillo convencerlo de que sus clientes no podrían pagarle en dinero si antes no lo hubieran conseguido con la venta de algún bien propio. Un agricultor podrá comprar su lana si tiene una buena cosecha. La cantidad de lana que demande dependerá de la abundancia o escasez de sus cultivos. Si la cosecha se pierde, no podrá comprar nada. Tampoco podrá el comerciante comprar lana ni maíz a menos que se las ingenie para adquirir además lana o algún otro artículo con el cual hacer la compra. El comerciante dice que sólo quiere dinero. Yo digo que en realidad no quiere dinero, sino otros bienes. De hecho, ¿para qué quiere el dinero? ¿No es acaso para comprar materias primas o mercaderías para su comercio, o provisiones para su consumo personal? Por lo tanto, lo que quiere son productos, y no dinero. La moneda de plata que se reciba a cambio de la venta de productos propios, y que se entregue en la compra de los de otras personas, cumplirá más tarde la misma función entre otras partes contratantes, y así sucesivamente. De la misma manera que un vehículo público transporta en forma consecutiva un objeto tras otro. Si no puede encontrar un comprador, ¿diría usted que es solamente por falta de un vehículo donde transportarlo? Porque, en última instancia, la moneda no es más que un agente que se emplea en la transferencia de valores. Su utilidad deriva de transferir a sus manos el valor de los bienes que un cliente suyo haya vendido previamente, con el propósito de comprarle a usted. De la misma manera, la próxima compra que usted realice transferirá a un tercero el valor de los productos que usted anteriormente haya vendido a otros. De esta manera, tanto usted como las demás personas compran los objetos que necesitan o desean con el valor de sus propios productos, transformados en dinero solamente en forma temporaria. De lo contrario, ¿cómo es posible que la cantidad de bienes que hoy se venden y se compran en Francia sea cinco o seis veces superior a la del reinado miserable de Carlos VI? ¿No es evidente que deben haberse producido cinco o seis veces más bienes, y que deben haber servido para comprarse unos a otros?”

Y aquí el párrafo que diera lugar a esa interpretación llamada “Ley de Say”. ¿Parece tan ilógico como alguien (¿quién?) lo quiso presentar?:

“Cuando un producto superabundante no tiene salida, el papel que desempeña la escasez de moneda en la obstrucción de sus ventas en tan ínfimo que los vendedores aceptarían de buen grado recibir el valor en especie para su propio consumo al precio del día: no exigirían dinero ni tendrían necesidad de hacerlo, ya que el único uso que le darían seria transformarlo inmediatamente en artículos para su propio consumo.

Esta observación puede extenderse a todos los casos donde exista una oferta de bienes o servicios en el mercado. La mayor demanda estará universalmente en los lugares donde se produzcan más valores, porque en ningún otro lugar se producen los únicos medios de compra, es decir, los valores. La moneda cumple sólo una función temporaria en este doble intercambio. Y cuando por fin se cierra la transacción, siempre se habrá intercambiado un bien por otro.

Vale la pena señalar que desde el instante mismo de su creación el producto abre un mercado para otros por el total de su propio valor. Cuando el productor le da el toque final a su producto, está ansioso por venderlo de inmediato, por miedo a que pierda valor en sus manos. De la misma manera, quiere deshacerse del dinero que recibe a cambio, ya que también el valor del dinero es perecedero. Pero la única manera de deshacerse del dinero es comprando algún otro producto. Por lo tanto, la sola creación de un producto inmediatamente abre una salida para otros.”

Alberdi sobre toda ley que da al gobierno el derecho exclusivo de ejercer cierta industria

Con los alumnos de la Facultad de Derecho, UBA, vemos a Alberdi en Sistema Económico y Rentístico. En esta sección sobre industrias del estado:

«Toda ley que da al gobierno el derecho de ejercer exclusivamente industrias declaradas de derecho común, crea un estanco, restablece el coloniaje, ataca la libertad.

Toda ley que atribuye al Estado de un modo exclusivo, privativo o prohibitivo, que todo es igual, el ejercicio de operaciones o contratos que pertenecen esencialmente a la industria comercial, es ley derogatoria de la Constitución en la parte que ésta garantiza la libertad de comercio a todos y cada uno de los habitantes de la Confederación. Por ejemplo, son operaciones comerciales las’ operaciones de banco, tales como la venta y compra de monedas y especies metálicas, el préstamo de dinero a interés; el depósito, el cambio de especies metálicas de una plaza a otra; el descuento, es decir, la conversión de papeles ordinarios de crédito privado, como letras de cambio, pagarés, escritura, vales, etc., en dinero o en billetes emitidos por el banco. Son igualmente operaciones comerciales las empresas de seguros, las construcciones de ferrocarriles y de puentes, el establecimiento de líneas de buques de vapor. No hay un solo código de comercio en que no figuren esas operaciones, como actos esencialmente comerciales. En calidad de tales, todos los códigos las defieren a la industria de los particulares. Nuestras antiguas leyes, nuestras mismas leyes coloniales, han reconocido el derecho de establecer bancos y de ejercer las operaciones de su giro, como derecho privado de todos los habitantes capaces de comerciara . La Constitución ha ratificado y consolidado ese sistema, declarando por sus artículos 14 y 20 que todos los habitantes de la Confederación, así nacionales como extranjeros, gozan del derecho de trabajar y de ejercer toda industria, de navegar y comerciar, de usar y disponer de su propiedad, de asociarse con fines útiles, etc., etc.

Si tales actos, pues, corresponden y pertenecen a la industria comercial, y esta industria como todas, sin excepción, han sido declaradas derecho fundamental de todos los habitantes, la ley que da al Estado el derecho exclusivo de ejercer las operaciones conocidas por todos los códigos de comercio, como operaciones de banco y como actos de comercio, es una ley que da vuelta a la Constitución de pies a cabeza; y que además invierte y trastorna todas las nociones de gobierno y todos los principios de la sana economía política.

En efecto, la ley que da al Estado el poder exclusivo o no exclusivo de fundar casas de seguros marítimos o terrestres, de negociar en compras y ventas de especies metálicas, en descuentos, depósitos, cambios de plaza a plaza, de explotar empresas de vapor terrestres o marítimas, convierte al gobierno del Estado en comerciante. El gobierno toma el rol de simple negociante; sus oficinas financieras son casas de comercio en que sus agentes o funcionarios compran y venden, cambian y descuentan, con la mira de procurar alguna ganancia a su patrón, que es el gobierno.

Tal sistema desnaturaliza y falsea por sus bases el del gobierno de la Constitución sancionada y el de la ciencia, pues 10 saca de su destino primordial, que se reduce a dar leyes (poder legislativo), a interpretarlas (judicial), y a ejecutarlas (ejecutivo). Para esto ha sido creado el gobierno del Estado, no para explotar industrias con la mira de obtener un lucro, que es todo el fin de las operaciones industriales.

La idea de una industria pública es absurda y falsa en su base económica. La industria en sus tres grandes modos de producción es la agricultura, la fabricación y el comercio; pública o privada, no tiene otras funciones. En cualquiera de ellas que se lance el Estado, tenemos al gobierno de labrador, de fabricante o de mercader; es decir, fuera de su rol esencialmente público y privativo, que es de legislar, juzgar y administrar.

El gobierno no ha sido creado para hacer ganancias, sino para hacer justicia; no ha sido creado para hacerse rico, sino para ser el guardián y centinela de los derechos del hombre, el primero de los cuales es el derecho al trabajo, o bien sea la libertad de industria.

Un comerciante que tiene un fusil y todo el poder del Estado en una mano, y la mercadería en la otra, es un monstruo devorador de todas las libertades industriales, ante él todo comercio es imposible: el de los particulares, porque tienen por concurrente al legislador, al Tesoro público, la espada de la ley, nada menos; el del Estado mucho menos, porque un gobierno que además de sus ocupaciones de gobierno abre almacenes, negocia en descuentos de letras, en cambios de moneda, emprende caminos, establece líneas de vapor, se hace asegurador de buques, de casas y de vidas, todo con miras de ,explotación y ganancias, aunque sean para el Estado, y todo eso por conducto de funcionarios comerciales o de comerciantes fiscales y oficiales, ni gobierna, ni gana, ni deja ganar a los particulares.

Con razón la Constitución argentina ha prohibido tal sistema, demarcando las funciones esenciales del gobierno, ajenas enteramente a toda idea de industria, y dejando todas las industrias, todo el derecho al trabajo industrial y productor, para el goce de todos y cada uno de los habitantes del país.

Gran aporte de Richard Cantillon para entender el impacto de la emisión monetaria en los precios

Con los alumnos de Historia del Pensamiento Económico I, de la Facultad de Ciencias Económicas, Universidad de Buenos Aires, vemos a Richard Cantillon en su Ensayo sobre la Naturaleza del Comercio en General. Cantillon fue seguramente un personaje, nacido en Irlanda pero luego desarrollando sus actividades empresariales en Francia, escribió ese libro que bien puede compartir el podio con La Riqueza de las Naciones de Adam Smith.

Allí, no solamente describe con elegancia y precisión el impacto de la mayor cantidad de dinero, sino que, en la parte del texto que leemos, presenta el que luego fuera llamado “efecto Cantillon”, esto es, que el impacto de la emisión de dinero no eleva a todos los precios por igual, sino que distorsiona los precios relativos. Acá un par de párrafos donde presenta esta idea:

“Supongamos ahora que a causa de la residencia de embajadores y viajeros extranjeros en Inglaterra se haya introducido en la circulación otro tanto de dinero del que había al principio; este dinero pasará primero por las manos de diversos artesanos, criados, empresarios, etc., que hayan participado en las empresas de transporte, diversiones, etc., de estos extranjeros; los industriales, colonos u otros empresarios sentirán el efecto de este aumento de dinero, gracias al cual se creará, en un gran número de personas, la costumbre de un gasto mayor que en el pasado, lo que en consecuencia encarecerá los precios del mercado. Incluso los hijos de estos empresarios y artesanos incurrirán en nuevos gastos: en esta situación de abundancia sus padres les darán dinero para sus placeres menudos, y con ellos comprarán pasteles y otras golosinas, y esta nueva cantidad de dinero se distribuirá de tal modo que ciertas personas antes privadas de dinero podrán ahora disponer de él. Muchas compras que anteriormente se hacían por evaluación se efectuarán en lo sucesivo con dinero en mano y, por consiguiente, será mayor la velocidad de circulación del dinero que la que antes existía en Inglaterra. De todo esto induzco que cuando se introduce doble cantidad de dinero en un Estado no siempre se duplica el precio de los productos y mercaderías. Un río que se desliza y serpentea por su cauce no corre con doble rapidez porque se duplique el caudal de sus aguas. La proporción de carestía que el aumento y la cantidad de dinero introducen en un Estado dependerá del rumbo que este dinero imprima al consumo y a la circulación. Cualesquiera que sean las manos por donde pase el dinero que se ha introducido en la circulación aumentará naturalmente el consumo; pero este consumo será más o menos grande según los casos, y afectará en mayor o menor escala a ciertas especies de artículos o mercaderías, según el capricho de los que adquieren el dinero. Los precios de mercado se encarecerán más para ciertas especies que para otras, por abundante que sea el dinero. En Inglaterra el precio de la carne podrá encarecerse al triple, mientras que el precio del trigo sólo se aumenta en una cuarta parte.”

Y luego:
“De ello infiero que un aumento de dinero efectivo en un Estado provoca siempre, en él, un aumento de consumo y la costumbre de un más elevado nivel de gastos. Pero la carestía originada por ese incremento de dinero no se distribuye por igual entre todas las especies de productos y mercaderías, proporcionalmente a la cantidad de dinero incrementado, a menos que dicho incremento penetre por los mismos canales de circulación que el dinero primitivo, es decir, a menos que los que ofrecían en los mercados una onza de plata no sean los mismos y los únicos que allí ofrecen ahora dos onzas, cuando la cantidad de dinero en circulación se duplica, lo que nunca ocurre. Se comprende, así, que cuando en un Estado se introduce una respetable cantidad de dinero excedente, este dinero nuevo dé un nuevo giro al consumo, e incluso una nueva velocidad a la circulación, si bien no es posible indicar en qué medida.”

Caps 2 y 3: Fallas de mercado y bienes públicos: ¿también globales? ¿incluyen el combate contra la pandemia?

Con los alumnos de la UBA Derecho vemos los Caps 2 y 3, donde se trata la teoría de las así llamadas «fallas de mercado» y consideramos también las soluciones de políticas públicas que se proponen. El tema de la existencia de bienes públicos «globales» plantea un tema interesante, particularmente en estos momentos de pandemia, ya que quienes plantean que los bienes públicos han de ser provistos por el Estado deberían sostener la necesidad de un Estado global. Y si aceptan que algunos bienes públicos globales son provistos ahora sin tal Estado, entonces puede ser que se provean sin necesidad de un monopolio.

El proceso de globalización, o la movilización de recursos por todo el mundo, plantea, para algunos autores, no solo la necesidad de bienes públicos nacionales, sino también “globales”. Sus características principales serían (Kaul et al 1999, p. 2) las ya mencionadas de no exclusión y no rivalidad en el consumo, y que sus beneficios sean “cuasi universales” en términos de países —cubriendo más de un grupo de países—, pueblos —llegando a varios, preferiblemente todos—, grupos poblacionales y generaciones —extendiéndose tanto a generaciones presentes como futuras, o por lo menos cubriendo las necesidades de las generaciones actuales, sin eliminar las opciones de desarrollo para generaciones futuras—. En tales circunstancias, pocas cosas quedan fuera de esta definición y la lista de bienes públicos aumenta considerablemente.

Estos autores clasifican a los bienes en públicos puros y públicos impuros. Los primeros fueron definidos antes y a nivel global se presenta como ejemplo la paz, ya que, “cuando existe, todos los ciudadanos de un país pueden disfrutarla y su gozo, digamos, por poblaciones rurales no reduce los beneficios de las poblaciones urbanas”. Ya hemos comentado antes el grado de colectividad de la defensa; ahora se suman también en esta categoría la provisión de la ley y el orden, y un buen manejo macroeconómico. En cuanto a los bienes públicos impuros, serían aquellos que cumplen parcialmente con las características mencionadas: es decir, son parcialmente no rivales o parcialmente no excluyentes. Como ejemplo, Kaul y otros plantean el caso del consumo de una comida nutritiva, que a primera vista parece ser un bien privado, pero que también brinda beneficios públicos, ya que mejora la salud y con ella la posibilidad de adquirir habilidades para desempeñar un trabajo productivo, lo cual beneficiaría no solamente a la familia, sino también a la sociedad en su conjunto, pese a que los beneficios inmediatos sean mayormente privados.

Está claro que con esta definición no hay bien o servicio alguno que no tenga algún tipo de impacto en los demás. Y en tanto vivamos en sociedad, parece que esto es inevitable. La discusión no es que produzcan o no produzcan algún tipo de impacto, sino cómo considerar si ese impacto es negativo o positivo, siendo que las valoraciones son subjetivas, y si el Estado es el único capaz de proporcionar determinados bienes. Así, “males” públicos demandarían soluciones colectivas que serían “bienes” públicos, incluyendo, según Kaul y otros, las crisis bancarias, crímenes y fraudes en Internet, problemas sanitarios debidos al mayor comercio y transporte de personas, y también del incremento de actividades riesgosas, como el abuso de las drogas y el tabaquismo.

Un programa para aliviar la pobreza en África, por ejemplo, sería un bien público global si, además de mejorar la situación de esa población contribuyera también a prevenir conflictos, o a fortalecer la paz internacional, o a reducir el deterioro ambiental, o a mejorar las condiciones sanitarias globales. Las organizaciones internacionales y las ONG internacionales serían las que proporcionan este tipo de bienes públicos globales (Martin 1999).

Pero si se pudiera justificar la existencia de cualquier bien o servicio con efectos para terceros por el hecho de ser proporcionado por el Estado, o a través de organismos internacionales financiados por los Estados, o en última instancia por contribuyentes nacionales, entonces prácticamente “todo” tiene características de bien público. Un bien público “puro” no sería ya un bien económico, como en el caso del aire puro; y todos los demás serían “impuros” y sujetos a ser proporcionados mediante decisiones políticas, y no por la decisión de los consumidores tomadas en el mercado.

Stiglitz (1999), por ejemplo, considera que el “conocimiento sobre el desarrollo” es un bien público que debería ser provisto por instituciones como el Banco Mundial. Es cierto que las ideas tienen características de bien público, ya que, una vez producidas, su costo de reproducción es mas bien bajo. Esto lleva a dicho autor a pensar que serán “subproducidas” en el mercado, problema que se puede superar con la provisión pública. Sin embargo, el ejemplo no podría ser peor elegido: una gran cantidad de autores han escrito sobre el tema y propuesto enseñanzas sobre el mismo, desde Adam Smith en La riqueza de las naciones hasta una gran cantidad de autores contemporáneos. ¿Por qué hacen eso, si luego, cuando un país se desarrolla —siguiendo, por ejemplo, las enseñanzas de Adam Smith— este o sus sucesores no pueden excluir a quienes implementaron esas ideas y no pagaron por esos beneficios? En otros términos: una vez que dicen cómo se desarrolla un país, nadie parece que les va a pagar por ello; entonces no habría propuestas y el mercado fracasaría en proporcionarlas.

Nada de eso sucede en la realidad, sino todo lo contrario: hay un sinnúmero de libros y artículos sobre las causas del desarrollo económico; un activo mercado de ideas donde compiten las propuestas de Stiglitz con muchas otras. ¿Por qué ofrecen los autores estas ideas, si luego no pueden cobrar por ellas? Existe una gran cantidad de incentivos para hacerlo: el autor cobra un porcentaje por las ventas de sus libros; es invitado a conferencias donde recibe honorarios, viaja a lugares que nunca conocería de otra forma y se aloja en los mejores hoteles; puede llegar hasta recibir el Premio Nobel, que, además de ser un premio suculento, le garantiza un flujo de ingresos asegurado de ahí en adelante, como sabe muy bien el mismo Stiglitz, que lo ha recibido[1].

[1]. “Gran parte del conocimiento que se necesita para el desarrollo exitoso no es patentable; no es el conocimiento que subyace en nuevos productos o procesos. Más bien, es conocimiento fundamental: cómo organizar empresas, cómo organizar sociedades, cómo vivir vidas más saludables de forma que ayudan al medio ambiente. Es conocimiento que afecta la fertilidad y el conocimiento acerca del diseño de políticas económicas que promueven el crecimiento económico” (Stiglitz 1999, p. 318). “Las ideas presentadas hasta aquí dejan en claro que ese conocimiento es un bien público, y sin un apoyo público activo, habrá una sub-provisión de ese bien. Las instituciones internacionales, incluyendo al Banco Mundial y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) cumplen un papel especial en la producción y diseminación de este conocimiento” (p. 319).

Lukewarming, quiere decir «entibiando». Eso pasa con el cambio climático, no un cambio brutal

Lecturas de cuarentena: Muy bueno el libro de Patrick Michaels y Paul Knappenberger, titulado “Lukewarming: The New Climate Science that Changes Everything”, publicado por el Cato Institute en 2016.

Comienza con una increíble anécdota de cómo dos poderosos senadores, John Kerry y Tim Wirth, planearon que en una famosa presentación del tema en el Congreso de los Estados Unidos por parte de James Hansen, investigador de la NASA, prepararon el “ambiente” para tratar el tema del calentamiento global en el verano de 1988, haciendo que se abrieran las ventanas del edificio antes de la reunión y se apagaran los aires acondicionados. Así, hacía un calor de morirse, y a Hansen le caían las gotas por la frente mientras hablaba.

A los pocos días CNN hizo una encuesta de llamadas y la gran mayoría afirmaba que el calor y la sequía de ese verano eran causados por la emisión de CO2. Ahí empezó el tema.

El título del libro es interesante porque lukewarming se traduce como “entibiando”, y lo que los autores sostienen es que, efectivamente, ha habido un aumento de las temperaturas promedio, pero que es mucho más bajo de lo que los modelos auguraban, y que la respuesta no es que los gobiernos hagan nada drástico o el mundo elimine el capitalismo global, sino permitir que nos acomodemos a esa nueva circunstancia.

Por ejemplo, veamos este gráfico donde aparecen las proyecciones del IPCC, International Panel for Climate Change y las observaciones tomadas tanto por globos climáticos como satélites:

EL NUEVO MUNDO DE LOS CORONA-ZOMBIES: Artículo en Perfil

Artículo en Perfil: https://www.perfil.com/noticias/coronavirus/el-nuevo-mundo-de-los-corona-zombies.phtml

EL NUEVO MUNDO DE LOS CORONA-ZOMBIES

Martín Krause

Profesor de Economía, Universidad de Buenos Aires y Consejo Académico, Fundación Libertad y Progreso

En estos tiempos de cuarentena sobra el tiempo para seguir las últimas noticias sobre el avance o no del Covid-19 y para, entre otras cosas, mirar temporadas enteras de series y despejar la mente. También hay algunas que nos plantean temas que, de una u otra forma, podríamos vincular con lo que ocurre, aunque en general plantean distopías mucho más dramáticas que lo que estamos viviendo.

Una de ellas es “The Walking Dead”, la saga sobre zombies, sobre esa epidemia que azotó al mundo convirtiendo a muchos en esos temibles muertos-vivos que transmiten la peste a puro mordiscón. Puede parecer otra creación más destinada a captar nuestra atención a través de violencia y un atrapante guión pero plantea, además, algunos temas más profundos.

En el escenario planteado por la serie un policía de la ciudad de Atlanta se despierta luego de un largo coma y encuentra que la sociedad a colapsado ante la pandemia de los zombies, el estado ha desaparecido y el mundo ha vuelto a un verdadero “estado de naturaleza”, hasta ahora utilizado como una figura ideal por los filósofos políticos clásicos.

En esa situación previa a un supuesto contrato social se plantea la cuestión sobre la naturaleza humana: ¿qué somos, cooperadores o depredadores? Para Thomas Hobbes somos esto último, por eso la necesidad de que, como fruto de ese contrato creemos esa agencia que llamamos estado, con mucho poder para imponer una disciplina y orden necesarios para frenar y castigar esas conductas depredadoras. Para John Locke somos cooperadores, y el contrato social tiene como objetivo proteger esa cooperación natural entre seres humanos.

Para Adam Smith somos esencialmente cooperadores tanto a partir de la “simpatía” que tenemos hacia los demás, que nos lleva a ponernos en su lugar y entender sus circunstancias (en su libro Teoría de los Sentimientos Morales), como también a partir de la búsqueda del interés personal (La Riqueza de las Naciones), que nos lleva a atender las necesidades de otros para poder alcanzar las propias. No somos perfectos, también tenemos algo del instinto depredador.

La economía moderna ha confirmado esto. La economía experimental es un área relativamente joven de esta disciplina que busca comprender los comportamientos humanos en entornos de incentivos controlados creados por el experimentador. Muchas universidades tienen ya centros de experimentación y la producción académica en este ámbito es amplia.

Una de las áreas más activas es la que se relaciona en cierta forma con el fenómeno de la pandemia que estamos viviendo, o más bien de su posible solución. Se trata de los experimentos que analizan la provisión voluntaria de bienes públicos.

Bienes públicos

Será necesario primero aclarar qué significa para la economía un “bien público”. Para el derecho es un bien o servicio que provee el estado, pero para la economía es uno que tiene tales características que no sería provisto voluntariamente, por el mercado, y “debería” entonces ser provisto por el estado. La razón del fracaso de la acción voluntaria seria que por las características del bien no se puede excluir de su uso a quienes no pagan. El típico caso tratado en la teoría económica es el de un faro donde, por un lado, no se puede excluir a un barco que no pague de guiarse por su luz, y al mismo tiempo tampoco sería eficiente ya que la misma luz puede ser vista por todos (no hay “rivalidad en el consumo”, el consumo de uno no reduce el consumo que otro pueda hacer).

En este caso, la pandemia sería un “mal público” y su combate un “bien público” que no podría proveerse voluntariamente, de allí que sean los estados quienes impongan su poder de coerción, que nos “obliguen” a cooperar. Es decir, predomina nuestro instinto no-cooperativo y debemos ser forzados a hacerlo. Hobbes tenía razón.

No obstante, las investigaciones en experimentos sobre la provisión voluntaria de bienes públicos muestran una situación diferente. A través de ciertos mecanismos sociales la cooperación voluntaria no solamente es posible, sino que se sostiene en el tiempo a pesar de la existencia de depredadores. La noticia nos muestra que unos de estos robaron un camión con barbijos, pero no nos muestran que la abrumadora mayoría coopera voluntariamente aislándose durante la cuarentena. Ésta puede haber sido decretada por el gobierno pero su cumplimiento es esencialmente voluntario, el estado no tendría la capacidad de controlar a los más de 40 millones de argentinos para que no tengan contacto entre sí.

Cooperación

La economía experimental ha analizado las conductas ante dilemas de bienes públicos y muestra que, en general, un 55% de nosotros somos cooperadores condicionales, un 10% son altruistas, un 23% son “free riders” no cooperadores y un 12% fluctúa entre estos distintos grupos. El altruista es aquél que coopera siempre, el free rider se aprovecha siempre, y el cooperador condicional es aquél que coopera si el otro o los demás cooperan.

La teoría muestra también que un mundo de altruistas no tendría futuro ya que sería invadido por los depredadores. Uno de cooperadores condicionales se sostiene, porque éstos castigan a los depredadores, ya sea no interactuando con ellos. La sanción “social” al no cooperador es entonces de fundamental importancia para sostener la cooperación.

Pero castigar al no cooperador puede ser costoso. Uno camina por la calle y recrimina a quien no levanta lo que su perro deja y tal vez reciba una mala reacción como respuesta, mejor que lo haga otro. Y si nadie sanciona esas conductas, entonces los no cooperadores persisten.

Las sociedades más prósperas son también aquellas donde la mayor parte de las normas las imponen las mismas personas. Es cuando uno tira un papel en la calle y viene alguien a decirle que eso no se hace, que hay cestos para la basura.

Lo mismo con el aislamiento preventivo ante la pandemia, el control social puede imponer la cooperación, pero si predomina el castigo a los que castigan esto fracasa.

Estamos entonces ante una gran oportunidad para aprender una fundamental lección. Si somos capaces nosotros mismos de imponer los controles necesarios para combatir el corona virus, entonces aprenderemos los beneficios de la cooperación voluntaria y descubriremos cuántos otros “bienes públicos” podemos proveer en forma cooperativa y voluntaria.

Incluso estas soluciones pueden no ser tan draconianas y costosas como las que el estado impone. Con aislar a nuestros mayores, mantener la distancia social y otras medidas podríamos tal vez también mantener en funcionamiento al proceso productivo antes de que llegue el momento en que nos preocupe mucho más la escasez de bienes y servicios que la extensión del virus.

Y cuando esto pase, como pasó la fiebre amarilla en 1871 gracias a la cooperación voluntaria de los vecinos de Buenos Aires, veremos si somos capaces de ser una sociedad de cooperadores condicionales o somos zombies.

Alberdi sobre la protección a la industria: el art. 14 dice que hay libertad de ejercer toda industria

Con los alumnos de la UBA Derecho vemos a Alberdi en Sistema Económico y Rentístico y la protección de la industria:

Las leyes protectoras, las concesiones temporales de privilegios y las recompensas de estímulo son, según el artículo citado, otro medio que la Constitución pone en manos del Estado para fomentar la industria fabril que está por nacer.

Este medio es delicadísimo en su ejercicio, por los errores en que puede hacer caer el legislador y estadista inexpertos, la analogía superficial o nominal que ofrece con el aciago sistema proteccionista de exclusiones privilegiarías y de monopolios.

Para saber qué clase de protección, qué clase de privilegios y de recompensas ofrece la Constitución como medios, es menester fijarse en los fines que por esos medios se propone alcanzar. Volvamos a leer su texto, con la mira de investigar este punto que importa a la vida de la libertad fabril. Corresponde al Congreso (dice el art. 64) proveer lo conducente a la prosperidad del país, etc., promoviendo la industria, la inmigración, la construcción de ferrocarriles y canales navegables, la colonización de tierras de propiedad nacional, la introducción y establecimiento de nuevas indus-trias, la importación de capitales extranjeros y la exploración de los ríos interiores (¿por qué medio? – la Constitución prosigue), por leyes protectoras de estos FINES, y por concesiones temporales de privilegios y recompensas de estimulo (protectoras igualmente de esos FINES, se supone) .

Según esto, los FINES que las leyes, los privilegios y las recompensas están llamados a proteger, son:

La industria,

La inmigración,

La construcción de ferrocarriles y canales navegables,

La colonización de tierras de propiedad nacional,

La introducción y establecimiento de nuevas industrias,

La importación de capitales extranjeros,

Y la exploración de los ríos interiores.

Basta mencionar estos FINES para reconocer que los medios de protección que la Constitución les proporciona, son la libertad y los privilegios y recompensas conciliables con la libertad.

En efecto, ¿podría convenir una ley protectora de la industria por medio de restricciones y prohibiciones, cuando el art. 14 de la Constitución concede a todos los habitantes de la Confederación la libertad de trabajar y de ejercer toda industria? Tales restricciones y prohibiciones serían un medio de atacar ese principio de la Constitución por las leyes proteccionistas que las contuviesen; y esto es precisamente le que ha querido evitar la Constitución cuando ha dicho por su artículo 28: – Los principios, derechos y garantías reconocidos en los anteriores artículos, no podrán ser alterados por las leyes que reglamenten su ejercicio. Esta disposición cierra la puerta a la sanción de toda ley proteccionista, en el sentido que ordinariamente se da a esta palabra de prohibitiva o restrictiva.

¿Qué somos, altruistas o egoístas? El dilema de Adam Smith y la economía experimental

Con los alumnos de Historia del Pensamiento Económico I, de Económicas, UBA, completamos el análisis de las contribuciones de Adam Smith y los escoceses leyendo un artículo de otro Smith, Vernon, premio Nobel de Economía 2002 por sus aportes para el desarrollo de la economía experimental. El artículo se llama “Las dos caras de Adam Smith”:

Vernon Smith - copia

“No es de la benevolencia del carnicero, del cervecero, o del panadero, de quienes debemos esperar nuestra cena, sino de la preocupación de estos por sus propios intereses… Esta división del trabajo no está originada en ninguna sabiduría humana, que anticipa y procura la opulencia a la que da lugar. Lo está en la necesaria, aunque muy lenta y gradual consecuencia, de una cierta propensión que observamos en su naturaleza, que sin buscar esa utilidad generalizada, lo inclina al trueque e intercambio de una cosa por otra”. La riqueza de las naciones, Adam Smith, 1776

“No importa cuán egoísta se suponga al hombre, es evidente que hay ciertos principios en su naturaleza que lo hacen interesarse en la fortuna de los demás, y transforman la felicidad de aquellos en necesaria para él, aunque no obtenga de eso otro placer más que observarla”. La teoría de los sentimientos morales, Adam Smith, 1759

Para Vernon Smith, como para Coase en un post anterior, no hay contradicción y recurre a la antropología y la sicología evolutiva para concluir:

“Sin embargo, estas dos visiones no son inconsistentes si reconocemos como un rasgo distintivo fundamental de los homínidos su propensión universal al intercambio social. Esta propensión se expresa tanto en el intercambio personal en las transacciones sociales en pequeños grupos, como en el comercio impersonal, por medio de extensos mercados de grandes grupos. De esa manera, podemos decir que Smith tenía solo un axioma de comportamiento: “la propensión al trueque e intercambio de una cosa por otra”, donde los objetos de intercambio los interpretaré de tal manera que incluyan no solo bienes, sino también regalos, asistencia y favores, fundados en la simpatía y preocupación por los demás. Esto es, “en la generosidad, humanidad, amabilidad, compasión, amistad y estima” (Smith, 1759).”

“Como se puede observar en los registros etnográficos y en experimentos de laboratorio, ya sea que se intercambien bienes o favores, en ambos casos se producen ganancias, que son las que los seres humanos buscan incesantemente en todas las transacciones sociales. Así, este axioma de Adam Smith, interpretado de manera que incluya el intercambio de bienes y de favores -cuando éste ocurre en distintos instantes del tiempo-, así como el comercio de bienes -cuando éste es efectuado en un instante preciso del tiempo, ya sea por medio del dinero o por medio del trueque por otros bienes-, es suficiente para caracterizar la mayor parte de los emprendimientos sociales y culturales humanos. Esto explica por qué la naturaleza humana parece inducir a las personas a preocuparse simultáneamente de sí misma y de los demás, y permitiría entender el origen y fundamento último de los derechos de propiedad.”

“El derecho de propiedad es una garantía que permite que ciertos actos sean realizados por personas dentro de los marcos definidos por ese derecho. Nosotros automáticamente pensamos en el Estado como el garante contra represalias cuando los titulares del derecho lo ejercen. Pero los derechos de propiedad preceden a los estados-naciones, porque el intercambio social al interior de tribus sin Estado, y el comercio entre estas tribus precede a la revolución agrícola ocurrida hace solo 10.000 años, un mero pestañeo en la escala de tiempo de la emergencia de los humanos. Tanto el intercambio social como el comercio reconocen implícitamente derechos mutuos para actuar que se traducen en lo que normalmente llamamos “derechos de propiedad”. ¿En qué sentido son estos derechos “naturales”? La respuesta, creo, se encuentra en la universalidad, espontaneidad y valor adaptativo evolucionario de la reciprocidad. La reciprocidad en nuestro actuar, que se observa en la conducta humana (y también prominentemente en la de nuestros parientes cercanos, los chimpancés), es el fundamento de nuestro rasgo distintivo como criaturas de intercambio social, intercambio que hemos extendido para incluir el comercio con personas sin parentesco y también con miembros de otras tribus mucho antes que adoptáramos la agricultura y la ganadería como formas de vida.”

Cap 1 El Foro y el Bazar: órdenes espontáneos, subjetividad del valor, individualismo metodológico

Con los alumnos de Economía Política, UBA Derecho,vemos el Capítulo 1 de “El Foro y el Bazar” que introduce, en forma breve, las contribuciones fundamentales de la economía para entender el accionar de las personas en sociedad: individualismo metodológico, subjetividad del valor y órdenes espontáneos. Acá, respecto a este último tema:

Los fenómenos sociales son complejos. Algunos los llaman sistemas, aunque tal vez sea preferible utilizar la palabra orden. Los hay de dos tipos: construidos y espontáneos. Toda sociedad es un orden, ya que, si no lo fuera, la supervivencia sería imposible, pues dependemos de los demás para satisfacer la mayoría de nuestras necesidades. Un orden permite coordinar las acciones de los individuos, cada uno de los cuales persigue intereses propios, y será un orden superior en tanto permita un mayor grado de coordinación de estas acciones.

El orden creado o construido, al que Hayek pone el nombre de taxis (Hayek 2006, p. 60), sería un orden dirigido, como una organización, aunque se debe tener en cuenta que incluso toda organización tienen algún componente de espontaneidad. La empresa creada por un emprendedor puede responder a su diseño inicialmente, pero luego quien la conduce solo en términos generales decide hasta los mínimos aspectos de su conformación. Por otro lado, el orden espontáneo lleva el nombre de cosmos, resultado de la evolución.

Los órdenes construidos son relativamente simples, se limitan a la capacidad de quien los ha creado, son observables a simple vista y persiguen los fines de quien los crea. Los espontáneos, por el contrario, pueden ser mucho más complejos, no se observan fácilmente y tampoco tienen un objetivo en particular, por más que sean útiles. Pensemos en el lenguaje, por ejemplo. Los idiomas que conocemos actualmente son resultado de largos procesos evolutivos, de extrema utilidad para comunicarnos y para coordinar nuestros planes, y al mismo tiempo complejos y sutiles, mucho más que los intentos de idiomas creados como el esperanto. Se van modificando, además, a medida que se utilizan, y a pesar de alguna que otra autoridad que quisiera tener un control mayor, pero termina a la zaga del lenguaje que realmente utiliza la gente. Muchos idiomas no tienen una “academia” —sí el español—, pero de todas formas la evolución de este idioma depende más de las palabras que usa y deja de usar la gente que de las definiciones de la Real Academia de la Lengua. El orden social es extremadamente complejo, porque cada uno de los participantes tiene movimiento propio .

La complejidad de un orden está determinada por la cantidad de elementos que lo componen, las relaciones que estos tienen entre sí, y la regularidad de los mismos. Solamente cuando se trata de pocos elementos, con limitadas relaciones y una alta regularidad, podremos hacer alguna predicción con alguna certeza de que se cumplirá. Cuando los elementos son muchos y la regularidad alta, podremos tener también algún grado de certeza, pero solamente para predecir ciertas tendencias, no un resultado específico. Cuando los elementos son muchos y la regularidad baja, esa capacidad de predicción es prácticamente inexistente. Esas regularidades serán las que estudiaremos aquí.

Los órdenes espontáneos funcionan incluso cuando las reglas que permiten su funcionamiento no son conocidas. El ejemplo más importante de orden espontáneo en economía es la metáfora de Smith sobre la mano invisible, para describir el funcionamiento de los mercados y el sistema de precios. Gran parte de los que participan en los mercados desconocen las conclusiones de la ley de la demanda o la ley de la oferta, de la utilidad marginal, no obstante lo cual participan intensamente en el mercado y mediante el mismo coordinan sus acciones con las de los demás, trátese bien de otros productores o bien de consumidores.

Este gran orden espontáneo que es el mercado desafía con frecuencia la capacidad de comprensión de muchos que presienten alguna “mano visible” dictando los destinos de cierto mercado o de toda una economía. Pero eso no es posible. Sí lo es, sobre todo para el que cuenta con el poder público, distorsionar el funcionamiento del orden espontáneo con normas que traban o impiden su normal desempeño, o lo desvían a un punto distinto de aquel al que los demás hubieran preferido alcanzar.

Hay ciertas normas, resultado de procesos evolutivos, que permiten una mayor y mejor coordinación de las acciones individuales y con las que, por lo tanto, se obtienen mejores resultados en la satisfacción de las necesidades humanas. Permiten acercarse al “equilibrio” como un resultado final en el que todas las acciones han sido coordinadas.