James Buchanan y el análisis económico de la política o teoría de la elección pública: la política sin romanticismo

Con los alumnos de Historia del Pensamiento Económico I, Económicas UBA, vemos al principal autor del llamado “análisis económico de la política”, James Buchanan, en un artículo titulado “Política sin Romanticismos”

Así describe el objetivo de la “teoría de la elección pública” o Public Choice:

“En esta conferencia me propongo resumir la aparición y el contenido de la «Teoría de la Elección Pública», o, alternativamente, la teoría económica de la política, o «la Nueva Economía Política». Esta tarea de investigación únicamente ha llegado a ser importante en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. De hecho, en Europa y Japón, la teoría sólo ha llegado a constituir el centro de atención de los estudiosos en los años setenta; los desarrollos en América provienen de los años cincuenta y sesenta. Como espero que mis observaciones sugieran, la Teoría de la Elección Pública no carece de antecedentes, especialmente en el pensamiento europeo de los siglos XVIII y XIX. El Eclesiastés nos dice que no hay nada nuevo bajo el sol y en un sentido auténtico tal pretensión es seguramente correcta, especialmente en las llamadas «ciencias sociales». Sin embargo, en el terreno de las ideas dominantes, la »elección pública» es nueva, y esta subdisciplina, situada a mitad de camino entre la Economía y la Ciencia Política, ha hecho cambiar la forma de pensar de muchas personas. Si se me permite utilizar aquí la manida expresión de Thomas Kuhn, creo que podemos decir que un viejo paradigma ha sido sustituido por otro nuevo. 0, retrocediendo un poco más en el tiempo y utilizando la metáfora de Nietzsche, ahora nosotros miramos algunos aspectos de nuestro mundo, y especialmente nuestro mundo de la política, a través de una ventana diferente.

El título principal que he dado a esta conferencia, «Política sin romanticismos» fue escogido por su precisión descriptiva. La Teoría de la Elección Pública ha sido el vehículo a través del cual un conjunto de ideas románticas e ilusiones sobre el funcionamiento de los Gobiernos y el comportamiento de las personas que gobiernan ha sido sustituido por otro conjunto de ideas que incorpora un mayor escepticismo sobre lo que los Gobiernos pueden hacer y sobre lo que los gobernantes harán, ideas que sin duda son más acordes con la realidad política que todos nosotros podemos observar a nuestro alrededor. He dicho a menudo que la elección pública ofrece una «teoría de los fallos del sector público» que es totalmente comparable a la «teoría de los fallos del mercado» que surgió de la Economía del bienestar de los años treinta y cuarenta. En aquel primer esfuerzo se demostró que el sistema de mercados privados fallaba en ciertos aspectos al ser contrastado con los criterios ideales de eficiencia en la asignación de los recursos y en la distribución de la renta. En el esfuerzo posterior, en la elección pública, se demuestra que el sector público o la organización política falla en ciertos aspectos cuando se la contrasta con la satisfacción de criterios ideales de eficiencia y equidad. Lo que ha ocurrido es que hoy encontramos pocos estudiosos bien preparados que están dispuestos a intentar contrastar los mercados con modelos ideales. Ahora es posible analizar la decisión sector privado-sector público que toda comunidad ha de tomar en términos más significativos, comparando los aspectos organizativos de varias alternativas realistas.

Parece cosa de elemental sentido común comparar las instituciones tal como cabe esperar que de hecho funcionen en lugar de comparar modelos románticos de cómo se podría esperar que tales instituciones funcionen. Pero este criterio tan simple y obvio desapareció de la conciencia culta del hombre occidental durante más de un siglo. Tampoco puede en absoluto decirse que esta idea sea aceptada hoy de forma general. Tenemos que admitir que la mística socialista de que el Estado, la política, consiguen alcanzar de alguna manera el «bien público» trascendente pervive todavía entre nosotros bajo diversas formas. E incluso entre aquellos que rechazan tal mística hay muchos que buscan incesantemente el ideal que resolverá el dilema de la política.”

No son muchos, pero hay casos de países con distinta calidad institucional en el ámbito de la política y del mercado

El ICI comenzó a ser producido en 2007, luego hemos extendido sus resultados hasta el año 1996, por lo que contando este último, tenemos ya 22 años de análisis comparativo. En ese período, las posiciones de los países mejor ubicados han cambiado en un sentido o en otro, y entre los que se destacan en este grupo de elite y no estaban entre los 25 mejores en 1996 tenemos a Estonia (que pasó de 39°a 15°), Taiwán ( de 33° a 20°)y  Lituania (de 62° a 22°. Los países bálticos son un ejemplo de reforma y avance institucional.

Ahora bien, el ICI está compuesto por dos subíndices que buscan reflejar la calidad de las instituciones políticas por un lado, y las de mercado por otro. Y si bien aquellos países de mejor calidad tienen buen desempeño en ambas, se encuentran algunas interesantes diferencias, ya que hay países con un claro mejor desempeño en las primeras, y otros en las segundas, aunque no se encuentran casos de muy buen desempeño en unas y muy malo en otras.

País Política País Mercado
1 Noruega 0,9907 1 Singapur 0,9939
2 Suecia 0,9898 2 Hong Kong RAE, China 0,9816
3 Finlandia 0,9863 3 Nueva Zelandia 0,9723
4 Dinamarca 0,9853 4 Reino Unido 0,9529
5 Suiza 0,9774 5 Suiza 0,9516
6 Países Bajos 0,9744 6 Estados Unidos 0,9495
7 Nueva Zelandia 0,9594 7 Dinamarca 0,9305
8 Luxemburgo 0,9577 8 Canadá 0,9274
9 Canadá 0,9398 9 Australia 0,9222
10 Bélgica 0,9343 10 Irlanda 0,9136
11 Islandia 0,9318 11 Taiwan, China 0,9089
12 Alemania 0,9246 12 Finlandia 0,9039
13 Irlanda 0,9171 13 Alemania 0,9036
14 Austria 0,9098 14 Países Bajos 0,8984
15 Australia 0,9082 15 Emiratos Arabes Unidos 0,8936
16 Reino Unido 0,8986 16 Estonia 0,8935
17 Estonia 0,8826 17 Suecia 0,8871
18 Estados Unidos 0,8708 18 Noruega 0,8815
19 Barbados 0,8607 19 Lituania 0,8732
20 Portugal 0,8504 20 Austria 0,8618
21 Japón 0,8408 21 Japón 0,8497
22 Francia 0,8389 22 Corea, República de 0,8453
23 Santa Lucía 0,8326 23 Chile 0,8392
24 San Vicente y las Granadinas 0,8265 24 República Checa 0,8362
25 Palau 0,8214 25 Georgia 0,8317

 

Los casos son conocidos: Hong Kong y Singapur obtienen las primeras posiciones en instituciones de mercado pero están más atrás en las políticas. Precisamente, uno de los objetivos del ICI ha sido siempre evaluar ambas, entendiendo que las oportunidades que se presentan a los individuos dependen de unas y otras. Y, como siempre, vale la pena destacar que los países nórdicos (Noruega, Suecia, Finlandia, Dinamarca), generalmente destacados como países con fuertes estados benefactores, se encuentran también entre los 25 primeros en instituciones de mercado.  En cuanto a nuestra región se refiere, se destaca la presencia de algunos países caribeños entre los de mejor institucionalidad política, como Barbados, Santa Lucía y San Vicente y las Granadinas. El único latinoamericano en este lote es Chile en cuanto a las instituciones de mercado se refiere.

Política sin «romanticismo», sin ilusiones sobre el funcionamiento de los gobiernos y los intereses de los políticos

Con los alumnos de Historia del Pensamiento Económico I, Económicas UBA, vemos al principal autor del llamado “análisis económico de la política”, James Buchanan, en un artículo titulado “Política sin Romanticismos”

Así describe el objetivo de la “teoría de la elección pública” o Public Choice:

“En esta conferencia me propongo resumir la aparición y el contenido de la «Teoría de la Elección Pública», o, alternativamente, la teoría económica de la política, o «la Nueva Economía Política». Esta tarea de investigación únicamente ha llegado a ser importante en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. De hecho, en Europa y Japón, la teoría sólo ha llegado a constituir el centro de atención de los estudiosos en los años setenta; los desarrollos en América provienen de los años cincuenta y sesenta. Como espero que mis observaciones sugieran, la Teoría de la Elección Pública no carece de antecedentes, especialmente en el pensamiento europeo de los siglos XVIII y XIX. El Eclesiastés nos dice que no hay nada nuevo bajo el sol y en un sentido auténtico tal pretensión es seguramente correcta, especialmente en las llamadas «ciencias sociales». Sin embargo, en el terreno de las ideas dominantes, la »elección pública» es nueva, y esta subdisciplina, situada a mitad de camino entre la Economía y la Ciencia Política, ha hecho cambiar la forma de pensar de muchas personas. Si se me permite utilizar aquí la manida expresión de Thomas Kuhn, creo que podemos decir que un viejo paradigma ha sido sustituido por otro nuevo. 0, retrocediendo un poco más en el tiempo y utilizando la metáfora de Nietzsche, ahora nosotros miramos algunos aspectos de nuestro mundo, y especialmente nuestro mundo de la política, a través de una ventana diferente.

El título principal que he dado a esta conferencia, «Política sin romanticismos» fue escogido por su precisión descriptiva. La Teoría de la Elección Pública ha sido el vehículo a través del cual un conjunto de ideas románticas e ilusiones sobre el funcionamiento de los Gobiernos y el comportamiento de las personas que gobiernan ha sido sustituido por otro conjunto de ideas que incorpora un mayor escepticismo sobre lo que los Gobiernos pueden hacer y sobre lo que los gobernantes harán, ideas que sin duda son más acordes con la realidad política que todos nosotros podemos observar a nuestro alrededor. He dicho a menudo que la elección pública ofrece una «teoría de los fallos del sector público» que es totalmente comparable a la «teoría de los fallos del mercado» que surgió de la Economía del bienestar de los años treinta y cuarenta. En aquel primer esfuerzo se demostró que el sistema de mercados privados fallaba en ciertos aspectos al ser contrastado con los criterios ideales de eficiencia en la asignación de los recursos y en la distribución de la renta. En el esfuerzo posterior, en la elección pública, se demuestra que el sector público o la organización política falla en ciertos aspectos cuando se la contrasta con la satisfacción de criterios ideales de eficiencia y equidad. Lo que ha ocurrido es que hoy encontramos pocos estudiosos bien preparados que están dispuestos a intentar contrastar los mercados con modelos ideales. Ahora es posible analizar la decisión sector privado-sector público que toda comunidad ha de tomar en términos más significativos, comparando los aspectos organizativos de varias alternativas realistas.

Parece cosa de elemental sentido común comparar las instituciones tal como cabe esperar que de hecho funcionen en lugar de comparar modelos románticos de cómo se podría esperar que tales instituciones funcionen. Pero este criterio tan simple y obvio desapareció de la conciencia culta del hombre occidental durante más de un siglo. Tampoco puede en absoluto decirse que esta idea sea aceptada hoy de forma general. Tenemos que admitir que la mística socialista de que el Estado, la política, consiguen alcanzar de alguna manera el «bien público» trascendente pervive todavía entre nosotros bajo diversas formas. E incluso entre aquellos que rechazan tal mística hay muchos que buscan incesantemente el ideal que resolverá el dilema de la política.”

Bruno Leoni: en la política hay ganadores y perdedores; el mercado es diferente, pueden ganar todos

Con los alumnos de la materia Public Choice, analizamos las similitudes y las diferencias entre las decisiones que tomamos en el mercado y en la política. Si bien, los autores fundacionales de esta escuela enfatizaron la existencia de “intercambios” tanto en un caso como en el otro, también comprendieron sus diferencias. Éstas las señala aquí Bruno Leoni, en un artículo titulado “El Proceso Electoral y el Proceso de Mercado”, (Libertas 27, Octubre 1997) publicado originalmente en Il Político, vol. XXV, N° 4 (1960). Reproducido como apéndice en Freedorn and The Law, Liberty Fund Inc., Indianapolis 1991:

“Si bien pueden existir muchas similitudes entre los votantes y los operadores de mercado, las acciones de ambos distan mucho de ser semejantes. Los votantes no parecen tener normas de procedimiento que les permitan actuar con la flexibilidad, independencia, coherencia y eficiencia que demuestran los operadores del mercado, que hacen elecciones individuales. Por cierto, en ambos casos las acciones que se llevan a cabo son individuales, pero se impone la conclusión de que el voto es un tipo de acción individual que, casi de modo inevitable, sufre cierto grado de distorsión al ser ejercida.

Elecciones

La legislación, considerada como resultado de la decisión colectiva de un grupo -sea la de todos los ciudadanos, como en las democracias directas de la antigüedad, o la de algunas pequeñas unidades democráticas en la edad media o en los tiempos modernos-, parece ser un proceso de creación de leyes que casi no puede ser identificado con el proceso de mercado. Únicamente los votantes que pertenecen a las mayorías triunfadoras (si, por ejemplo, se vota por la regla de la mayoría) son comparables a los operadores del mercado.

En cuanto a aquellos que integran las minorías perdedoras, ni siquiera pueden compararse con los que operan en el mercado en pequeña escala, porque debido a la divisibilidad de los bienes (que constituye el caso más frecuente) éstos al menos pueden encontrar algo que elegir y obtenerlo, siempre que paguen el precio correspondiente. La legislación es el resultado de una decisión de todo o nada. O se gana, y entonces se consigue exactamente lo que se desea, o se pierde y no se consigue nada en absoluto. Lo que es aun peor, se obtiene algo que no se quiere y se paga por ello lo mismo que si se lo hubiera deseado. En este sentido, los que ganan y los que pierden en una votación son como los vencedores y los vencidos en un campo de batalla. En efecto, la votación es más bien el símbolo de un combate que la reproducción de una operación de mercado.

Bien mirado, no hay nada de «racional» en el acto de votar que pueda compararse con la racionalidad imperante en el mercado. Obviamente, la votación puede estar precedida por argumentaciones y negociaciones, y en este sentido sería tan racional como una operación en el mercado; pero cuando llega el momento de emitir el voto, ya no se puede argumentar o negociar más. El individuo se encuentra en otro plano. Las boletas se acumulan como si se acumularan piedras o conchillas, lo que implica que uno no gana porque tenga más razón que otros, sino sólo porque cuenta con más boletas. En esta operación no se tienen socios ni interlocutores, sólo aliados o enemigos. Por supuesto que la acción de un individuo puede ser considerada tan racional como las de sus aliados y las de sus enemigos, pero el resultado final no es algo que pueda explicarse sencillamente como un escrutinio o una combinación de sus razones y las de aquellos que votaron en su contra. Este aspecto de la votación se refleja naturalmente en el lenguaje que emplean los políticos: éstos hablan de muy buena gana de campañas que se deben emprender, de batallas que es preciso ganar, de enemigos contra los cuales hay que luchar.

Ése no es el lenguaje del mercado, y la razón es obvia: en el mercado la oferta y la demanda no sólo son compatibles sino complementarias; en la arena política, a la que pertenece la legislación, la elección de los ganadores por un lado y la de los perdedores por otro no son complementarias, ni siquiera compatibles. Es sorprendente comprobar cómo los teóricos y el ciudadano común pasan por alto esta consideración tan simple -más bien diría tan evidente- sobre la naturaleza de las decisiones grupales (y en particular sobre la votación, que es el procedimiento usual para tomarlas).

La democracia como proceso de descubrimiento: ¿existe una economía «austriaca» de la política?

Existe, por supuesto, una “teoría económica de la política”, que se suele llamar “Teoría de la Elección Pública” o “Public Choice”. Ahora bien, ¿existe una teoría económica ‘austriaca’ de la política? Esto lo trata Michael Wohlgemuth en el interesante artículo titulado “La democracia como un proceso de descubrimiento: hacia una “economía austriaca” del proceso político” (Libertas 34, 2001).

Comienza con dos citas”

“Es en sus aspectos dinámicos, mas que los estáticos, donde se prueba el valor de la democracia… El ideal de la democracia descansa en la creencia de que la visión que dirigirá al gobierno emerge de un proceso independiente y espontáneo”.

Friedrich A. Hayek (1960: 109)

“Las perspectivas que ofrecen algunos de los análisis sobre ordenes espontáneos que ocurren fuera de situaciones de equilibrio pueden resultar útiles en aplicaciones a la política como a la economía”.

Y comenta:

“No existe una Economía Austríaca de la democracia. Es cierto que economistas austríacos como Hayek, von Mises o Lachmann han estudiado a los sistemas e ideas políticas. El estado, su poder e instituciones, su papel en la protección o destrucción del orden espontáneo del mercado se encuentra en el centro de tratamientos clásicos como La Constitución de la Libertad (Hayek, 1960), Ley, Legislación y Libertad (Hayek, 1973; 1976; 1979), Socialismo (Mises 1936/76), Gobierno Omnipotente (Mises, 1944) o El legado de Max Weber (Lachmann, 1970). Y aun más notablemente, todo el proyecto de la teoría económica de la democracia es considerado a menudo como habiéndose iniciado con un “austríaco”: con la formulación de Schumpeter sobre Otra Teoría de la Democracia (1942: cap. 22)1.

Sin embargo, parece correcto decir que no existe una economía de la política específicamente austríaca. Lo que hoy se conoce como la economía de la política (esto es, el análisis positivo de la política aplicando las mismas herramientas y conceptos utilizados para el análisis positivo de los fenómenos económicos) no es economía austríaca sino neoclásica. La impresión común que brindan los economistas austríacos -aunque esto refleja una visión relativamente simplista y sesgada del asunto- es que los austríacos se interesan exclusivamente de conclusiones políticas normativas derivadas de su ideal sobre los procesos del mercado libre. Los austríacos no tienen renombre por analizar la política como es utilizando sus conceptos y herramientas austríacas específicas en una teoría del proceso político. Por lo tanto, parece haberse desarrollado una división del trabajo intelectual que ha producido dos áreas distintas de preocupación teórica: si quieres saber lo que los políticos no deberían hacer o poder hacer, pregúntale a los austríacos. Si quieres saber lo que los políticos hacen, cómo y porqué lo hacen, pregunta a los economistas de la Elección Pública (Public Choice).

Sin embargo, nuestra afirmación de que los austríacos no han estudiado sistemáticamente el funcionamiento de los procesos políticos con las mismas herramientas analíticas y conceptos básicos que utilizan para el estudio de los procesos de mercado debe ser afinada aun más. Hayek, Mises o Kirzner han estudiado los problemas de la planificación e intervención política utilizando los mismos conceptos derivados de las condiciones de la acción humana: la falta de conocimiento de los actores, la coordinación de planes individuales sujeta a las reglas del juego, y las posibilidades e incentivos para actuar bajo esas reglas. La inhabilidad de las agencias políticas (digamos, en un régimen de socialismo de mercado) para mimetizar los procesos reales del mercado o para dirigir exitosamente al orden espontáneo del mercado hacia fines políticos preconcebidos ha sido una aplicación muy destacada y exitosa de la economía austríaca al estudio de la política. En verdad, los argumentos políticos presentados en el debate sobre el cálculo produjeron resultados empíricamente valiosos que muchas evaluaciones neoclásicas de la política no parecen poder brindar.

Se había investigado mucho sobre los mercados, pero poco o nada sobre la política y el estado

Con los alumnos de la materia «Public Choice» leemos al mismo James Buchanan explicando el nacimiento de ésta área de la economía, en un artículo titulado: Elección Publica: Génesis y desarrollo de un programa de investigación:

Buchanan

Mi subtítulo caracteriza a la elección pública como un programa de
investigación en vez de como una disciplina o incluso como una subdisciplina
(la definición lakatosiana parece que cuadra muy bien). Un programa
de investigación exige aceptar un centro firme de supuestos que imponen
límites al dominio de la investigación científica, a la vez que, simultáneamente,
la protegen de críticas en esencia irrelevantes. El centro firme de la
elección pública se puede resumir en tres supuestos: (1) individualismo
metodológico, (2) elección racional, y (3) política-como-intercambio. Los
dos primeros bloques de esta construcción científica son los que le dan
forma a la economía más básica y generan pocas críticas desde el frente de
los economistas, aunque sean centrales en los ataques de los no economistas
a esta empresa en su conjunto. El tercer elemento del centro firme
es menos familiar y lo trataré de una forma más completa posteriormente.
Desde una perspectiva cronológica, este programa de investigación se
vincula a medio siglo, durante el cual se ha creado, desarrollado y madurado.
Aunque hubo precursores, algunos de los cuales se incluirán en el
relato que sigue, podemos fechar los orígenes de la elección pública a
mediados del siglo XX. Y, en sí mismo, este hecho es de gran interés.
Visto retrospectivamente, desde la ventajosa posición de 2003, el “hueco”
existente en la explicación científica para el que surgió la elección pública
parecía ser tan grande que el desarrollo del programa da la impresión de
haber sido inevitable.
Al salir de la Segunda Guerra Mundial, los gobiernos, incluso en las
democracias occidentales, estaban asignando entre un tercio y un medio
de su producto total a través de instituciones políticas de tipo colectivo en
vez de a través de los mercados. A pesar de ello, los economistas estaban
dedicando sus esfuerzos de manera casi exclusiva a explicaciones-interpretaciones
del sector de mercado. No se le dedicaba atención a la toma
de decisiones políticas de tipo colectivo. Los profesionales de la ciencia
política no lo hacían mejor. No habían desarrollado bases explicativas, no
contaban con teoría, por así decirlo, de las que se pudieran deducir hipótesis
falsables en términos operativos.
Así pues, el sector politizado de las interacciones sociales estaba, en
su conjunto, “pidiendo a gritos” modelos explicativos diseñados para
contribuir a la comprensión de la realidad empírica que se observaba. Mi
propia e insignificante primera aportación al tema (Buchanan, 1949) fue
poco más que un llamamiento dirigido a aquellos economistas que estudiaban
los impuestos y los gastos en el sentido de que prestaran alguna
atención a los modelos de políticas que se suponía estaban vigentes.

Los países con mejor calidad institucional: ¿tienen economías socialistas o mercados abiertos?

Con la Fundacion Libertad y Progreso presentamos el Índice de Calidad Institucional 2016. Desde que comenzamos a hacerlo hay cuatro países que siempre han ocupado las primeras cuatro posiciones, aunque intercambiando entre sí: Suiza, Nueva Zelanda, Dinamarca y Finlandia. Suele pensarse que estos son países que tienen «socialismos de Mercado». ¿Es asi?

Vale la pena señalar, sin embargo, que todos ellos también ocupan destacadas posiciones en cuanto a las instituciones de mercado se refiere. Así, Noruega, que encabeza la lista en cuando a instituciones políticas ocupa la posición 18º en cuanto a las de mercado se refiere; Finlandia, segunda en este caso, está 13º en las de mercado; el tercer lugar de Suecia es con el puesto 17º en instituciones de mercado y el cuarto, Dinamarca, en el 9º. La relación es apropiada para disipar una visión existente que considera a esos países nórdicos como economías cuasi-socialistas. En verdad, son países con fuertes estados benefactores y altas tasas impositivas, pero con una apertura comercial y a las inversiones y una protección del derecho de propiedad y la libertad contractual como poco se encuentran en muchos otros países. Por otro lado, dos consideraciones son importantes en este caso: las elevadas tasas impositivas no lo son tanto y recaen sobre todo sobre los individuos, no las empresas. Por ejemplo, en el caso de Suecia, la tasa del impuesto a las ganancias corporativas es del 22%, mientras que en Suazilandia es el 27,5% y en Túnez o Tanzania del 30%. En Brasil es del 34%, en México 30%. En Noruega es del 34%, Finlandia 20% y Dinamarca 23,5%.

En cuanto a los impuestos a las personas en Suecia van desde el 31% al 60%; en  Noruega desde 0% al 47% (incluyendo un 8,2% de contribución a las pensiones); en Finlandia del 7,71% al 62% (incluyendo el impuesto nacional, el municipal y la contribución a las pensiones) y en Dinamarca del 30% al 48%. En cuanto a algunos países latinoamericanos en Argentina van del 9 al 35%; en Brasil del 0 al 27,5%; en Colombia del 0 al 33%, en Perú del 0 al 30%. Aunque siempre, por supuesto, resulta muy difícil hacer comparaciones debido a las distintas bases y deducciones vigentes en los distintos países, por un lado, y por otro, por las contraprestaciones que se reciben a cambio. En los países nórdicos las tasas impositivas a las ganancias empresarias son más bajas; las tasas a las personas más altas pero ellas reciben, a su vez, servicios de salud o educación gratuitos de calidad muy superior a los que obtiene un ciudadano latinoamericano aunque pague tasas menores. Y, además, en algunos casos como el de Suecia, los contribuyentes reciben ‘vouchers’ que les permiten un cierto grado de elección entre escuelas y hospitales privados o públicos.

Por otra parte, es más que destacable el desempeño de Suiza. No solamente encabeza el ICI por segundo año consecutivo sino que presenta el resultado más parejo, con un sexto puesto en las instituciones políticas y un cuarto en las de mercado. Suiza, además, ha logrado esto en un país con diversas culturas, idiomas y religiones, aprovechando las ventajas de la descentralización y las limitaciones al poder. La combinación de democracia representativa y democracia directa en los niveles federal, cantonal y municipal, un gobierno colegiado con rotación en los principales cargos ejecutivos y competencia fiscal entre los cantones ha logrado niveles de institucionalización destacados.

«Política sin romanticismos»: dejemos de lado ese supuesto de que persiguen el interés común

Con los alumnos de Historia del Pensamiento Económico I, Económicas UBA, vemos al principal autor del llamado “análisis económico de la política”, James Buchanan, en un artículo titulado “Política sin Romanticismos”

Así describe el objetivo de la “teoría de la elección pública” o Public Choice:

“En esta conferencia me propongo resumir la aparición y el contenido de la «Teoría de la Elección Pública», o, alternativamente, la teoría económica de la política, o «la Nueva Economía Política». Esta tarea de investigación únicamente ha llegado a ser importante en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. De hecho, en Europa y Japón, la teoría sólo ha llegado a constituir el centro de atención de los estudiosos en los años setenta; los desarrollos en América provienen de los años cincuenta y sesenta. Como espero que mis observaciones sugieran, la Teoría de la Elección Pública no carece de antecedentes, especialmente en el pensamiento europeo de los siglos XVIII y XIX. El Eclesiastés nos dice que no hay nada nuevo bajo el sol y en un sentido auténtico tal pretensión es seguramente correcta, especialmente en las llamadas «ciencias sociales». Sin embargo, en el terreno de las ideas dominantes, la »elección pública» es nueva, y esta subdisciplina, situada a mitad de camino entre la Economía y la Ciencia Política, ha hecho cambiar la forma de pensar de muchas personas. Si se me permite utilizar aquí la manida expresión de Thomas Kuhn, creo que podemos decir que un viejo paradigma ha sido sustituido por otro nuevo. 0, retrocediendo un poco más en el tiempo y utilizando la metáfora de Nietzsche, ahora nosotros miramos algunos aspectos de nuestro mundo, y especialmente nuestro mundo de la política, a través de una ventana diferente.

El título principal que he dado a esta conferencia, «Política sin romanticismos» fue escogido por su precisión descriptiva. La Teoría de la Elección Pública ha sido el vehículo a través del cual un conjunto de ideas románticas e ilusiones sobre el funcionamiento de los Gobiernos y el comportamiento de las personas que gobiernan ha sido sustituido por otro conjunto de ideas que incorpora un mayor escepticismo sobre lo que los Gobiernos pueden hacer y sobre lo que los gobernantes harán, ideas que sin duda son más acordes con la realidad política que todos nosotros podemos observar a nuestro alrededor. He dicho a menudo que la elección pública ofrece una «teoría de los fallos del sector público» que es totalmente comparable a la «teoría de los fallos del mercado» que surgió de la Economía del bienestar de los años treinta y cuarenta. En aquel primer esfuerzo se demostró que el sistema de mercados privados fallaba en ciertos aspectos al ser contrastado con los criterios ideales de eficiencia en la asignación de los recursos y en la distribución de la renta. En el esfuerzo posterior, en la elección pública, se demuestra que el sector público o la organización política falla en ciertos aspectos cuando se la contrasta con la satisfacción de criterios ideales de eficiencia y equidad. Lo que ha ocurrido es que hoy encontramos pocos estudiosos bien preparados que están dispuestos a intentar contrastar los mercados con modelos ideales. Ahora es posible analizar la decisión sector privado-sector público que toda comunidad ha de tomar en términos más significativos, comparando los aspectos organizativos de varias alternativas realistas.

Parece cosa de elemental sentido común comparar las instituciones tal como cabe esperar que de hecho funcionen en lugar de comparar modelos románticos de cómo se podría esperar que tales instituciones funcionen. Pero este criterio tan simple y obvio desapareció de la conciencia culta del hombre occidental durante más de un siglo. Tampoco puede en absoluto decirse que esta idea sea aceptada hoy de forma general. Tenemos que admitir que la mística socialista de que el Estado, la política, consiguen alcanzar de alguna manera el «bien público» trascendente pervive todavía entre nosotros bajo diversas formas. E incluso entre aquellos que rechazan tal mística hay muchos que buscan incesantemente el ideal que resolverá el dilema de la política.”

Caps 4 y 5: las fallas de la política comienzan a verse al cuestionar el supuesto del dictador benevolente

En toda sociedad hacen falta un mecanismo para permitir que se expresen las preferencias de los individuos y señales que guíen a los productores a satisfacerlas. En el caso de los bienes privados, hemos visto cómo el mercado cumple ese papel. También vimos que se presentan problemas para cumplirlo. En el caso de los bienes públicos, es la política: es decir, los ciudadanos expresan sus preferencias por bienes colectivos y hay un mecanismo que las unifica, resuelve sus diferencias (Buchanan 2009) y envía una señal a los oferentes —en este caso las distintas agencias estatales— para satisfacerlas. Como veremos, este también se enfrenta a sus propios problemas.

El siguiente análisis de las fallas de la política se basa en el espíritu de aquellas famosas palabras de Winston Churchill (1874-1965): “Muchas formas de gobierno han sido ensayadas y lo serán en este mundo de vicios e infortunios. Nadie pretende que la democracia sea perfecta u omnisciente. En verdad, se ha dicho que es la peor forma de gobierno, excepto por todas las otras que han sido ensayadas de tiempo en tiempo”.

Churchill nos dice que no hemos ensayado un sistema mejor, por el momento, pero que este no puede ser considerado perfecto. Por ello, cuando se ponen demasiadas esperanzas en él, pueden frustrarse, ya que la democracia no garantiza ningún resultado en particular —mejor salud, educación o nivel de vida—, aunque ciertas democracias lo hacen bastante mejor que las monarquías o las dictaduras.

Durante mucho tiempo, buena parte de los economistas se concentraron en analizar y comprender el funcionamiento de los mercados, y olvidaron el papel que cumplen los marcos institucionales y jurídicos de los Gobiernos. Analizaban los mercados suponiendo que funcionaban bajo un “gobernante benevolente”, definiendo como tal a quien persigue el “bien común”, sin consideración por el beneficio propio, y coincidiendo en esto con buena parte de las ciencias políticas y jurídicas[1]. Tal como define al Estado la ciencia política, tiene aquel el monopolio de la coerción, pero lo ejerce en beneficio de los gobernados.

Por cierto, hubo claras excepciones a este olvido. Inspirados en ellas, autores como Anthony Downs o James Buchanan y Gordon Tullock iniciaron lo que se ha dado en llamar “análisis económico de la política”, en el contexto de gobiernos democráticos, originando una abundante literatura. Su intención era aplicar las herramientas del análisis económico a la política y el funcionamiento del Estado, pues la teoría política predominante no lograba explicar la realidad de manera satisfactoria.

Uno de los primeros pasos fue cuestionar el supuesto del “gobernante benevolente” que persigue el bien común; porque, ¿cómo explicaba esto los numerosos casos en que los Gobiernos implementan medidas que favorecen a unos pocos? O más aún: ¿cómo explicar entonces que los gobernantes apliquen políticas que los favorecen a ellos mismos, en detrimento de los votantes/contribuyentes? Por último, ¿cómo definir el “bien común”[2]? Dadas las diferencias en las preferencias y valores individuales, ¿cómo se podría llegar a una escala común a todos? Esto implicaría estar de acuerdo y compartir dicha escala, pero el acuerdo que pueda alcanzarse tiene que ser necesariamente vago y muy general, y en cuanto alguien quiera traducir eso en propuestas específicas surgirán las diferencias. Por eso vemos interminables discusiones sobre la necesidad de contar con un “perfil de país” o una “estrategia nacional” que nos lleve a alcanzar ese bien común, pero, cuando se consideran los detalles, los “perfiles de país” terminan siendo más relacionados con algún sector específico o difieren claramente entre sí.

Los autores antes mencionados decidieron, entonces, asumir que en la política sucede lo mismo que en el mercado, donde el individuo persigue su propio interés, no el de otros. En el mercado, esa famosa “mano invisible” de Adam Smith conduce a que dicha conducta de los individuos termine beneficiando a todos. ¿Sucede igual en el Estado? Se piensa en particular en el Estado democrático, porque se supone que los Gobiernos tiránicos o autoritarios no le dan prioridad a los intereses de los gobernados.

Algunos economistas intentaron definir ese “bien común” en forma científica, como una “función de bienestar social”, pero sin éxito (Arrow 1951). Además, si hubiese alguna forma de definir específicamente ese bien común o bienestar general como una función objetiva, no importaría si es el resultado de una decisión democrática, de una decisión judicial o simplemente un decreto autoritario que lo imponga.

Como veremos, al cambiar ese supuesto básico, la visión que se tiene de la política es muy distinta: el político persigue, como todos los demás y como él mismo fuera de ese ámbito, su interés personal. No se puede definir algo como un “bien común”, un resultado particular que sea el mejor, pero sí se puede evaluar un proceso, en el que el resultado “bueno” sea aquél que es fruto de las elecciones libres de las personas. ¿Existe entonces un mecanismo similar a la “mano invisible” en el mercado, que guíe las decisiones de los votantes y las acciones de los políticos a conseguir los fines que persiguen los ciudadanos? Este enfoque, llamado en general “Teoría de la Elección Pública” (Public Choice) se centra en los incentivos. De ahí que también se le conozca como “análisis económico de la política”.

[1]. Esta visión, por supuesto, no es sorprendente. Madison (2001), por ejemplo, mostraba una posición clásica aun hoy muy popular, según la cual la búsqueda del “bien común” depende de la delegación del poder a los representantes correctos, no de la información y los incentivos existentes: “… un cuerpo de ciudadanos elegidos, cuya sabiduría pueda discernir mejor el verdadero interés de su país, y cuyo patriotismo y amor por la justicia harán muy poco probable que lo sacrifiquen a consideraciones parciales o temporales. Bajo tal regulación, puede bien suceder que la voz pública, pronunciada por los representantes del pueblo sea más consonante con el bien público que si fuera pronunciada por el pueblo mismo, reunido para tal propósito. Por otro lado, el efecto puede invertirse. Hombres de temperamento faccioso, prejuicios locales, o designios siniestros, pueden por intriga, corrupción u otros medios, primero obtener votos, y luego traicionar los intereses del pueblo”.

 

[2]. Muchos filósofos políticos han cuestionado este concepto. Entre los economistas, Hayek (1976 [1944]): “El ‘objetivo social’ o el ‘designio común’, para el que ha de organizarse la sociedad, se describe frecuentemente de modo vago, como el ‘bien común’, o el ‘bienestar general’, o el ‘interés general’. No se necesita mucha reflexión para comprender que estas expresiones carecen de un significado suficientemente definido para determinar una vía de acción cierta. El bienestar y la felicidad de millones de gentes no pueden medirse con una  sola escala de menos y más” (p. 89).

 

El fracaso del gobierno es más significativo que el (supuesto) fracaso del mercado…

Con los alumnos de la materia Public Choice vemos el artículo de Bruno Frey, “La relación entre la eficiencia y la organización política” Revista Libertas 23 (Octubre 1995). Algunos párrafos:

La economía ha dado bruscos giros en su evaluación de la eficiencia de los diversos sistemas de toma de decisiones y, con ello, de la eficiencia de éstos.

A. El fracaso del mercado

Los mercados privados competitivos no logran un óptimo de Pareto o un resultado eficiente cuando existen externalidades o bienes públicos o cuando las economías de escala llevan a los proveedores a una posición monopolista. Éste fue el mensaje de la teoría económica de posguerra, que gozó de general aceptación. En consecuencia, el gobierno (que, según se da por sentado, tiene que elevar al máximo el bienestar social) debe intervenir para obtener un resultado más eficiente. Después de haber llegado a esta conclusión, considerándola satisfactoria, los políticos obran en consecuencia, tanto en el nivel microestructural (e. g., nacionalizando empresas o llevando a cabo políticas estructurales) como en el macroestructural (adoptando una política fiscal y monetaria de neto corte keynesiano).

Esta concepción, que dominó la escena económica hasta fines de la década del sesenta y parte de la del setenta, todavía existe en la actualidad. Si bien no es sorprendente que muchos políticos continúen aprovechando esta invitación a aumentar las actividades gubernamentales, también comparten este punto de vista destacados representantes de la teoría económica. Por ejemplo, en el enfoque neoclásico de la economía pública, los impuestos y los precios públicos se determinan sobre la base del supuesto de que el gobierno eleva al máximo el bienestar social.

B. El fracaso del gobierno

El advenimiento de la moderna economía política (que incluye la elección pública, el nuevo institucionalismo y el análisis de los derechos de propiedad y de los costos de transacción), en la que se da por sentado en todos los aspectos que el gobierno es un actor endógeno dentro del sistema político-económico, afectó notablemente la ortodoxia respecto del fracaso del mercado (por ejemplo, véanse los trabajos de Mueller, 1989; Eggertsson, 1990, y Frey, 1983). En este enfoque se analizan cuidadosamente las propiedades de los sistemas de toma de decisiones políticas.

El “Teorema de imposibilidad general” (Arrow, 1951, cuyo antecedente es Condorcet, 1795), que establece la conclusión fundamental de que bajo supuestos “razonables” no existe un equilibrio político entre opciones siempre que se tomen en cuenta las preferencias individuales, despertó gran interés entre los eruditos. Los resultados electorales revelan una inestabilidad cíclica; en el caso de los asuntos multidimensionales, pueden abarcar todo el espacio político, incluyendo los resultados ineficientes (McKelvey, 1976).

Otros fracasos políticos también han sido objeto de un profundo análisis: debido al problema de los bienes públicos involucrado, los votantes no tienen demasiados incentivos para informarse acerca de la política y para participar en los procesos electorales; el resultado medio de una elección resultante de una competencia perfecta entre dos partidos en general no es eficiente; no todos los intereses en juego tienen la misma capacidad de establecer grupos de presión política (Olson, 1965); y las burocracias y la búsqueda de rentas constituyen un elemento adicional para desnaturalizar las asignaciones destinadas a lograr eficiencia.

Sobre la base de estos y otros fracasos políticos se ha llegado a la conclusión de que el gobierno no puede superar las deficiencias del mercado. Lo que ocurre en la realidad es más bien que la intervención política impide aun más la eficiencia. Un ejemplo de esto es el incentivo gubernamental en favor de la creación de un ciclo de negocios (Nordhaus, 1989) que incremente sus posibilidades de reelección.

C. El fracaso del gobierno es más significativo que el fracaso del mercado

La moderna economía política ha alcanzado resultados tan convincentes que en este momento los eruditos ortodoxos piensan que los fracasos del mercado tienen menos importancia que los fracasos políticos. Esta creencia se afianza aun más por el redescubrimiento de la proposición de Coase (1960) de que si los derechos de propiedad están bien definidos y los costos de transacción son bajos, las externalidades no impiden el funcionamiento de un mercado eficiente. Además, se considera cada vez más que las ganancias de las empresas monopolistas son un indicador de eficiencia en la producción. De estos resultados se desprende que los mercados funcionan bien y la política funciona mal (véase un análisis de este tema en Wintrobe, 1987, pp. 435-6, o en Wittman, 1989, pp. 1.395-6), y en consecuencia habría que reducir generalmente la intervención gubernamental o eliminarla por completo, reservando la asignación de recursos a los mercados privados.