En un reciente decálogo del progresismo en los Estados Unidos figuraba como una de las banderas más importantes la lucha por un salario mínimo más alto. La revista Regulation, del Cato Institute, trae un par de artículos sobre el tema y uno de ellos en particular trata el asunto desde una perspectiva interesante y, al mismo tiempo, contundente. Pierre Lemieux, de la Universidad de Quebec, escribe “From Minimum Wages to Maximum Politics”: http://object.cato.org/sites/cato.org/files/serials/files/regulation/2014/7/regulation-v37n2-4.pdf
Va algo de la sección: “Un problema en la Economía del Bienestar”, un problema en verdad que está en el corazón de ese enfoque de la economía y sobre el que no parece tener respuesta. El problema, por supuesto, se extiende mucho más allá del salario mínimo, a todo tipo de política pública redistributiva.
El artículo comienza comentando un estudio de la agencia gubernamental Congressional Budget Office que indica que el aumento propuesto de $7,25 a $10,10 por hora generaría la pérdida de 500.000 puestos de trabajo hacia 2016. La lógica económica es simple: un aumento del precio se refleja en una reducción en la cantidad. Pero esto va más allá:
“No importa como se interpreten los datos, un aumento en el salario mínimo va a dañar a ciertas personas y beneficiar a otras. Es inconcebible que dicha política pueda beneficiar a todos y dañar a ninguno. Esto nos deja entonces con el tradicional problema en la economía del bienestar: cómo evaluar una medida política que no es una mejora de Pareto. Dicha evaluación no puede hacerse sin algunos juicios de valor extra-económicos.
Imaginemos una situación donde, antes de establecer un salario mínimo, 5% de los trabajadores empleados reciben un sueldo más bajo que el mínimo propuesto. Muchos de estos empleados con salarios bajos pueden ser pobres, aunque virtualmente todos los que quieren un empleo lo obtienen. Una cierta distribución del ingreso (y la utilidad) se generaría. Al fondo de la distribución, la pobreza sería una consecuencia de la libertad que todos tienen de aceptar contratos de empleo con salarios acordados mutuamente por las partes.
Bajo una ley de salario mínimo o con un incremento de ese mínimo, la distribución del ingreso (y la utilidad) cambiará. Algunos de los pobres, como también algunos de los no-pobres, tendrán salarios más altos. Pero es muy probable que otros perderán sus empleos y serán más pobres. Ya sea que los nuevos pobres sean un millón, 500.000 o solo uno, el problema de la economía del bienestar es el mismo. La distribución ha cambiado por medio de regulaciones gubernamentales coercitivas, significando esto que los nuevos pobres no cumplirían con esta norma si ellos, y sus empleadores potenciales, no fueran forzados a hacerlo. Al fondo de la distribución, cierta pobreza es el resultado de la decisión política y su aplicación burocrática o, en otros términos, del poder de coerción de unos individuos sobre otros.
Respondiendo al dilema libertad-coerción un economista respondió en una encuesta: “¿Alguna vez te has sentado a escuchar a un niño llorar de hambre?” Ese comentario es perfecto para una campaña ante la opinión pública, pero también ilustra el problema del bienestar. Veamos esta historia.”
El autor plantea luego que con el salario mínimo algunos niños van a dejar de llorar pero luego otros van a empezar a llorar o a llorar más fuerte. ¿En base a qué criterio van a decidir que el llanto de unos es más desgarrador que el llanto de otros?
“Un político y su asesor económico enfrentan dos alternativas. ¿Dejarán que algunos bebes lloren, y esperarán a que una creciente prosperidad los alimente? ¿O alimentarán a algunos con la comida de otras bocas en llanto? Una pregunta relacionada es cuántos niños llorando en un lado justifican tomar la comida de la boca de otros. Esos son juicios de valor que en definitiva los economistas deberán realizar cuando fijan una posición en el debate sobre el salario mínimo.”